Paul Laurent

libremercado¿Corresponde a la tradición constitucional clásica (propiamente liberal) contar con algo parecido a un “régimen económico” dentro de una constitución?

Si la razón de ser de una carta política de esa envergadura es la de limitar al gobierno, por qué dar cabida a un articulado que ofrece un desborde a ese límite. ¿Por qué permitirle al constituyente la facultad de jugar a dirigir qué tipo de economías deben de existir? En esa línea, ¿no es más que suficiente pugnar que se respeten los derechos individuales, auténtico baluarte de la libertad económica?

Ello lo juzgó la primera generación de constitucionalistas, aquellos que se adscribían sin rubor ni fastidio al principio del gobierno limitado por la ley. Dado que por ley entendían tanto la legislación técnica que amarraba cada proceder del gobierno a la norma expresa (principio básico del derecho público), como los derechos igualmente preexistentes que los ciudadanos poseían.

En esa medida, el freno contra las pretensiones arbitrarias del gobierno tenía doble vía: la que colocaban los constituyentes, políticos y legisladores para sí (que era la propia constitución) y la que provenía de la entendida “natural libertad” de los ciudadanos.

En esos días el derecho privado hacía lo constitucional, no a la inversa. Y en lógica proporción, el derecho público se debía a lo privado. No podía colocarse por sobre él, pues si lo hacía perdía legitimidad. Como precisaba James Madison (El Federalista, XLV), el pueblo no había sido hecho para los reyes, sino los reyes para el pueblo.

Con ese dictamen se reivindicaba tanto al viejo derecho anglosajón como a la antigua tradición legal de la urbanidad bajomedieval que exigía primacía de la ciudadanía por sobre cualquier autoridad. Al fin y al cabo en el orbe de las ciudades-repúblicas bajomedievales no se supo de soberano centralizador de las magistraturas hasta cuando cayeron en decadencia. Antes de esa estrepitosa caída ellas se regían por magistraturas atomizadas, con una división de poderes mucho más radical y efectiva que las que conocerán los estados modernos.

Así pues, serán estos últimos estamentos los que en el siglo XX reclamen una capacidad de acción mucho mayor. Cierto, cuando la hegemonía del liberalismo concluya el clamor por un derecho público más ambicioso será la constante. A partir de entonces el dirigismo ingresará de la mano del antiliberalismo de los nuevos publicistas, siendo lo nuclear de sus pretensiones redefinir los alcances socio-económicos de las constituciones.

Desde esa hora ninguna “ley de leyes” que se respete carecerá de un “régimen económico”. El tiempo de los mercados libres había quedado atrás. Se estaba en la hora de los mercados controlados por un estado de bienestar que surgió como alternativa democrática al liberalismo precedente y a los propios totalitarismos de izquierda y de derecha (en puridad, radicalizaciones de ese mismo estado de bienestar).

Vistas así las cosas, ¿qué de liberal tiene la presencia en la constitución de un “régimen económico”? Si ya para hombres como Alexander Hamilton (El Federalista, LXXXIV) las hoy sagradas declaraciones de derechos eran en sí mismas peligrosas e innecesarias (porque le daba a sus privilegiados redactores un poder inmenso), qué no hubiera dicho de haber sabido de la algo parecido a un “régimen económico”. Sin duda hubiera advertido que esa era la mejor manera de desvirtuar el verdadero sentido de una constitución.

(Publicado originalmente en Diario Altavoz.pe)

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