sectas1-724307Lo que hoy conocemos como partidos políticos en su día se les tuvo como sectas. Es decir, se los tenía como facciones anhelantes de usufructuar el poder para su singular provecho. Por lo mismo, cuando alguien dice que los partidos políticos son importantes para la democracia no puedo dejar de imaginar una pequeña alteración en esa afirmación. Cambiemos la expresión “partidos políticos” por “sectas”, “facciones” o “hermandades” y escuchemos cómo suena. Quizás de esa forma nos aproximemos a lo que efectivamente significan.

Igual podríamos hacer con otros términos sacralizados en los libros y manuales de teoría política y constitucional (pienso en los “sicarios de la justicia social” mientras que lo correcto es evocar a los “mecanismos de la redistribución social”). Es verdad, desde hace mucho (contemporáneamente desde inicios del siglo XX) la nomenclatura igualitaria domina el panorama. Por ende, el republicanismo-liberal que asomó desde fines del siglo XVIII y que se hizo carne en el XIX fue eficientemente ahogado por las diferentes variantes de un republicanismo abiertamente antiliberal.

Ante esa retórica, el demos (“la ciudadanía”, como se dice ahora) quedó cada vez más replegado tanto en los textos como en los hechos. Un universo de actores lo reemplaza, piensa y decide por él, cuando lo pertinente es que el demos impere sobre esos actores y que éstos se deban a él. Eso es lo que fueron las magistraturas republicanas, instituciones surgidas para y por la gente (el pueblo). En ese escenario pensar en magistraturas partidarizadas era una aberración, esa misma aberración que hoy es tenida como una relevante “institución democrática”.

Objetivamente, ¿son necesarios los partidos políticos? ¿Son ellos los que garantizan un orden social pacífico y libre? La teoría dice que sí, porque (siempre a decir de la teoría) canalizan las demandas de sus representados y generan estabilidad. Pero se obvia resaltar que generarán estabilidad imponiéndose por sobre la sociedad, tratando de limitar que otros actores compartan esa cara misión.

Ello es lo que puntualmente acontece cuando logran incrustarse en el poder político recurriendo a beneficios legales que les permite perennizarse en el espacio público. Perdurarán como “socialmente relevantes” por virtud de la legislación, nunca no por auténtica aprobación ciudadana. Evidentemente esa forzada institucionalización (que los financiará con dinero público y los hará “exclusivos representantes” de los valores ciudadanos) será en sí misma una clara muestra de la ausencia de valores democráticos y republicanos. Toda una confesión de parte: no están para servir, sino para servirse del estado.

Si partimos de los tiempos en que aquellas sectas aún eran conocidas como clubs, veremos que en esa hora (el liberal siglo XIX) la movilidad social y la capitalización se dio con mayor libertad para beneficio de millones de seres humanos. Pero si medimos las cosas cuando esos clubs se convirtieron en partidos lo que se mostrará será el fin de ese proceso: aislacionismo, convulsiones sociales, revoluciones y hasta guerras mundiales dirigidas por líderes de partidos.

¿No fue el siglo XX una centuria oscura y antiglobal precisamente por la hegemonía de estas delirantes “hermandades”? ¿Todo ello porque acaso la aspiración que los movía era la de convertirse en un “todo”? Al fin y al cabo estos actores son parte del monopolio de la violencia que caracteriza al estado. En términos de Edmund Burke, una degeneración de la vida política.

(Publicado originalmente en Diario Altavozz.pe)

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