0No estamos ante ninguna utopía. Todo lo opuesto, la demanda en favor de las ciudades libres dista mucho de ser un delirio o una fantasía. Exigir gobiernos locales autónomos con respecto al estado puede sonar tan absurdo como radical, pero si advertimos qué es lo que realmente se busca con esa autonomía veremos que estamos ante una apuesta política más que elemental.

Así es, exigir que las autoridades procedan para exclusivo provecho de los ciudadanos, que protejan su integridad física y moral, sus personas y propiedades, que les garanticen sus derechos y brinden una paz acorde a esos mismos derechos no significa ninguna salida convulsionante. No en vano ello es lo que demanda el viejo ideal republicano que reza que todos somos iguales ante la ley.

Empero, ¿de dónde provendrá esa ley si es que en la ciudad todos se asumen iguales en derechos? ¿Puede haber alguien capaz de imponerla y a la vez juzgarse como un ciudadano igual a todos? Ciertamente la remembranza de la urbanidad bajomedieval noticia la fobia que los habitantes de los burgos y villas tenían contra los tiranos. Como los antiguos griegos y romanos, aquellos ciudadanos también temían que un solo magistrado capture todas las magistraturas para sí y les revolucione su cotidianidad.

Tal es el tenor del programa constitucionalista, el que fructificó en el orbe edil. ¿Ello podía darse en el campo, en las montanas o en los bosques? Análogo al origen de la industria y la novela, los preceptos en aras del gobierno limitado por los derechos de los gobernados son producto citadinos.

Emporios enclavados originalmente en puertos marítimos y fluviales, la expansión del tráfico mercantil alrededor de los mismos activó economías hasta ese entonces inexistentes que rápidamente reclamaron la concurrencia de otras economías más allá de las distancias geográficas y culturales. Obviamente, son los intereses privados los que forjan la cosa pública, el bien común.

Ello fue así durante la civitas y lo es ahora en quienes reivindican la posibilidad de erigir ciudades libres. Una posibilidad que sólo requerirá exactamente lo mismo que el apátrida Diógenes requería de Alejandro Magno: que se haga a un lado, que se aparte, que no le haga sombra.

Bien se puede decir que el esquema de las ciudades libres es eco de las ciudades-repúblicas bajomedievales, tanto como eco de la civitas romana más que de la polis griega. Aunque desde estas últimas el recuerdo de los heroicos helenos peleando por el nomos bien puede inflar los ánimos. Ante la pregunta del déspota rey persa Jerjes de quién era ese tal nomos (al cual lo tenía por un rey o general muy peliagudo y valeroso), le contestaron que no era ningún egregio caudillo. Tampoco era un dios: nomos era libertad, la libertad de las ciudades.

Modernamente la solicitud para dar vida a ese tipo de urbanidad enfrenta el mismo obstáculo que en su día Diógenes detectó como el causante de su falta de luz y de aire fresco. Si antaño las ciudades dominaban el espectro, desde el siglo XVI son los estados los que imperan. En ellos las ciudades son fagocitadas por los mayoritarios espacios no urbanos. La no-ciudad absorbe a la ciudad. Los tiranos (el estado) se imponen al nomos. Por ende, se pasa a pedir una excepción legal lo que antes era un legítimo derecho.

(Publicado originalmente en Diario Altavoz.pe) (Reproducido en Fundación Atlas y en CEDICE y en el Blog de Unión Editorial)

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