Paul Laurent

detroitHacia 1950 Detroit era la quinta ciudad más grande de los Estados Unidos. 1’800.000 personas residían en ese enclave urbano del estado de Michigan. Por entonces su sólo nombre era sinónimo de empresas como General Motors, Ford y Chrysler. Empero, ya por entonces su sólo nombre había dejado de ser sinónimo de ingenio y de inventiva empresarial.

Asumo que durante su infancia en Nazca, Gregorio Martínez (aedo del fallecimiento del capitalismo a partir del colapso de Detroit[i]) vio pasar automóviles salidos de las fábricas antes mencionadas. Y lo asumo porque el escritor nacido en 1942 rememoró en su Libro de los espejos. 7 ensayos a filo de catre (2004) que en las turbias cantinas de abajo del puente, en el sudmundo andino de su tierra natal, vio a los feroces danzantes chutos, con ojotas de llanta Good Year o Firestone.

Aunque esos neumáticos tenían sus casas matrices en Ohio y Tennessee, el que más admiraba la potencia de las máquinas y los portes del chasis. No creo que Martínez haya juzgado en su momento que las ruedas de caucho habían sido especialmente fabricadas para ser convertidas en ojotas, antes que para hacer posible la viabilidad de los automóviles. Ese “disparate” se lo dejamos a los aztecas, que emplearon el caucho para fabricar las pelotas con las que jugaban a algo muy parecido al fútbol.

Si entre fines del siglo XIX y comienzos del XX el surgimiento de las después emblemáticas marcas General Motors, Ford y Chrysler fue producto del más puro arrojo y emprendedurismo, desde el New Deal de F. D. Roosevelt las cosas fueron muy distintas. La Norteamérica liberal y capitalista había sido reemplaza por el mercantilismo keynesiano. La competencia en los mercados se desplazó a los despachos gubernamentales.

Seis décadas después, la antaño pujante Detroit va en retroceso. En el presente unas 700 mil personas la habitan, por ahora. El panorama que hoy ofrece es casi al de una ciudad fantasma, con casas abandonadas, con perros igualmente abandonados y en proceso de convertirse en salvajes. Como dice Carlos García Vázquez en Antípolis (2011), el territorio natural crece a costa de la  ciudad que se contrae: «mientras que en Detroit la maleza sigue trepando sobre los cascotes de edificios demolidos hace treinta años, los escombros de Los Ángeles resurgieron de sus cenizas con la misma rapidez con que se  desplomaron.»

He ahí el resultado de un acelerado proceso de descapitalización y consiguiente empobrecimiento. En medio siglo más de un millón de personas han huido hacia otras ciudades dentro de los Estados Unidos. He aquí la virtud de un país federal, pues en un país unitario lo normal es que la crisis de una ciudad sea eco de la crisis de toda una nación.

Igualmente, esa diáspora de gente y de capitales no es patrimonio exclusivo de Detroit. Cierto, la acompañan un grueso de otrora dinámicas ciudades norteamericanas que durante décadas fueron favorecidas por préstamos, créditos y privilegios concedidos tanto por la administración federal (Washington, D.C.) como por la estatal (Michigan) y la local (Detroit). Cada una de estas instancias que a la vez sobrecargaron a la ciudad con impuestos, legislación social y regulaciones. Exactamente lo que invitó a los creadores de riqueza a escapar hacía espacios más propicios (como el sur, el sunbelt) para su ingenio y destreza.

(Publicado originalmente en Diario Altavoz.pe)


[i] http://www.caretas.com.pe/Main.asp?T=3082&S=&id=12&idE=1115&idSTo=0&idA=64792#.UioME3_3M09

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