Paul Laurent
¿Es realmente paradójico que Theodore Roosevelt haya combatido a los monopolios empresariales pero que a la vez haya alentado el imperialismo norteamericano? ¿Lo es también que la primera alarma política contra el “capitalismo salvaje” haya provenido de alguien (William Jennings Bryan) que juzgaba que la teoría de la evolución de Darwin debería de ser proscrita por ser contraria a la Biblia?
En ambos casos estamos ante quienes impulsarán el nacimiento de unos EE.UU. muy diferentes al que concibieron los “padres fundadores”, una inmensa región que rápidamente se configuró como el lugar ideal para que los que buscaban cambiar su propia suerte. Exactamente lo que una pléyade de grandes empresarios llevó a cabo a mediados del liberal siglo XIX.
Las bases constitucional-libertarias de los fundadores de aquella nación permitió esa posibilidad. Tanto los residentes locales como los extranjeros pudieron dar rienda suelta a su ingenio empresarial desde esos soportes. Unos soportes que elevaban a rangos sacros instituciones como los contratos y la propiedad privada. Es imposible concebir el auge norteamericano sin esas figuras legales. Y contra ellas es que se alzaron Roosevelt y Bryan.
Ciertamente los “padres fundadores” eran hombres sumamente religiosos y amantes de su terruño, pero no por ello actuaron para hacer primar el fanatismo religioso de Bryan (presbiteriano-calvinista, para más señas) y el progresismo xenófobo y pro imperialista de Roosevelt (creía en una “raza estadounidense”). Mucho menos para dar cabida que desde el poder político se pueda atacar a los generadores del capitalismo norteamericano.
Bryan lo hizo desde su escaño en la Cámara de Representantes por el Partido Demócrata. Sus grandes dotes oratorias las utilizó para combatir la libre empresa (no distinguía entre los que surgían por la preferencia de los consumidores y los que nacían desde el favor político). Igualmente arremetió contra la existencia del patrón oro, que impedía que los gobiernos manipularan la moneda a su antojo (básicamente para financiar su cada vez más faraónica existencia).
Ya se renegaba del laissez-faire. El ideal en aras de un gobierno intervencionista se abría paso. Análogamente brotó el prohibicionismo del consumo de alcohol y el rechazo a la migración extraña a lo anglosajón. Nada de asiáticos, amerindios ni negros. Los anti libre empresa Bryan y Roosevelt coincidían en ello. Curiosamente los “buenos oficios” de este último para poner fin a la guerra ruso-japonesa le valdría el Premio Nobel de la Paz.
Cuando en 1913 Bryan alcance la secretaría de estado bajo la administración del demócrata Wilson, ya Roosevelt era un ex presidente republicano que combinó la creación de la Secretaría de Comercio y Trabajo con su afán de erigir a su país en guardián del mundo. Así es como reinterpretó la doctrina Monroe de “América para los americanos”.
Y pensar que Roosevelt había sido aceptado como vicepresidente de McKinley para calmar a los crecientes sectores populistas. La idea era tornarlo tan visible como intrascendente. Su sola presencia en el poder era en sí un síntoma de los nuevos aires, donde la mayor capacidad de regular, controlar y limitar a los emprendedores por parte de poder político arrastraba la presencia de enfermizas individualidades en las más altas magistraturas.
Desde el aporte de estos hombres, los incentivos estaban dados para liquidar tanto la obra de los “padres fundadores” como la de los empresarios que dieron vida al hoy inexistente “sueño americano”.
(Publicado originalmente en Diario Altavoz.pe)