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Es un tema manido, y asumo que lo seguirá siendo per secula seculorum: la exigencia de la unidad de los liberales.

Obviamente el clamor va por la senda electoral. Propiamente una demanda de personajes que reclaman participación política bajo los clichés de siempre: la necesidad de “embarrarse los zapatos”. Al entender de estos pedigüeños, el discurso liberal no está para quedarse sólo en el discurso, hay que pasar de los libros a los hechos.

Sin duda, estamos ante personas urgidas por rediseñarlo todo desde las premisas del dejar hacer y del dejar pasar. Eso es lo que vociferan. Y vociferan sin reparar que para cumplir ese sueño a cabalidad y de un tajo (como pregonan) lo llamado liberal tendrá que dejarse de lado, pues sólo ejerciendo el poder sin control es que ello podría ser posible. Pero ello no les importa, siguen vociferando, culpando del no traslado del discurso liberal a la práctica a quienes moran en los cielos de la teoría.

Según esa lógica, debemos de entender que los “liberales” que piden hacer política son frenados en sus deseos por los “meros doctrinarios”. Ahora, ¿cómo así los frenan, cómo así los “liberales políticos” no pueden activarse y participar políticamente?

Todo indicaría que esa imposibilidad de hacer política se centra en la exclusiva culpa de los que no quieren hacer política. Por ende, ya que los “meros teóricos” (los “puros” también les dicen despectivamente) no actúan, los que piden actuar no actúan. Si se dicen gente de acción, ¿por qué se limitan? Puede sonar pueril, pero debemos entender que la mentalidad del político en general (incluidos los “políticos liberales”) no escapa a lo burdo. En este caso, un burdo pretexto para culpar a otros de las propias culpas.

Pensar que los “meros doctrinarios” liberales son los responsables de la ausencia de acción política liberal es darles a los “meros doctrinarios” un peso político que no tienen. Y si lo tienen, ellos nos los coloca en la obligación de hacer lo que no apetecen. Eso por un lado, que encaja dentro de la esfera de la libertad individual que los denominados “liberales políticos” curiosamente no suelen tener muy en cuenta (¿por eso son políticos?); por el otro, el que a estas alturas de la experiencia humana no se sepa distinguir las enormes distancias entre lo intelectual y lo político es no comprender precisamente la esencia de los sistemas totalitarios que en el antiliberal siglo XX hicieron de esa incomprensión la punta de lanza de la negación de todas las libertades.

Como en los locos años veinte, lo más pintoresco de la acusada incomprensión de las distancias entre lo intelectual y lo político es que algunos de sus voceros provienen del ámbito universitario. Son políticos disfrazados de catedráticos los que despotrican de los que no osan acompañarlos en sus delirios principescos.

Como decía Thomas Jefferson, cada vez que un hombre coloca un ojo deseoso en un cargo público, una cierta podredumbre comienza en su conducta. Lamentablemente, ya poco importará si ese hombre se dice liberal o no. Incluso uno de estos personajes escribió todo un libro para remarcar la necesidad de hacer un liberalismo “políticamente correcto” donde los “intelectuales liberales” deberían de proceder orgánicamente al ritmo de los “liberales políticos” como él. No estará de más decir que en dicho libro la libertad pasaba a segundo plano.

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