Se suele acusar las hipotéticas fallas del mercado, pero no se repara en las tangibles fallas de quien se dice debe de eliminarlas.
Al respecto, a fines del siglo XVIII el abate Siéyes rescató una vieja interrogante lanzada por Juvenal en el siglo II: ¿quién custodia a los custodios? Al poeta romano le daba arcadas las extravagancias de los emperadores que le tocó padecer. Supuestamente estos magnates estaban para garantizar la vida de la gente, por ello de su omnímodo poder. Así pues, su pregunta llevaba la carga de quien se indigna no por cuestiones teóricas, sino por reales padecimientos.
La remembranza de Juvenal por parte de Siéyes se dio en medio del optimismo ilustrado de la revolución francesa. A pesar de ser parte de los que bregaron por erigir un estado-nación, no dejó de advertir los peligros de que algunos de los ciudadanos se asuman en un nivel superior a sus teóricamente iguales por el solo hecho de ser parte del ejército de custodios.
Ciertamente la interrogante recogida por Siéyes respondía a un sentir abiertamente republicano que se verá rápidamente desbordado por los hechos. Para comenzar, el propio Siéyes formará parte de la corte que aupará las ansias imperiales de Napoleón Bonaparte. De esa manera, el estado moderno fraguará un tipo de ciudadanía que no será muy distante del antirepublicano súbdito. No en vano la libertad no estaba en preeminencia, pues los valores de la igualdad y la fraternidad no eran meros adornos. Así es, demandaban su paritario espacio.
Tal es como la revolución que remeció el mundo con sus discursos limitadores del poder político blandía a la par las arengas perfectas para que ese mismo poder político vuelva a ser ilimitado. Desde esa unión de contrarios, poco es lo que el ideal libertario podía esperar. Por ende, no había que aguardar mucho para que se comiencen a invertir las premisas.
Como Napoleón lo hizo evidente, las fallas del estado eran preferibles a las de la sociedad, que es la gente, el pueblo, el mercado. Palmariamente, la revolución que se alzó contra el absolutismo monárquico dio vida al absolutismo estatal. Ya no se estaba ante la alegoría de el estado soy yo, sino ante la alegoría del que reza que el estado somos todos. Sin rubor, el mismo estado que se arroga de forma exclusiva y sin permiso la defensa de la persona humana en particular y de la nación en general.
Y pensar que hubo un tiempo en el cual se consideró que los argumentos en favor del gobierno limitado y la división de poderes eran más que suficientes para repeler los efectos deletéreos (antisociales) de las fallas de los políticos. Mas la regresión de los valores liberales dio vida a que se fragüen fallas en la sociedad que alentarían la desfiguración del discurso constitucionalista.
Desde entonces, los gobiernos demandarán mayores espacios de acción, pedirán no tener límites, solicitarán concentrar poderes para reparar esas fallas. Técnicamente hablando, esas fallas del mercado que la vieja retórica republicana nunca conoció. Y nunca las conoció porque en esencia su discurso no soportaba mundos ideales ni mucho menos magistrados todopoderosos capaces de hacerlos verdad. Suficiente se tenía con salvaguardar unas libertades afines a su urbanidad, esos mercados donde no había siervos, sino sólo ciudadanos con derechos. Entre estos, los derechos a fracasar y a equivocarse.
(Publicado originalmente en Diario Altavoz.pe)