Las siguientes líneas motivan el título de este artículo: «Los libertarios deben distinguirse de los demás practicando y defendiendo las formas más radicales de intolerancia y discriminación contra los igualitaristas, demócratas, socialistas, comunistas, multiculturalistas y ecologistas, contra las costumbres pervertidas, los comportamientos antisociales, la incompetencia, la indecencia, la vulgaridad y la obscenidad.» (sic)
El autor de esas palabras es Hans-Hermann Hoppe, insertas en su libro Democracy. The God That Failed (2001; traducido al castellano bajo el título de Monarquía, democracia orden natural, 2004). Sin duda, el énfasis va en línea directa al intento de Hoppe de reivindicar un orden íntegramente sustentado en el derecho de propiedad privada. Y lo hace hasta el grado de llevar su argumentación a niveles abiertamente antiliberales.
Si entendemos que el libertarianismo es una “superación” del liberalismo (pasando del gobierno limitado a la no existencia de gobierno alguno), es claro que con Hoppe esa “superación” no necesariamente llevará lo mejor de aquello que se supera. Toda una rareza. Y ello porque el prestigio del liberalismo se debe tanto a la reivindicación de la individualidad como los efectos benéficos que esa individualidad es capaz de brindar a la sociedad. Al fin y al cabo, no en vano el liberalismo es directo heredero de la vieja tradición humanista, aquella que dio cabida a la tolerancia frente al diferente y a la propia inmigración extrajera (a decir de Hoppe, «una tolerancia equivocada y mal entendida.»).
Empero, en el explícitamente áspero discurso de Hoppe esa cara estirpe humanista se pierde. Y se pierde deliberadamente. Se abandona la estela generosa y bonancible de quien tiene derechos para apostar (y hasta promover, como en la cita antes transcrita) por los comportamientos más viles de quien posee derechos. Ciertamente discriminar es un derecho, es parte de la libertad de elegir. Pero de ahí a ensalzar ese derecho para llevar a cabo «las formas más radicales de intolerancia y discriminación» es sucumbir a una reductio ad absurdum poco feliz.
Obviamente, con esas razones el libertarianismo de Hoppe (que no es precisamente el libertarianismo de otros pensadores libertarios) pasa a ser la justificación perfecta para actuar como energúmenos con derechos antes que como seres humanos amantes de la paz y el orden en libertad. Y si a ello le agregamos sus tesis en contra de la libre inmigración (extrañamente, un libertario al que no le hace ascos que los estados impidan o limiten el arribo de extranjeros), su repulsa a estilos de vida “no convencionales” (como la homosexualidad), a la mezcla de genes (que a su eugenésico decir empobrecen la calidad de la gente) y su negación a aceptar la presencia de demócratas y comunistas dentro de su mundo libertario, no nos será nada complicado intuir una traza literalmente homofóbica, xenofóbica y antiliberal.
Quizá la causa de esta postura esté en los soportes iusnaturalistas del autor, pues este tipo de ingeniosidades es característico de dicha escuela. Desde ella muchos elucubraron teológicamente que los derechos existente al margen de la sociedad. Por ende, no los consideran un producto social. Así es, no los tienen como un fruto de ninguna comunicación entre individuos.
Sin paradojas, fueron este tipo de ocurrencias las provocaron la decadencia del iusnaturalismo dando realce a la añeja figura del legislador, ese magno constructor de sociedades ideales. Al respecto, es palmario que prejuzgar cómo debe de ser la anarquía (para los que creen en ella) es lo menos anárquico que puede haber.
(Publicado originalmente en Altavoz.pe)