Paul Laurent

Perdonen la inmodestia, pero nunca supe de un título más cómodo y a la vez real para estas líneas. Un epílogo como resumen de lo personalmente ya dicho[1], pero igualmente una oportunidad para auscultar lo recientemente expresado por el mismo Hernando de Soto. Anunciando un nuevo libro centrado en los derechos de propiedad que las comunidades nativas de la inmensa Amazonía peruana no tienen (como no lo tienen todos los demás habitantes del Perú y de otras partes del mundo), dicho autor fue soltando reveladores avances. No son muchos, pues no estamos ante un autor precisamente prolífico. Mas existen, y estos son los artículos denominados Obama la está captando: la recesión tiene un origen legal, no financiera (El Comercio, Lima, 03 de Marzo del 2009) y La Amazonía no es Avatar (separata del ILD, Lima, 05 de Junio de 2010).

Estos textos fueron precedidos por análogas notas periodísticas, en donde insistía en aquella postura legalista que lo apartó escandalosamente de su primera obra (El Otro Sendero, 1986). Un legalismo que en vista (y revista) de los mencionados artículos y notas, se nos configura como una mayúscula obsesión. ¿Cómo el drama de Adonis, quien no dejaba de admirarse en cualquier lugar donde se reflejaba su figura? No es broma ni una antojadiza ocurrencia. El Hernando de Soto del tercer milenio asume, casi febrilmente, que todo o casi todo (no hay exageración de mi parte) es susceptible de ser interpretado por su noción de “registro y “titulación”.

Para alarmarse. Acaso mofándose de las tendencias reduccionistas, el poeta y novelista Robert Graves decía que felizmente la arcana narración egipcia sobre un hipopótamo parricida no logró trascender. Freud y sus seguidores no lo hubieran soportado. Más antigua que los trágicos sucesos acaecidos en la casa de Layo, la remota leyenda recogida por Plutarco en Sobre Isis y Osiris nos noticia de un paquidermo de esa estirpe que asesina a su padre y viola a su madre. Así pues, para espanto de helenistas, por poco nos salvamos por tener complejo de hipopótamo antes que del igualmente mítico complejo de Edipo. Con todo, el fundador del psicoanálisis no hizo más que reactualizar una “explicación” desacreditada desde el fin de la hegemonía del chamanismo.

Algo semejante tenemos con Hernando de Soto, quien anhela presentar como novedad lo que ya no se recuerda, siendo que no se le “recuerda” porque impera arteramente en nuestro sempiterno presente. Suele suceder. Al respecto, por lo menos los brujos y santones poseían un prestigiado historial de casos clínicos a su favor. Así, al igual que el edípico Freud, el economista arequipeño también parte de una psicoanalizable fijación: el papel con sello oficial, el mismo que él ayudó a eliminar.

Una completa regresión. Su “modernizadora” solución. La “membrana” reguladora que ofrece confesando la urgencia y necesidad de crear sistemas abiertos. No nos habla de ningún orden abierto a priori, sino de aperturas hechas, forjadas, diseñadas. Invocaciones nada originales. Como la de aquellos añejos fracasos, los sempiternos y deletéreos intentos por establecer un concierto deliberadamente instituido, un esquema predecible en grado sumo.

¿Como para que no lo desborde? Sospechamos que sí, pues a juzgar de dicho pensador, lo que le apetece es «un sistema abierto bien demarcado en el cual se pueda combinar y organizar recursos».[2] Al más puro estilo absolutista, el que va desde los atávicos jefes tribales hasta el mismísimo Obama y su corte de tecnócratas. Tipos a los que el que el sabio Juan de Mariana tuvo en mente cuando en su Discurso sobre las enfermedades de la compañía (primeros años del siglo XVII) señaló la imposibilidad de organizar la sociedad desde el gobierno por “carencia” de información.

Más preciso sería decir por “abundancia” de la misma. Por su dispersión, por la dificultad de atraparla, de procesarla, hacerla útil y aprovechable desde un solo cerebro. Lo que frustra al legislador, y obviamente a la generalidad.

El grueso de la historia de la humanidad se circunscribe a esta perpetua brega, la brega entre los que ansían supeditar las acciones de los hombres a lo que prescriban algunos de sus semejantes (a través de normas positivas) o la de dejar que cada quien forje su destino sin más amarras que las que su propio discernimiento y proceder les impone. Esto último, como un lento descarte de conductas. El horizontal y eminentemente social no hacer antes que el vertical y político hágase.

Formas antagónicas de asumir la vida entre las personas. Libres o sometidos, en todas sus variantes y gradaciones. Las abismales distancias entre el que se entiende como adscrito a la noción más amplia y sincera del laissez-faire frente al que disiente de la misma. Justamente a lo que Hernando de Soto se vinculó sin rubor ni disimulos en su hora inicial; ese famosos debut del que viene apartándose desde hace ya un buen tiempo.

Cierto, después del éxito de El Otro Sendero el mercado ya no le es suficiente a De Soto para proteger bienes y valores, ni para asegurar el flujo de los mismos. A su “reciente” entender, sin la presencia hegemónica y tutelar del Estado los activos de la gente (sus propiedades) no son más que meras pretensiones sin sustento. Es decir, su importancia social es poco o nada en comparación a la que lograrían alcanzar si es que el poder político no les otorga su graciosa venia y consagración. Al fin y al cabo, dirá el “nuevo” De Soto: «Es rol del Gobierno establecer estándares, fijar e imponer pesas y medidas, mantener registros, y obligar a toda economía informal a colocarse bajo el imperio de la ley.»[3] (sic)

Abjuraciones de por medio, lo que tenemos desde esa hora es a un Hernando de Soto en versión desenfadadamente neoclásica. Sí, de esos que hablan de las “ineficiencias” o “fallos” del mercado en aras de la instauración de un armatoste intervencionista. La comidilla de los “expertos” en políticas públicas. Los que hablan de un mercado legalizado, perfecto, donde todo es predecible y detectable, hasta el honor de las personas.[4] Una manera de ser políticamente correcto, de no disentir y sortear rechiflas. De ese modo, si el escocés Adam Smith rompió con el radical laissez-faire de sus antecesores iusnaturalistas al anteponer sus aprensiones calvinistas al económico discurrir (condenando la usura y las ocupaciones “improductivas”),[5] el peruano Hernando de Soto superó esa ruptura al reclamar la suplantación de la espontánea competencia por la gubernamental imposición: «Es mediante el derecho y el papel legal en el cual este se materializa que nos interconectamos», pues «Es imposible hacer negocios importantes en el plano nacional —no se diga ya en un mercado globalizado— sin documentación legal confiable.»[6]

A todas luces, el enfoque que el presidente del Instituto Libertad y Democracia (ILD) nos regala, en su versión siglo XXI, es por demás antagónico al de sus inaugurales argumentos evolucionistas-culturales. Una abismal diferencia. Sideral, para más señas. Se deja de lado la invocación hayekiana de un orden no dirigido y autocreado, por otro edificado ex profesamente para ser gubernamentalmente conducido (o reconducido). Ya no será la libre concurrencia la que establezca, en su dinámico proceso de ensayo-error, los precios, las valías, los mejores instrumentos y/o utensilios para guiarse entre los mortales. Según su criterio, ello no basta. Deduce que el librecambio es feble por sí mismo, que carece de sólidos soportes si es que lo dejamos fluir sin un andamiaje mayor y racional. ¿De esas plataformas que ayudan a identificar y aislar con precisión cada activo y cada interés particular de ese mismo activo?[7]

Pudo haber dicho la necesidad de un soporte director y no erraba. Si se reclama al Estado sólo es para desempeñar esa tarea: Una institución en perpetuo crecimiento, a la que le es propiamente imposible ponerle frenos a la expansión de sus omnipotentes pretensiones. La que no colige otra función. Esa es su razón de ser. He ahí la base medular de la “arquitectura oculta del capitalismo” que nuestro autor nos señala.[8] El puntal desde donde se exhorta la demanda uniformizadora de que las naciones pobres del mundo estandaricen sus sistemas de propiedad para trepar al desarrollo. Estrictamente, la “verdad” que los Estados Unidos y Europa no ven a la hora de explicarse del por qué de la recisión que las agobia. Así lo subscribe De Soto.

A su entender, una crisis que surge por obra y gracia de un sistema legal pobremente papelizado. En buen cristiano, habrá que papelizar bien, porque al vigente Leviathan se le ha escurrido de entre sus “normas” un inmenso y bullente mare magnun de activos tóxicos, difíciles de identificar, exactamente igual a las economías informales del resto del planeta. Documentos salidos de documentos que han perdido conexión con los parámetros gubernamentales (también insertos en documentos). Derivados sin amarras, ausentes de la realidad.[9] La realidad de los reglamentos estatales, claro está; esos rigores que durante centurias los más de los instrumentos financieros no conocieron y que jamás les fue un obstáculo. Es decir, una infinidad de aparejos que se han ido imponiendo al margen de las ojerizas de los estados, los que siempre los tuvieron como ponzoñosos enemigos por el mero hecho de que nacieron, vivieron y se expandieron al margen de su control.

Al respecto, si en los últimos doscientos años se ha visto una explosión de tales mecanismos de capitalización y desplazamientos de riquezas ello se debe principalmente al proceso inaugurado por la Revolución Industrial a fines del siglo XVIII y extendido a lo largo del tiempo gracias a la acelerada mejora en las comunicaciones. Desde entonces el mundo se integra a un ritmo nunca antes conocido, siendo que éste concierto de dispersos aprestos y medidas sólo ha sabido de limitaciones por ocurrencias ajenas, por decisiones exclusivamente políticas, nunca por su propia causa. Concretamente, ninguna autoridad legal ha edificado ni mucho menos extendido dichos instrumentos financieros. Su éxito, sobrevivencia y masificación ocurre porque los agentes económicos han logrado inventar sus propias salvaguardas y seguridades. Y si desde entonces se han multiplicado y hecho más precisos y manejables es porque existe un auténtico consenso en los mercados de que son realmente importantes y valiosos.[10]

A la inversa, gracias a la ausencia de tutelajes y reglamentos se activaron, persistieron e imperaron. Ese universo de situaciones que nace del mero tráfico comercial, el que sin mayores imposiciones ni directivas va creando sus propios mecanismos de dinamización y certidumbres. Es el silencioso y aparentemente invisible ámbito de la confianza (trust) que edita sus propias reglas. Y ello sin mirar más allá de su variopinto hábitat. Activos que viajan sin más celador que el propio pathos del mercado y los mecanismos que este funda sin necesidad de centralización ni registros estandarizados, pues tiene sus propias maneras de advertir “toxicidades”.[11]

Así pues, Hernando de Soto se hace eco del clamor por un esquema apolíneo, predecible. Exactamente lo que siempre ha buscado exhibir cada uno de los adversarios del capitalismo, pues consideran que el principal defecto (y característica) de éste es su hechura anárquica e inasible. El de “capitalistas-buitres”, que él mismo invoca como propiciadores del «colapso del propio sistema que ha generado la mayor prosperidad en la historia y el consiguiente pandemonio».[12]

¿Entiende que en el auténtico laissez-faire únicamente juegan los buenos? Parece que sí, pues nos habla de una desarmonía animada por quienes solicitan irresponsablemente que se “deje actuar al mercado”, lo que, a su entender, no es más que dejar actuar a la economía informal. Ahí donde reinan los mentados «capitalistas-buitres, que devoran a los productores con buenos puntajes crediticios pero ningún crédito».[13]

Por lo que vemos, para De Soto, como para el resto de los detractores del librecambio, resulta por demás incomprensible pensar en una convivencia medianamente sana y viable bajo los cánones puramente consensuales. No lo ve posible. Juzga que la sola interrelación entre individuos no es capaz de fundar concierto social alguno. Todo lo contrario, asume un sustrato antisocial y perverso en el trato entre particulares. Léase, como una jungla que se configura altamente salvaje y perversa si es que no entra a tallar algún soberano y su corte, esos abogados y tecnócratas brillantes a la hora de identificar papeles tóxicos. Ese funcionario especializado que acompañó al Estado absolutista desde su génesis en el siglo XVI. Una visión que rechaza todo amago de independencia, de existencia no preestablecida ni parametrada. Precisamente lo que viene a ser el Estado al imponer su legislación al universo de voluntades. El que domestica al caos de los mercados y al de la propia globalización, los que no saben de sistemas abiertos sin ésta guía y guardián. Aquella “membrana” que nos separa de la anarquía de la mundialización.

Tal es la terminología y el discurso al que se afilia De Soto inmediatamente después del “revolucionario” El Otro Sendero. Atrás quedan las apuestas libertarias y los asomos anarco-capitalistas. Se le dice adiós a lo mejor de su propuesta. La sociedad deja de ser un sempiterno proceso para pasar a convertirse en una estructura estanca, sin vida propia. Por lo mismo, moldeable. Susceptible de “meterle mano”, de hacerla perfecta. Así es como no volverá a insistir en soluciones de mercado, donde las personas comunes y corrientes tenían la invención de los remedios a sus propios males e infortunios. Se suspende toda postura optimista. Nunca más se expondrán alternativas no estatales a problemas públicos. El Estado vuelve a ser el exclusivo dueño de lo público. En suma, el núcleo doctrinal de su primera apuesta contra el estatismo y la izquierda latinoamericana se arrumba, se guarda en el desván.

Los políticos y el poder reaparecen en escena. Adquieren brío y protagonismo. De actores más que secundarios (pues los tenía como unos completos estorbos), pasan a erigirse en las rutilantes estrellas. Nada es realmente agible sin su presencia. Más que los constructores, son los mismos cimientos de las realidades que dirigen, que gobiernan. Las plataformas que sostienen a las inmensas mayorías, esas gentes que, por más estupendas iniciativas que exhiban, no les serán suficientes sin el auxilio estatal.[14]

Son otros tiempos. Hoy Hernando de Soto prefiere caminar por una senda completamente diferente a la originalmente trazada. En sí los cambios de rumbo no son ningún problema, el problema se da cuando quien abandona su inicial sendero proclama a diestra y siniestra que continúa andando por la vía primitivamente asumida. Curioso, ese viraje acontece en el momento en el que su acercamiento al poder se hizo efectivo (a fines de los ochenta, en el primer régimen de Alan García e inicios del mandato de Alberto Fujimori en los 90), pasando por un frustrado intento de una candidatura presidencial (en el 2001).

Imposible no dejar de evocar a Max Weber y recordar la naturaleza inconciliablemente disímil entre el intelectual y el político. Dos mundos opuestos, antagónicos. Ese abismo que diferencia al que hace del poder su norte y al que se mueve fuera de esas apetencias. ¿No era ese el discurso inserto en el mascarón de proa de El Otro Sendero? Aquellos días cuando exhibía una concepción dinámica de la sociedad, sopesando a los elementos que la integran en eterna competencia. Período en el que, sin esfuerzo ni empacho, hubiera suscrito y rubricado las caras palabras de la Instrucción de San Esteban a su hijo San Emeric (circa 1007-1031): «débil y frágil es el reino que tiene una sola lengua y costumbre».[15]

Eso ayer, en su momento de estreno, pues el de ahora nos dice, sin el más mínimo rubor, que «La historia del capitalismo occidental en realidad narra cómo los gobiernos, durante cientos de años, fueron adaptando el “derecho del pueblo” a reglamentos y códigos uniformes».[16] ¿Y dónde quedó la libre concurrencia, el sólido y predecible orden espontáneo que de ella surge? Nones. Según el “novísimo” De Soto, en ese ámbito el laissez-faire no entra a tallar. ¿Por disociador? ¿No que el derecho era un producto social que hasta los perros lo podían aprehender? Esos perros indonesios que, sin grado de doctor ni título alguno, estaban en condiciones de «saber cuáles eran los activos de sus amos».[17]

Sabios canes. El aspirante a Premio Nobel acelera su razonamiento para, en el acto, aconsejar a los miembros del gabinete indonesio que si quieren apostar de una vez por todas por el “primer mundo” deben empezar por escuchar los ladridos de aquéllos cuadrúpedos. Inmediatamente uno de los atentos ministros “capta” la idea. Como cual Melampo, que poseía el don de comunicarse con los animales, el mencionado funcionario de Yakarta expresó, para beneplácito de don Hernando: Ah, Jukum Adat, el derecho del pueblo.

Desconcertante manera de presentar una institución tan relevante. Ello si partimos desde el llano, el piso desde donde todos nos vemos como iguales. Los clamores por la isonomía (primigenia invocación del rule of law) del remoto príncipe Otanes (narrados por Heródoto), donde la personal autonomía exige que el poder se distancie, que no le haga sombra. Lo le pedía Diógenes a Alejandro Magno, que se aparte. Exactamente esa sombra que se le quiere endilgar a las comunidades amazónicas, las mismas sombras que los demás mortales tenemos por obra y gracia del derecho estatal.[18]

Qué manera de volver improductiva la sangre derramada. De desaprovechar el amazónico anhelo por valerse por sí mismo, de rendirlo, de someterlo. Sin demagogias rousseaunianas, de paralizar la congénita repulsa que éstos seres aún conservan contra el Leviathan. Como no por casualidad sentenciaba Nietzsche: «Donde todavía hay pueblo, éste no comprende al Estado y lo odia, considerándolo mal de ojo y pecado contra las costumbres y los derechos.»[19]

En suma, lo que se propone es sedar hasta su inanidad los afectos e ímpetus desde donde brotan aquellas infinidades de artefactos y remedios que tornan más predecible y cierto el discurrir con nuestros semejantes. Obras sin dueño, silenciosas e innominadas, pero existentes. Altamente eficientes en su misión, garantizadas, probadas. De otra forma su presencia no hubiera trascendido. Jamás hubiera visto la luz, no sabríamos de ellas. Valiosos instrumentos que allanan el áspero y agreste camino de la humana convivencia. Esclarecedoras herramientas de comunicación que la humana inventiva exhuma y perfecciona para hacer más amplios y seguros sus movimientos. Un universo de bártulos que suelen ser tan prácticos como frágiles en la cotidianidad, pues su hábitat no es el de la imposición, sino el del consenso.

Un esquema nunca forjado por ningún genio o iluminado que se eleva por sobre las cabezas de los demás, sino por una generalidad de mortales que van descartando soluciones a los más pedestres males y obstáculos. Un concierto que se resiente grandemente si es que, por un deliberado interés, se le imponen imperativos nacidos allende sus fronteras. Como toda obra abierta, un devenir que se nutre de cada uno de los “ruidos” que la diseñan y le obsequian su forma, sin dejar de ser por ello un inmenso campo de posibilidades.[20] Una flor delicada. La que se espanta o fenece ante el mero asomo de una mano ajena. Sino repasemos los numerosos ejemplos de justicia privada que la historia regala y que fueron extirpados de las diversas memorias. Por lo pronto, el ya citado Robert Graves recrea una de sus novelas con uno éstos recuerdos ahora sólo disponibles para curiosos y eruditos:

Un guerrero huno ridiculiza a otros dos camaradas de su tribu por desentonar en una balada. Ante la afrenta, ambos ofendidos proceden con desproporción y lo matan. Por este crimen, el general bizantino Belisario ordena una corte marcial para los asesinos. Los acusados aceptan su culpa, están dispuestos a pagar con dinero su daño. Así lo manifiestan, es parte de su tradición indemnizar a los familiares del fallecido. Mas el militar del Imperio Romano de Oriente se opuso, indagando entre los hunos cuál era la muerte más ignominiosa que uno de los suyos podría recibir. El empalamiento, le indicaron. Así se hizo. Los ejecutaron de esta guisa en una colina, en Abidos, en el Helesponto. Los periféricos hunos tuvieron que conformarse. Belisario y el Emperador no tolerarían una justicia diferente a la suya. ¿Qué habrán pensado los deudos? ¿Habrán elogiado el nivel de civilización de la ya decadente Roma?[21]

Fiat iustitia, pereat mundus, hágase justicia, aunque perezca el mundo. Justamente lo que posturas como las del vigente Hernando de Soto propician. Ello a pesar de proclamar de que el derecho es un consenso social y no el producto de las élites jurídicas desfasadas.[22] Una pregunta perversa: ¿Y si esas élites jurídicas no estuvieran tan desfasadas?

Poca claridad, el autor de El Misterio del Capital juega a colocarse como partidario de una juridicidad surgida del “pueblo” cuando a la vez refunfuña de la heterogeneidad de alternativas “legales” que la variopinta y práctica multitud sabe ofrecerse para sortear los inconvenientes de su día a día. Realza el lado anecdótico y folklórico, pretendiendo erigirse como preclaro descubridor de un common law tercermundista que se oculta debajo de los enceguecedores escombros que la miseria sabe dejar. Empero, no colige que el derecho consuetudinario que invoca es parte de una vieja acumulación de situaciones que los anglosajones han ido remediando según su idiosincrasia y cultura. Es decir, según sus valores, valores labrados desde un particular sentir. Axiomas sociales emanados de un pueblo que desde antaño se basó en su arraigado individualismo, el mismo que asimiló un derecho romano de talante republicano antes que imperial. Un derecho adscrito a cánones patrimonialistas, el que sumado al ancestral individualismo anglosajón, formó una singular pero no arbitraria ni antojadiza legalidad.

Como se ve, aquí no hay por ninguna parte salida política alguna. En el esquema original del common law la corona sólo entró a tallar para desnaturalizarlo. Por afanes regios, dejó de ser “común” para pasar a ser “estatal”. La real politik gubernamental siempre es desfiguradora por propio interés, que no es el de la generalidad, sino el de una pequeña fracción del todo. Así pues, las distancias entre el law declaring y el law making son abismales. No hay manera de juntarlos sin que se estropee la esencia no deliberada del primero.

El antiguo derecho romano de la República se basaba en ese soporte. Era una juridicidad nacida de una interpretación patrimonial de los hechos, donde la noción de propiedad se alzaba como pilar fundamental. Ahí donde la heredad, el lar, tenía un sustrato sobre todo sagrado. Por ello ley y religión eran indesligables. Imposible separarlas. La escurridiza “realidad” se medía desde ese catalejo. Los pretores señalaban sus decisiones y pareceres a partir de tales estribos. Cierto, no conocían más impetración que la del ius. Ninguna autoridad fuera de ésta “divina” petición los determinaba. Tal es como se forjaron los cimientos de una civilización de la que a pesar de las distancias y traiciones somos directos tributarios. Un magno invento que desde su simiente activó todo un orden que durante siglos supo brindar a sus ciudadanos un elevado nivel de vida hasta su colapso, no por agotamiento, sino por destrucción.[23]

¿Quién lo hizo? ¿Quién mutiló dicha legalidad? ¿Lo sospechan? Ahora, ¿realmente se puede asumir que aquellas prescripciones que nacen del poder político tienen algo que ver con el derecho? Roma, donde se concibe este fabuloso artefacto, no lo entendió de esa forma sino hasta cuando el asentamiento del Imperio. Su decadencia ocurre cuando la política se impone a la res publica y la domina por doquier, falsificando autonomías, interviniendo mercados.

Aquí es donde surge la creencia de que la ley es hechura del Estado, del rex. Justiniano y su cuerpo de “leyes” perennizaría esa errónea convicción. Palmario inspirador del absolutismo que hasta el presente impera. Desde donde se deduce que todo lo que se crea fuera de los marcos estatales es cualquier ocurrencia menos derecho. Parafraseando a Aristóteles, hechura de dios o de bestia, pero no del legislador.

Insistir en este yerro es la “novedad” que presenta Hernando de Soto. Obviamente la aplaudida hazaña de 1986 no va más. Sólo la empleará como salida retórica, ya no desde una óptica sincera. De esta suerte, lo que pudo convertirse en un punto de partida para intentar combatir el desesperanzador pánico de Max Weber ante un sistema económico, a su entender, ausente del amparo de moral y de religión, terminó siendo una total abjuración de los principios abiertamente libertarios que expuso en su primer libro.

Mayúsculo despiste. Había logrado desarmar exitosamente las fracasadas pretensiones dirigistas en el plano político y económico del Tercer Mundo, interpretando la migración del campo a la ciudad y el asentamiento de gruesos conglomerados de informales en la capital peruana como una irreversible revolución capitalista. Una visión altamente exportable. Las naciones pobres del orbe podían conmoverse y embriagarse de optimismo. Efectivamente, era el “otro sendero”, una pacífica y civilizada alternativa a la sanguinaria trocha que las huestes maoístas de Abimael Guzmán venían abriendo a dinamitazos y coches-bomba con el tristemente afamado y letal Sendero Luminoso.

Para la añoranza. Innegablemente, muy bien podría colocarse en boca del líder del ILD estas palabras: fue ayer y no me acuerdo. Lo único que subsiste es su reivindicación por los pobres, ahora personalizados en los nativos amazónicos. Sigue viéndolos como una solución antes que como un problema, pero con la diferencia de que ya no están en condiciones de andar por sí mismos, fundando privativas normativas. Eso quedó en el olvido. Ellos sin la legalidad de los políticos no son nada. Un verticalismo del que De Soto tampoco puede prescindir, lo necesita imperiosamente para vivir. Al fin y al cabo ni él ni el ILD respiran por sí mismos.


[1] Vid. Paul Laurent, El misterio de un liberal. El extraviado sendero de Hernando de Soto,Nomos & Thesis/IDP/Ácrata, Lima, 2009, 138pp.

[2] Hernando de Soto, «La Amazonía no es Avatar», en http://www.ild.org.pe/es/nativos/la-amazonia-no-es-avatar, Lima, Sábado 05 de Junio de 2010, p. 3.

[3] Hernando de Soto, «Obama la está captando: la recesión tiene un origen legal, no financiera», en El Comercio, Lima, Martes 3 de Marzo del 2009, p. b2.

[4] Hernando de Soto, «La Amazonía no es Avatar», en op. cit, pp.5-6

[5] Cfr. Jesús Huerta de Soto, La Escuela Austríaca. Mercado y creatividad empresarial, Síntesis, Madrid, 2000, pp. 60-61.

[6] Hernando de Soto, «Obama la está captando: la recesión tiene un origen legal, no financiera», en op. cit.

[7] Cfr. Id.

[8] Hernando de Soto, «La arquitectura oculta del capitalismo», publicado originalmente en Time y AOLA el 16 de abril de 2001. Extraída de www.elcato.org/…/arquitecturacapitalismo.html.

[9] Cfr. Hernando de Soto, «Obama la está captando: la recesión tiene un origen legal, no financiera», en op. cit.

[10] Cfr. Hernando de Soto, «Los activos tóxicos eran activos invisibles. No podemos permitirnos que las economías en las sombras se hagan tan grandes», en http://online.wsj.com/article/NA_WSJ_PUB:SB123801557038141237.html (18 de mayo de 2009).

[11] Id.

[12] Hernando de Soto, «Obama la está captando: la recesión tiene un origen legal, no financiera», en op. cit.

[13] Id.

[14] Cfr. Hernando de Soto, «La Amazonía no es Avatar», en op. cit.

[15] Cit. por Christopher Dawson, La religión y el origen de la cultura occidental, Sudamericana, Buenos Aires, 1953, p. 137.

[16] Hernando de Soto, «La arquitectura oculta del capitalismo», en op. cit.

[17] Id.

[18] Al amanecer del día 05 de junio del 2009, fuerzas del orden peruanas y miembros de la etnia awajún se enfrentan violentamente. Más de treinta muertos, 24 de ellos policías. El poblado de Bagua fue testigo de una nueva matanza en la selva, esta vez por parte de los nativos contra agentes del Estado. Actuaron violentamente porque temían (y temen) que la implementación del Tratado de Libre Comercio con los EE.UU. ponga en riesgo sus propiedades, ricas en minerales, gas  y petróleo.

[19] Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra. Un libro para todos y para nadie, Alianza, Madrid, 1977, p. 82)

[20] Cfr. Umberto Eco, Obra abierta, Planeta-Agostini, Barcelona, 1992, pp. 216 y 218.

[21] Vid. Robert Graves, El conde Belisario, Edhasa, Barcelona, 2008, pp. 302-303.

[22] Hernando de Soto, «La arquitectura oculta del capitalismo», en op. cit.

[23] Vid. Peter Temin, «La economía del Alto Imperio Romano», en Procesos de mercado, Vol. VI, Nº 2, Madrid, Otoño 2009, pp. 265-290.

(Publicado en la revista en Laissez-Faire, Nº 33, Ciudad de Guatemala, Septiembre 2010, pp. 45-53.)

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