Paul Laurent
I
Ya únicamente la circulación de una simple moneda nos advierte de un mundo realmente próspero y pletórico en modos de existir. Infinitas maneras de ser que develan una sociabilidad tan profana y terrenal como la urbe que la sostiene. Exactamente cada una de las cualidades que bulleron a partir del descubrimiento y explotación del hierro (1200 a.C.), aquella etapa cuando el uso de piezas metálicas se masifica. El comienzo de una era de producción de utensilios directamente elaborados para cantidades y no calidades de personas. El momento cuando se deja atrás el elitista predominio del cobre y del bronce. No en vano los semidivinos reyes, los grandes guerreros y demás príncipes podían ser muchos, pero nunca tantos como el resto de los mortales. Tal es como se da inicio a otra forma de abrazar la civilización: el comercio a gran escala, el imperio de la cataláctica.
Los fenicios (los sidonios del Antiguo Testamento) serán los primeros en sustentarse en este oficio aprovechando las ventajas que el Mar Mediterráneo brinda para las comunicaciones, involucrándose en la afición de tender sobre las arenas de las playas las baratijas traídas en sus naves. Son los más remotos orígenes de los depósitos y factorías que raudamente marcarían la pauta de un modus vivendi hasta entonces desconocido. Empero los griegos los apabullarán con su capacidad creativa. Así, mientras los fenicios se limitaban a traficar artículos de pacotilla y artesanías rústicamente elaboradas con metales preciosos, los helenos hicieron gala tanto de un arte propio (evidente ejemplo de ello fue su cerámica) como de unos precios asequibles para todo público.
Este hecho trascendió enormemente. Si en Egipto y Mesopotamia tenemos la génesis de una urbe diseñada desde la teocracia (lo político), en esos dispersos y variados emporios portuarios del Mediterráneo tenemos un concierto labrado a partir del intercambio mercantil. La dinámica de los mercaderes que invitaría a unos modos de pensar sumamente directos y prácticos. Ciertamente un ámbito nada propicio para lo místico y tradicional, cualidades connaturales a las monarquías tan características de la antigüedad. Antagónicamente al sedentario cosmos de pescadores y agricultores, un pathos sin mayor apego al suelo ni bajo ningún otro rigor o disciplina que el que le exigen sus clientes (mayoritariamente extranjeros, o “bárbaros”) en el mercado.
Quizá por ello Creta (alrededor del 3000 al 1200 a.C.) nunca supo de faraónicos portentos a pesar de la impronta del legendario Minos. Y ello porque las aguas del mar se imponen. Sino demos un vistazo a los palacios minoicos que muy al margen de sus evocaciones sumerias también fungían sin enfado como factorías y almacenes de sus príncipes-comerciantes. Un detalle impensable en las culturas de Egipto, Mesopotamia y de la India donde la riqueza real era sobradamente abrumadora en comparación a la que podía acumular el más afortunado e industrioso de sus súbditos.
II
Un dato a tener en cuenta: la geografía griega no estaba próxima a ningún valle como los que formaban los ríos Nilo, Éufrates y Tigris e Indo. Todo lo contrario, el panorama que tenían ante sí era asaz pobre y montañoso. Así es como la escasez de tierras y el crecimiento demográfico los conminó a mirar con otros ojos al Egeo, dejando de lado el colectivismo agrario que los invasores dorios impusieron desde su arribo en los siglos XII y XIII a.C. Innegablemente ello tuvo que provocar la evidente preocupación de los viejos monarcas. Los puertos se abarrotaban de extrañas gentes, lenguas, usos e ideas. La confluencia de riquezas al margen de su corte. La aparición de “reyes” sin corona. Prósperos tenderos que con su sola presencia invertían lo imperante.
El temor a las revueltas e intentonas subversivas fue palmario. Por eso es que en el siglo X a.C. vieron como alternativa el estimular la fundación de colonias permanentes fuera de sus jurisdicciones. Inmediatamente (acaso siguiendo la estela de las prehistóricas invasiones germánicas) el primer lugar elegido fue el Asia Menor. Luego se posarían alrededor del Mar Negro (Tracia y Macedonia), Europa Occidental (Sicilia Oriental, Campania y Marsella) y África del Norte (Cirenaica).[1] Siguiendo la estela dejada por cretenses y fenicios, con esta inaugural migración los griegos darían inicio a un nuevo orden que alcanzaría la cima con Roma. Es el comienzo de una helenización que llegaría a extender su manto desde el Indo a las Islas Británicas.
Tengamos presente que las colonias griegas no estaban obligadas a rendir cuentas ni remitir tributos a sus ciudades madres. Este detalle es relevante en la medida de que con ese proceder (análogo al de los fenicios y al de los etruscos) se marcan diferencias con los reinos teocráticos orientales, los que sí imponían tributos y dependencia política a sus estrenadas provincias. Sin estas trabas imperialistas ya para los siglos VII y VI a.C. la región que tres centurias atrás fue poblada por emigrantes procedentes del Ática comenzaba a brindar sus frutos. La Jonia supo de un mayúsculo crecimiento artesanal y mercantil. Éfeso, Clazómenas, Eritras, Colofón, Focea y Mileto fueron de las más célebres de sus ciudades. Un conjunto de urbes que llegaron a confederarse pero sin perder su autonomía, y que a pesar de siglos de vicisitudes (guerra contra Lidia y Persia, tutelaje ateniense y luego macedónico e imperialismo romano y bizantino) aún supo florecer hasta el siglo XV de nuestra era.
Sin casualidades de por medio, será este generoso paraje de la costa oeste del Asia Menor el que le brinde a la humanidad las bases de la ciencia y la filosofía. Una apuesta intelectual nacida en Mileto de la mano de Tales (uno de los siete sabios de Grecia, dicen que era medio fenicio y que estudió geometría en Egipto), por entonces el centro comercial más importante de toda Grecia. Indudablemente la causa real de su acusado individualismo, el mismo que proliferó en cada una de las ciudades jonias como la directa resultante de un paulatino proceso de (auto)descubrimiento y sociabilidad que el fragor del intercambio propició desde los prehistóricos días. El develamiento de un ego que se manifestó primitivamente entre los chamanes, reyes y guerreros de la Edad de Piedra y que ahora generosamente se extendía por todos los estamentos. Esa singularísima “alma” que una vez instalada en los pechos de viajantes y especuladores fundarían todo un universo de códigos y símbolos que se irán afinando al compás de la plataforma que los produce: el librecambio.[2]
Rápidamente la dependencia del tráfico ultramarino tornó al Ática dependiente tanto de artículos simples como lujosos, así como de comestibles como los cereales. Estos últimos también eran producidos en sus suelos, pero la población iba en aumento y la extensión agrícola no bastaba. Se estima que para el siglo V a.C. el monto de alimentos importados con las ganancias de las manufacturas exportadas era cuatro veces mayor que el de la cosecha doméstica. Si Grecia se hubiese aferrado a consumir los bienes que brotaban de su propio terruño jamás hubiese conocido la prosperidad, tanto así que los orgullos nacionales como el olivo y la vid carecerían de trascendencia: nadie hubiese sabido de ellos.
Puntualmente lo que nunca sobrevino tierra a dentro. Allí la acumulación de riqueza y la explosión demográfica apuntaló una sofisticada y férrea burocracia mágico-religiosa. Originalmente el derrotero que tuvo la ciudad mesopotámica no fue muy distinto a la urbe talasocrática, pues también en ella el intercambio (de mercancías y de gentes, aunque sea a la fuerza) fue el motor de su opulencia. No podía ser de otra manera. El sólo hecho de que una sociedad tenga la urgencia de metales (como fue al inicio con el cobre y el bronce) para la fabricación de armas y herramientas hace que le ponga punto final a toda vocación de autosuficiencia, apostando por el comercio para la satisfacción de sus necesidades. Lo que nos advierte de la presencia de sujetos involucrados en faenas distintas al de la mera subsistencia, que es lo que definió al neolítico. Es el paso de la prehistoria a la historia; es decir, estamos ante la muerte de lo “desconocido”.
Así pues, junto con los magos y chamanes, los mineros de los centros de la revolución neolítica como Egipto y Mesopotamia se involucrarán en una elite nigromántica capaz de lanzar “efectivos” conjuros contra los imponderables de un entorno poco generoso. Aquellas rogaciones (con dádivas y sacrificios de por medio) a lo sobrenatural que la simbología teocrática fue afinando en su progresivo discurrir hacia lo imponente y fastuoso. El factor coaligante que los empujó a vencer la escasez de lluvias y la aridez de los campos, construyendo muros de ladrillo a lo largo de las riberas de los ríos, canales de irrigación y embalses de las aguas para distribuirla en los períodos de sequía. Comprobadamente, un complejo de canales también utilizados para la navegación que el desierto les negaba. En suma, todo un sistema de ingeniería que —según los viajeros griegos— producía hasta el trescientos por uno del grano que se sembraba y que hoy en día se encuentra destruido. Innegable portento que ¿rápidamente? fue absorbiendo el genésico urbanismo. Tal fue la tarea de una cosmogónica burocracia que con su celo místico y palaciega contundencia fue erigiendo las primeras apuestas estatales.[3]
Si hay quienes juzgan que con el establecimiento de una autoridad central capaz de forzar a la gente se funda el derecho, entonces tenemos a los mesopotámicos y sus generaciones de esclavos (como a los mismo egipcios) como los inventores de esta ciencia. ¿Cuestión de ópticas? El boato oriental habrá de trascender. Cruzará fronteras y épocas. El inaugural predominio del poder político. La hegemonía de aquella “sombra” (Alejandro, el discípulo de Aristóteles) que el tardío Diógenes (circa 412-323 a.C.) exigiría que se le apartara.
III
Curioso, Diógenes era hijo y alegre colaborador de un banquero de Sínope (en el mar Negro) aficionado a la falsificación de monedas; estafa que ni bien se develó lo hizo huir a Atenas. Sintomáticamente, he aquí un tipo de personaje y actitudes que van más allá de una particular filosofía (el cinismo). Sin empachos, una forma de ser cultivada desde los aún hoy —según sus críticos— afrentosos mercados. Aquel pathos que hizo que la generalidad de comerciantes se opusieran a las monarquías. Ese desdén tan natural que los ricos albergan sin ningún esfuerzo contra la política y el gobierno. Y ello porque su olfato de mercader les recuerda que todo tiene un precio, que poco es lo que se resiste al dinero, su dinero. Así pues, ¿para qué depender de reyes y de príncipes si la vida es mejor y más placentera sin ellos? Quizás aquí esté el origen de la poca simpatía que los propiamente griegos le tenían al hijo de Filipo. Ya para esos días la sensibilidad del demos iba en directa correspondencia con la riqueza acumulada, siendo que un personaje como Alejandro los hería doblemente: por su oriundez macedónica (casi un “bárbaro”) y porque los devolvía a los tiempos de los tiranos, ese otro aporte de las colonias.
Auscultemos, la palabra tyrannos no es griega. ¿Provendrá del turannos lidio (pueblo de matriz hitita)? A lo mejor. Euforión nos noticia que el primer tirano fue el monarca lidio Giges (siglo VII a.C.), justamente el mismo que entre los griegos es tenido como el primero que acuñó moneda.[4] Claro, el primero a nivel centralizado y oficial (estatal), pues desde tiempo atrás los banqueros y mercaderes establecidos en el litoral de la Jonia meridional emitían estos valores a título individual. Obviamente las urgencias por facilitar el tráfico mercantil los llevaron a aprovechar de manera ingeniosa el producto más preciado de las tierras situada en los valles de los ríos Hermo y Caístro: sus ricos yacimientos de oro y plata. De ahí saldrán los pequeños lingotes que fungirían de monedas que en sus comienzos sólo fuero útiles para las grandes transacciones, pues no hacía mucho que el patrón de cambio aceptado era el buey, a lo mucho equiparado a una específica cantidad de oro (el talento), o empleándose utensilios de bronce (calderas, trípodes o hachas) para proceder al trueque.
Una mezcla explosiva. La tiranía es una institución que invoca tanto al déspota como al benefactor, el preclaro protector de los débiles. Precisamente de lo que se ufanaban los semidivinos faraones egipcios, los reyes babilónicos, hititas y asirios. Los paladines de la planificación económica y del controlismo de la Edad del Bronce como el legendario Hammurabi (siglo XVIII a.C.). De esta suerte, mientras las viejas ciudades gobernadas por tan soberbios monarcas buscaban infructuosamente perennizarse, las señaladas colonias griegas daban inicio a unas formas de vida en sociedad y de gobierno radicalmente opuestas a las estructuras teocráticas-estatales. Pero no sin abandonar completamente el verticalismo de estas. Desde entonces tal es como el afán de lucro se erigirá en un motor lo suficientemente poderoso como para socavar los cimientos de lo hasta esa hora conocido.
Lo político es desmitificado. Emerge toda una variedad de tenderos y traficantes que se gobiernan desde sus propias reglas. El morar en tierras “nuevas” (ausentes de costumbres y sin manes a quienes adorar), junto con la inevitable convivencia con los naturales de la zona y con otras etnias y habitantes tuvo que estimularlos a plantearse una normatividad deliberada. Léase: hecha a su medida. Así es como en Locroi un esclavo y pastor llamado Zaleuco se inspira en Atenea y en la ya célebre Ley del Talión para redactar lo que quizás sea la legislación civil más antigua de Europa. Igualmente en Catania el campesino Carondas hace análogo alarde de primitivismo jurídico. No olvidemos que son los días cuando el ciudadano más estimado era el más hábil, no el más rico ni el más noble. Bajo estos patrones, por más que el líder de una expedición colonizadora alcanzara mayúscula gloria y respeto, no se les ceñía ninguna corona. Les eran más que suficientes los honores cívicos (y hasta los sacerdotales) antes que los directamente teocráticos.
Ello es lo que acontecía fuera del Ática, mas tengamos presente que las ciudades jonias (situadas en el Asia) estaban distantes sólo dos o tres días de viaje. El inmediato impacto de tal proximidad no se dejaría esperar. La “racionalidad” a la que estaba sujeta Jonia en virtud de su vida mercantil llegó a las diversas metrópolis. En el acto se empezó a advertir el anacronismo en el que reposaban las monarquías, aconteciendo que en su interior había quienes comenzaban a cavilar la idea de convertir a los magistrados en sus directos agentes o simplemente tomar de una vez por todas las riendas del gobierno. ¿Qué lo impedía? Así es como se comenzó a taladrar los cimientos del basileus, el hombre hecho rey por derecho de sangre. Eso es lo que fueron los tiranos, unos directos agentes (casi siempre aristócratas) de estos novísimos potentados.
IV
A mediados del siglo VIII a.C. las colonias antaño promovidas por los reyes comenzaron a causarles inconvenientes a sus metrópolis. Un siglo después la mitad de las monarquías griegas habían desaparecido. En la mitad restante (exceptuando a Esparta, viejo reducto dórico que a lo mucho se convirtió en diarquía[5]) los soberanos pasan a ser simples magistrados, o en el mejor de los casos se encargarán de dirigir los sacros ritos religiosos. Y ello porque como pontífices lograban mayor respeto y relevancia que como reyes. Un estupendo y muy cómodo premio consuelo (bajo estos atavíos los encontrarán los legionarios romanos). Notoriamente un proceso de extinción de monarquías que tuvo que ser relativamente pacífico, pues no hay recuerdo de mayores convulsiones (como sí es que ocurrió en el caso del fin de las tiranías). Como reflejo de ello en Atenas la aristocracia nobiliaria pasa a tomar las riendas de la ciudad-estado. Ahí el Areópago (consejo de nobles ancianos) impera de la mano de los magistrados que designa. Evidente intento de frenar las consecuencias que lo mercantil propiciaba en un orden social hasta hace poco netamente agrario. Sin embargo el descontento (falta de representatividad) de las nuevas mayorías y de la propia elite se agravaba. La dictadura de Cilón (632 a.C.) y la rigurosa normatividad de Dracón (621 a.C.) buscaron ponerle fin a esta situación, pero lo único que lograron fue agravarla.
La primera aproximación a un radical punto de inflexión vendrá con la elección de Solón como arconte (594 a.C.). Este no sólo se quedó en la reforma política (instituyó un consejo o Bulé, una asamblea popular o Ekklesia y tribunales de justicia), sino que se aproximó hacia aquellos campos que los anteriores reformadores obviaron desde sus tradicionales sesgos aristocráticos: el comercio, actividad que en lo personal le permitió recuperar en algo la fortuna que su noble (eupátrida) padre disipó por su propensión filantrópica.
Ya desde un par de siglos atrás el trabajo había dejado de ser una vergüenza. Tal es como Solón impulsó la actividad mercantil, reformó la acuñación de moneda y propició la llegada de negociantes extranjeros a la ciudad. Más ello no bastó. El éxito de sus reformas fue parcial, la estructura tribal de la polis no se afectaría real y definitivamente sino hasta cuando el alcmeónida Clístenes (en el 509 a.C.) derrote a Hipias e instale ese lujo que sólo los pueblos que han acumulado riqueza pueden darse: la democracia.[6]
Esta falencia institucional sería aprovechada sobremanera por las modas venidas de Jonia. Así es, la tiranía asomaba como inevitable. Igual como en las colonias, en Atenas la estrenada plutocracia quería todo ese poder que las febles innovaciones de Solón les permitía alcanzar. Ellas le supieron allanar el camino para sus pretensiones, por ello es que en el año 561 a.C. Pisístrato (que antes de saltar a la palestra había hecho de artista, militar, agricultor y empresario minero) instaura con suma sencillez la tiranía. Los soportes político-agrarios sucumben. Lo mercantil se impone. A partir de entonces las reuniones del Bulé se celebran en el Ágora (plaza del mercado), dándose inicio a la época más floreciente de Atenas. La inversión en obras públicas es enorme. Una mezcla de populismo y necesidades urbanísticas. El arte y la arquitectura edifican túneles y acueductos. Surgen los grandes proyectos de ingeniería, incluso hubo algún intento de abrir un canal para comunicar el Mar Jónico con el Egeo. Se reemplaza la madera y el ladrillo por la piedra y el mármol, con los cuales el mismo Pisístrato edifica un nuevo templo en honor a Atenea en la Acrópolis. Los juegos y espectáculos adquieren un boato hasta antes no imaginado. Dionisio goza del mayor de los afectos. Con él el ditirambo y la tragedia dominan la escena. Hipias e Hiparco continuarán la vocación de su padre, el más grande bibliómano de su centuria.
Las familias de tiranos no serían poco comunes. En la dórica Corinto (cerca de Argos, según Heródoto ciudad natal de la tiranía griega) otro clan familiar disfrutaba del mando. Allí se tuvo a Cispelo, un soldado hecho comerciante que legaría su tiranía a su vástago Periandro (uno de los más crueles gobernantes de la antigüedad y otro de los siete sabios griegos). Un proceder primitivo (el nepotismo) pero válido ante la carencia de instituciones capaces de proporcionar una estabilidad que sólo la fenecida monarquía había resuelto desde su ligazón con los arcanos.
V
Es indudable que los griegos conocieron e inventaron muchas cosas, pero el descubrimiento de la legalidad fundada en la libertad y en la propiedad individual no fue obra suya, y caro que les costó. Este magno aporte sería hechura de sus futuros conquistadores, los romanos. Una legalidad directamente acorde a ese librecambismo que emana como alternativa al belicismo de la antigüedad (el robo y la rapiña como medio de enriquecimiento).[7] Aquello que nos informa que la aprensión hacia el capitalismo tiene su fuerte en una tradición no sólo marcadamente antieconómica, sino también antijurídica. Precisamente esos dos flancos que los estados-imperio de la antigüedad soslayaron desde su guerrero despotismo. El imposible de edificar civilizaciones estables y pacíficas que el comercio demanda para existir y dar lo mejor de sí. Puntualmente un bagaje militarista que los antiguos griegos no esquivaron. Una debilidad que en su caso no pasaba por la atomizada presencia de múltiples ciudades-estados independientes, sino por el prehistórico afán conflictivo de varias de estas urbes que poco a poco los iría descapitalizando y desangrando.
¿Vocación suicida o la herencia de pugnas entre clanes y etnias que el rex-sacerdos necesitaba para empoderarse en tiempos primitivos? ¿Tiene esto algo que ver con la noción de que la comunidad (la patria) estaba por sobre los hombres como lo proclama en antiplatónico Aristóteles?
Sea como sea es evidente que aún el individuo no tiene mayor peso. Por esos días ningún particular tiene relevancia. Si ha de acogerse algún aporte o novedad (técnica, institucional, religiosa o cultural) entonces ella deberá ir en consonancia a lo existente. Esa es la regla de oro en la evolución de las sociedades arcaicas. Por lo mismo, cada disidencia o desbordadora inventiva ofendía por demás. Serio problema para los nómades mercaderes. Los eternos incomprendidos. La perpetua tragedia de lo extraño y forastero. Especialmente cuando ese apátrida se posa sobre el amplio espectro que lo sacro tenía en la antigüedad, siendo que en las regiones menos favorecidas por las intercomunicaciones y el comercio tales obstáculos eran más profundos. Justamente todo aquello que pudo ser suprimido por la helenización del Mediterráneo.
La aparente anarquía a la que el mar invitaba le daba vida a los negocios. Un campo ideal para desarrollarse y fructificar, empero no sin dejar de arrastrar el karma belicista que a la postre los arruinaría. Ello fue dándose paulatinamente. Si antes los hombres del campo dejaban sus tierras para irse a pelear y el impacto de su ausencia no era perceptible, llegó el día en el que la carencia de mano de obra agrícola se hizo sentir. Eso desde el lado interno, desde el punto de vista de un griego dentro de su ciudad. Desde el otro lado, desde la óptica de un hombre que padece los delirios de conquista de los helenos esa decadencia (agotamiento) es igualmente mensurable. Por ejemplo, un soldado griego del siglo VII a.C. era por líneas generales un tipo instruido, capaz de escribir su nombre en los monumentos y estatuas que adornaban las calles del país invadido. Pero para el siglo IV a.C. la calidad humana proveniente del auge mercantil comenzaba a eclipsar y el analfabetismo volvía a ganar terreno.
No por coincidencia es la época en que las demandas en favor de la abolición de las deudas y de una radical reforma agraria convulsionaron el Ática. Son los años cuando la democrática Atenas languidece entre facciosas disputas civiles y guerras con sus vecinos. Un descalabro paradójicamente frenado por un personaje que encarnaba las antípodas de lo globalizado y antipolítico: el macedónico Alejandro (356-323 a.C.). Será él (inspirado en su padre) quien le de inicio al aplacamiento de esa engañosa anomia que la libre concurrencia mediterránea había ocasionado. Exactamente ese orden que el emperador Augusto asentará definitivamente: la pax romana, esa seguridad nacida de las legiones y de sus hasta ese entonces obedientes generales.
Aquel militarismo que tumbaría a la misma Roma casi mil años después, sería el mismo factor que haría sucumbir al apogeo helénico. Mientras los tiranos jonios provenían del mundo del comercio y los que los imitaron en las metrópolis provenían o estaban ligados a la aristocracia, los que le seguirían a estos últimos en las mismas ciudades-estado en el tardío siglo IV a.C. procederían básicamente del medio castrense. Palmario, mientras unos fundaban un mundo desde su opulencia y los otros desacreditaban a su propia cuna gentilicia desde las señaladas riquezas, habrá quienes se rebelen en la hora nona contra esa plutocracia desde las armas.
Ciertamente cuando surja este fenómeno la polis estará en decadencia. Ya no se responderá a aquellos cánones pro-librecambistas que las épocas de crecimiento demanden (calma, paz, estabilidad), sino que se irá acorde con la severa crisis que arrastrará a la Hélade hasta su fin. Una crisis que fue temporalmente aliviada (con el sometimiento de África del Norte y Medio Oriente) por el mortal Alejandro. Como su admirado Aquiles, ahí estuvo su punto débil. Inmediatamente después de su deceso la unidad política y económica que sus conquistas activaron se esfumó. Ante la carencia de una espada dispuesta a cortar sublevaciones de un solo tajo volvió a reactivarse la promesa de la lucha fraticida. La solución menos grave era dividir el efímero imperio macedónico entre los caudillos, y eso fue lo que se hizo: Egipto para Ptolomeo, Frigia, Licia y Panfilia para Antígono y Babilonia para Seleuco, respectivos patriarcas de las dinastías ptoloméica, antigónida y seleúcida (Macedonia y Grecia quedaron bajo la regencia de Antípatro por minoría de edad de los hijos de Alejandro, asesinados por su ambicioso vástago Casandro).
Ya los días de las monarquías helénicas habían sido sepultados por los siglos. Los únicos modelos de ejercicio de poder que encajaban con las apetencias caudillistas de los generales alejandrinos —también los más a la mano y más espectaculares— se hallaban en los imperios conquistados, manifiestamente aquellos que exponían soportes escapados de la Edad del Bronce y que miraban a todo gobernante como un perínclito benefactor. Emerge una fascinación monárquica marcadamente populista. Desde aquí serán los reyes los que agiten las banderas de la unidad patria, del igualitarismo y del asistencialismo. En pocas palabras, las demandas en aras de ese talismán (por lo mágico) denominado “justicia social” que vino desde el despótico Oriente y que la democracia ateniense jamás pudo alcanzar.
¿El gruesos de los tiranos no alegaron idéntico ideario? Sí, es verdad. Al fin y al cabo quién de ellos podía resistirse a la posibilidad de fundar y construir ciudades y emparentarse o hasta hacerse llamar “dios”. Sobre todo si se tiene en cuenta que estos magnates macedonios juzgaban todo ello digno de sus hazañas al lado del gran Alejandro. Tal es como las nuevas, totalmente nuevas monarquías greco-macedónicas comenzaron a proceder de la misma manera que los antiguos imperios, precisamente los viejos rivales de las ciudades egeas y mediterráneas. Incluso haciéndolo desde el cargo de “sátrapas”, que fue lo que Perdicas estableció como regente imperial en el 323 a.C. Y en consecuencia procedieron.
Políticamente todos actuaron de idéntica manera. Económicamente, y a pesar de su nuevo apellido, sólo Ptolomeo Sóter (“El Salvador”) prefirió distanciarse de la planificación centralizada y regirse por lo que los mercados le proporcionaran. Únicamente así Egipto pudo ofrecerle al mundo y la posteridad una ciudad-puerto de las dimensiones mercantiles y culturales como Alejandría. Ella pasó a ser el centro del helenismo. El insensato y autodestructivo belicismo post-alejandrino no la afectó en grado sumo. Es decir, no supo de soldadescas descontentas ni campos sin cultivar que en el resto de la descuartizada Hélade parió parasitarias bandas de secuestradores esclavistas, salteadores de camino y piratas.
Para el siglo III la densidad demográfica disminuyó considerablemente. A lo complicado de la tarea agrícola y al riesgoso panorama del tráfico mercantil se le sumó el impacto del conflicto entre Roma y Cartago (las guerras púnicas) que le pusieron punto final no sólo a los fenicios, sino también al comercio mediterráneo. Esa es la forma como Roma entra en escena para los griegos, un pueblo que a partir de entonces irá desapareciendo. Ya únicamente habrían de solazarse con riquezas espirituales y recuerdos cada vez más lejanos pero no tan ajenos como el que la alocución «cataláctica» (katallattein o katallassein) nos describe, ese orden del intercambio que funda mercados haciendo de los enemigos amigos.[8] La superación de lo aldeano y/o nacional por lo global y universal. Exactamente el cosmos que se decanta desde la lógica del commercium, el del viejo anhelo de un orbe sin más fronteras que lo que brota de lo “tuyo” y lo “mío”: preclaro hábitat de la propiedad, del individuo, del derecho. Justo lo que Grecia carecía no obstante de estar tan próximo y a la mano, pero que nunca conoció porque ya lo bélico lo había llenado todo de brumas e incertidumbres.
[1]Bajo el mismo impulso los fenicios colonizaron Cartago en el África del Norte, y desde este enclave procedieron a apostarse en Sicilia Occidental, Cerdeña y las costas de Iberia en Europa Occidental.
[2] Este inaugural asomo del yo también estuvo en la lejana India. Pero no desde el logos griego que los apartaba de lo folklórico y misterioso para adentrarse en lo tangible y racional, distingo que los hindúes nunca alcanzaron porque sus himnos vedas los amarraron a la Edad del Bronce.
[3] Vid. Eric Vöegelin, Order and History, Vol. 1: Israel and Revelation, Lousiana State University, Baton Rouge, 1956, pp. 21-22.
[4] Heródoto nos dice que tal “honor” le cupo al dórico rey Fidón de Argos en la misma centuria, indicándonos el detalle que para él Fidón también fue el primer soberano en acuñar moneda. Vid. Heródoto, Los nueve libros de la historia, Libro primero, 94.
[5] Ya cuando en el siglo III a.C. Cleomenes (un “comprobado” hijo de Zeus) pugnó por restaurar la antigua monarquía la situación era radicalmente contraria al primitivo comunismo espartano que Plutarco divulgaría con eficacia: la diferencia entre pobres y ricos era abismal. Quiso emular al semimítico Licurgo y reimplantar el viejo militarismo colectivista, pero ya las condiciones no era las mismas que las de hace cuatro centurias atrás. Si antes Esparta podía vivir en la autarquía, ahora ello le era completamente imposible desde la sola presencia de interesados vecinos. Así es como el reaccionario anhelo de Cleomenes se deshizo ante las tropas del rey macedónico Antígono Dosón y del jefe político de Sicione, Arato, en el 222 a.C. Todo volvería a fojas cero hasta el intento del demagogo Nabís en el 207 a.C., a poco tiempo de distancia de que el poderoso ejército romano conquistara a Esparta.
[6] Vid. Arnold Toynbee, El experimento contemporáneo con la civilización occidental. Conferencias pronunciadas en la Universidad de McGill de Montreal, Emecé, Buenos Aires, 1964, p. 62. La solución de Clístenes fue darle a cualquier ciudadano (tal era el único requisito) ateniense la posibilidad de ser unos de los 500 miembros de la Ekklesia (hasta los nueve jueces del Aerópago eran elegidos de esa manera). Y como mecanismo para elegirlos implantó un sorteo. Así es, por medio de un sorteo se elegirán estos importantes cargos. Obviamente estábamos ante un sistema altamente optimista con relación al material humano que saldría del azar. Se entiende que había un alto concepto del hombre ateniense. Clístenes no se equivocó. Con su radicalismo democrático Atenas humilló a los persas comandados por el gran rey Darío I. Claro, no todo lo dejó al azar. Ese método dejaba de funcionar a la hora de elegir a los encargados de dirigir la guerra y hacerla efectiva: los arcontes (como Milcíades y Temístocles) y a los generales (como Cimón y Pericles).
[7] «a cualquier sitio que vayamos, si no tenemos mercado, sea tierra bárbara o griega, no por arrogancia, sino por necesidad cogemos los víveres. (…) En cambio, a los macrones, aunque eran bárbaros, dado que nos proporcionaban el mercado que podían, los considerábamos amigos y no cogíamos por la fuerza nada de lo suyo.» Jenofonte, Anábasis, Gredos, Madrid, 2000, p. 169.
[8] Cfr. Friedrich A. Hayek, Derecho, legislación y libertad. Vol. II, Universidad Francisco Marroquín, Guatemala, 1979, p. 183 y Friedrich A. Hayek, La fatal arrogancia, Obras completas, Vol. I, Centro de Estudios Públicos, Santiago de Chile, 1990, p. 181.
(Publicado en la Revista de Economía & Derecho, N° 15, Lima, Invierno 2007, pp. 45-51.)