Paul Laurent

I

Juego a imaginar a cada uno de los hombres que pretendieron auscultar la anatomía de la justicia y que en el acto repararon que la misma carecía de un corpus. ¿Qué iban a tocar? ¿Cómo diseccionar lo que no es tangible como objeto ni aprehensible como concepto? ¿Mera idea?

No, insignificante no es. Amartya Sen nos recuerda que ella es tan «inmensamente importante que ha motivado a la gente en el pasado y continuará motivando a la gente en el futuro.»[1] Empero, la pregunta que se desliza es tan inocente como relevante… ¿Motivado a qué?

¿A aspirar un mundo mejor? Por lo pronto para John Rawls la justicia era la razón de ser la sociedad, su estructura básica. A su entender, «la primera virtud de las instituciones sociales».[2] Quizá estuvo en lo cierto, no en vano le dedicó íntegramente toda su existencia.

No obstante lo expresado por estos dos célebres personajes, hasta el presente la justicia es lo que cada evocador de la misma quiere que sea. Cada contractualista (como Rawls) se la inventa desde su mejor esfuerzo. Otros menos complicados y ambiciosos (como Sen), la asumen desde su humanísima simpleza. Con todo, es evidente que para ambos (y desde ellos, para muchos), la justicia es un buen deseo, el más grande, el mayor, el más trascendente… ¿Acaso como un inescrutable desiderátum?

A lo mejor es así, pues ya en su lejana hora Aristóteles (desde la praxis, en disidencia de la quimera platónica) advertía la falta de una noción unitaria de justicia. ¿Por ello es que hasta hoy caemos en la vaguedad, en el extravío? Como si se hablara de un elemento perdido en el tiempo, de un ser que nadie ha visto jamás pero que se juzga que existe. ¿Y si existe, cómo podía ser? ¿Qué forma tendrá? ¿Acaso como un ornitorrinco? ¿Ese semiacuático animal de pico y patas de pato y cola de castor? ¿Un pájaro con cuatro patas y que pone huevos, huevos que se rompen para que salgan unas crías que irán directamente a mamar de las tetillas de la madre?

Cuando los científicos ingleses vieron un ejemplar disecado de ese espécimen gentilmente remitido por la marina británica desde las costas de Nueva Gales del Sur (Australia) en 1798, en el acto juzgaron que le estaban jugando una broma. Incluso se creyó que algún taxidermista chino lo había creado en sus ratos libres.

Obviamente, aquélla criatura no entraba en las clasificaciones zoológicas hasta entonces conocidas. Era un caso singular, de esos que suelen tener “de todo un poco”. He aquí el pretexto de Umberto Eco para señalar el drama del habla humana, nuestra tendencia a generalizar. El “no ver” el particularísimo fenómeno. En sus términos: «El lenguaje nombra oscureciendo la insoslayable evidencia de lo individual existente».[3] Y a pesar de ello, somos capaces de conocer (reconocer) lo que nunca hemos visto. Y lo podemos hacer a través de ideogramas y conceptos. Desde ellos nos aproximaremos. Desde ellos distinguiremos una liebre de un perro, un gato de un león, sin que el hecho de que nunca se halla visto ninguno de esos “bichos” constituya un serio obstáculo.

Desde tal piso es que logramos saber de un Alejandro Magno, de un Julio César o de un Napoleón a pesar de las añosas distancias. De idéntica forma es como conocemos de un Quijote, de un Hamlet o de un Oliver Twist, así como de un rombo, un triángulo o de la propia raíz cuadrada sin frenarnos por su inexistencia. Multiplicidad de símbolos que construimos para abrirnos paso, como el ciego despeja las tinieblas con su bastón o con su perro-lazarillo.

Alegorías, signos, emblemas. ¿De esos que la justicia también forma parte? Arriesgado adelantar una respuesta. Por lo pronto, más real será cualquiera de las figuras geométricas que se nos venga a la mente. A ellas, como a un ratón o a una mosca, podemos analizarlas detenidamente. Armarlas y desarmarlas, dividirlas, desentrañarlas. Están a nuestra merced, y no hay quien discuta su esencia. Forman parte del consenso. No se les cuestiona, ni se les interpreta arbitrariamente. Se les toma tal como “vienen” y “son”. ¿De análoga manera a como se acoge la idea de justicia?

¿Podemos decir lo mismo de ella? ¿O únicamente estamos limitados a repetir lo que el moribundo Virgilio de Hermann Broch profirió sobre su evocada amada, he visto solamente tu belleza, no tu vida? Ello en palabras de un bardo vienés; en boca de un niño poeta “tercermundista” (Martín Adán), la justicia muy bien puede ser unas estatuas feas en las plazas de las ciudades.

II

No cito a vates por accidente, sino deliberadamente. No por nada Walt Whitman afirmaba que sólo los poetas están plenamente dotados para ejercer de “igualadores”; en nomenclatura progresista (como la de la “nueva trova”), la voz de los que no tienen voz. No desbarraba del todo, en su romana mocedad Ovidio fungió en alguna oportunidad de iudex unicus (árbitro) antes de dedicarse al servitium amoris.

Ciertamente, la causa de esa pretensión se encuentra en que la alocución está cargada de un alto grado de subjetividad. Ese factor que deja en ridículo los cimientos de cualquier teoría del bienestar, de esas que buscan hacer felices a la gente… incluso más allá de sus voluntades, pero con su dinero. Al respecto, el imaginativo Rawls vislumbraba que «una vez alcanzadas las condiciones sociales indispensables y el nivel de satisfacción de los deseos y las necesidades materiales»,[4] dicho óptimo serviría para proceder a implementar un esquema redistributivo justo.

Pero, ¿cómo se descubre el límite de las condiciones sociales indispensables y el nivel de satisfacción de los deseos y las necesidades materiales? ¿Rawls supo de la pauta para identificarlas? Empero, y si no hay suficientes condiciones sociales indispensables saneadas, ¿entonces no procede teoría de la justicia alguna? Por lo pronto, Fernando Vallespín advierte que tanto Rawls como Habermas «comparten la confianza en poder sustentar una concepción pública de la justicia válida para las sociedades avanzadas contemporáneas.»[5]

Tal es el drama de involucrarse con rigideces de hacedor del mundo ahí donde el mundo se hace sólo. Y desde un soporte tan gaseoso e inescrutable que Perelman no tuvo reparos en calificarlo de coloración emotiva. Descriptiva denominación para una luminosa materia, hechura propia al de un saber pletórico en espiritualidad (la Geisteswissenschaften de los germanos).¿La esencia de las religiones, el objeto secreto de la fe?, ello es lo que acusaba Proudhon.[6]

¿He aquí la más tangible muestra de la muy humana propensión de evadir la más llana existencia? ¿Labase de aquella manía de quejarse a los cuatro vientos por la “ofensiva” realidad?

¿Realidad remendada por el magistratus? Sobre la labor de estos últimos el primer párrafo del Digesto (1, 1, 1) reza así: Somos dignos de ser llamados Sacerdotes de este arte: pues veneramos a la Justicia y profesamos la sabiduría de lo bueno y los justo. ¿El iudex como personificación del deber? Por su sacralidad, ¿seres inaccesible a las debilidades, a los sentimientos? ¿Sobrehumanos o inhumanos? ¿Libres incluso de las necesidades humanas de alimentación, sueño y descanso?

En su Cuatro cuartetos T. S. Eliot (otro poeta) decía que la humanidad no puede tolerar mucha realidad. Desde ese aserto, David Hume anotaba que la moralidad es más sentida que juzgada.[7] Obviamente, el éxito (y hegemonía) que el clamor por la justicia arrastra brota del directo rezago de los ancestrales miedos, esos miedos que se concentran en una sola y contundente explicación: el pánico a valernos por nosotros mismos.

Pura escatología. Como cuando invocamos a la divinidad más a la mano ante cada momento límite. La justicia responde al mismo criterio. Si la fe en el creador nos invita a juzgar como posible todo atisbo de vida más allá de la propia vida (la terrenal muerte), entonces por qué habremos de renunciar a tan fascinante gratia. Podemos ir preparando nuestras almas para ese magno día (la parusía). Una disposición que muy bien puede ser propicia tanto para la venida del mismísimo Dios de dioses como para la venida de los propios bárbaros.

Kavafis puso en verso dicha espera, la espera de los que nunca llegan (vid. Esperando a los bárbaros). Al fin y al cabo lo importante era la espera misma. Ella motivaba a la gente, alentaba sus vidas. En puridad, ese es el discurso-arenga de San Agustín. La Ciudad de Dios que demandaba era eso. Pero… ¿pretender edificar un “orden justo” no es igualarse a Dios? ¿Estamos ante el que no se conforma con lo que dijo Habacuc, justus ex fide vivit, el justo vive por la fe?

Como es comprensible, el esperar el arribo de ese instante de vita æterna (luego de un muy necesario y purificador juicio final) insoslayablemente acarrea una gama de sacrificios y desprendimientos. Desde entonces, lo que no existe comienza existir por exigencia de los que quieren que exista. Ciertamente carece de presencia, mas todo lo que vive y respira empuja su asfixiante peso y rigor. Así es como se sucumbe al universo de esa órfica súplica, la que tenderá el puente para escapar de lo dado.

Por su venia, hacer referencia a derechos y libertades sólo será válido (justo) si es que las mismas se circunscriben a esas huidas o renuncias. El imperium de la idea. La quimera por sobre lo manifiesto. El celo de los lejanos coros que han ido cincelando profunda y eficientemente los atávicos cimientos. Ahí donde lo privatum asoma como un suceso por demás ruin y soez. Toda la antigüedad se rigió bajo ese canon. Ahí donde la preeminencia de lo mágico e inexplicable lo rediseñaba todo.

III

No se puede reflexionar y ser modesto, diría Emil Ciorán. ¿Pensar es en sí un acto egocéntrico? El discurso suele ser más propio de vosotros, los humanos; la intuición, de nosotros los celestiales, rubricaba John Milton en El Paraíso perdido.

La verdad de los de “arriba” versus la verdad de los de “abajo”. ¿De dónde surge la justicia? ¿De los que alzan la cerviz hacia las estrellas y el firmamento o de los que hurgan entre sus homínidas existencias?

Sea el rubro que sea, ambos esquemas emanan del argumentum. De la exposición de verdades, del verbum. En minúsculas, como toda pugna de opiniones. Ahí donde toda episteme no es más que una doxa. Pero que a pesar de las distancias, siempre subyacerá un factor común, ese factor que le hará decir a Derrida que hay que ser justos con la justicia: «y la primera justicia que debe ser hecha es la de escuchar, leer, interpretar, intentar comprender de dónde viene aquella, qué es lo que quiere de nosotros».[8]

Elemental. Desde hace mucho la justicia es un ente con vida propia. Como un fantasma que no podrá tener unánime forma ni complexión, ¿mas de savia perfectamente identificable? ¿No? ¿Intuible? ¿Asible? ¿Por lo menos intelectivamente aprehensible desde su arcano historial? ¿Esto sí? ¿Un bagaje de situaciones que hasta el presente la colocan como una vigorosísima deidad, capaz de reinventar el orbe y jugar a su entero antojo con los mortales?

Como lo cantó Esquilo (en Las coéforas), ningún mortal puede atravesar una vida libre de daño sin que lo pague. La justicia todo lo ve, dice el coro en Electra de Eurípides. Y la antropomofiza llamándola Justicia, clara muestra de su gran poder. Innegablemente, la asunción de una opinión o la coligación de una multiplicidad de opiniones que ha alcanzado el monopolio e impuesto su ley.

¿La ley de un guerrero o la de un sacerdote? Comentando la noción de Iustitia de Aulo Gelio, Kantorowicz recuerda que para el escritor romano del siglo II ella era una Idea. Una diosa tanto como una “premisa extralegal”. Una mediadora (Iustitia mediatrix), «que actuaba mediando entre las leyes divina y humana, o entre la Razón y la Equidad.»[9]

Tres siglos atrás el severo Catón había corrido raudo al Senado para pedir la repatriación de tres filósofos atenienses que habían arribado a Roma en misión diplomática. Pedía su expulsión porque uno de ellos (Carnéades) afirmó en una conferencia que los dioses no existían y que la justicia (y la injusticia) no eran más que meros convencionalismos.[10] Hume lo aprobaría, sin ellos la existencia de la sociedad no sería posible.[11]

Carnéades iba en línea directa a lo sostenido por una pléyade de pensadores griegos. Desde ellos se entendía que lo justo y lo injusto no lo son por naturaleza, sino por ley. Por lo mismo, que la justicia (como los dioses) era un invento. Un invento para atemorizar a los hombres, precisaría Critias.

El imperio de una mores maiorum, de la costumbre de los ancestros. Por ello Platón decía que obedecer sus prescripciones era obedecer a los dioses. Aquellos que nunca dan razones, que sólo se imponen. ¿Igual a como procede la propia naturaleza, que no sabe de miramientos ni de piedad? Esquilo lo precisó en su Prometeo encadenado: No hay nadie realmente libre, excepto Zeus.

¿Es la justicia la resultante de una larga discusión? Sen señala que sin “discusión” de por medio puede operar la opresión. Curioso, los días de las demandas democráticas griegas son los mismos de las tiranías y de las tragedias. Evidente auge y decadencia. Los buenos tiempos con los tiranos, el caos y el desarreglo con el demos. La arbitrariedad, la brutalidad y la ponzoña vienen de los hombres y hasta de los propios dioses, no de la Justicia.

Ésta se desenvuelve al margen de aquéllos venenos. Por algo es el ideal, el que nos dice que «cuando la Dike es violada, se oye un murmullo allí donde la distribuyen los hombres devoradores de regalos e interpretan las normas con veredictos torcidos.» (Hesíodo, Trabajos y días, 215-220)

¿Devoradores de regalos? ¿Quiénes son esos tipos? ¿A quiénes se refería Hesíodo?

IV

Quizá la respuesta nos la brinde un cronista ruso de mediados del siglo XX. Él colocará estas palabras en boca de uno de los personajes de la mayor de sus novelas. «Yo no creo en el bien, creo en la bondad».[12]

De la ambición a la simpleza. La desencantada frase está ambientada en medio del ataque alemán a Stalingrado entre agosto de 1942 y febrero de 1943. Estamos a unos 28 siglos de distancia de la expresión de Hesíodo. Ya para entonces muchos devoradores de regalos han hecho historia, aunque el paso de los años les obsequió el olvido de sus yerros y crímenes.

Muchos déspotas y genocidas se beneficiarían de ello. Se esfumarán los recuerdos, fenecerán las sobrevivientes víctimas junto con los testigos. Los registros de lo espantosamente acaecido mutarán en “heroicas”, “gloriosas” o “imponentes” jornadas.

Como muchos pueblos de la antigüedad prolíficos en matarifes, a los primitivos príncipes griegos de la Ilíada también les disfrazaron sus fechorías y salvajadas desde cánticos y versos. Así pues, ¿alguien en el futuro recreará generosamente los latrocinios y matanzas que los modernos genocidas han llevado a cabo?

Como los de antaño, estos igualmente se alzaron sobre sus súbditos y/o ciudadanos para prescribir órdenes y decretos en nombre del “bien”. Ese atávico axioma que persigue empatar las existencias personales con lo social. Una ingenuidad. El ideal clásico que aspira que los más elevados anhelos coexistan armónicamente sobre lo mundano.

Ya sin memoria, las nuevas generaciones no imaginaron nunca que ello podría acontecer nuevamente. El desilusionado soviético de la obra de Grossman denunciaba los arbitrarios despojos, ajusticiamientos y detenciones que en aras de ese “bien” Stalin venía perpetrando desde antes del inicio de la Guerra Patria (la Segunda Guerra Mundial para el resto del planeta). Para él esas afrentas a la humanidad serían una dolorosa revelación: «El bien no está en la naturaleza, tampoco en los sermones de los maestros religiosos ni de los profetas, no está en las doctrinas de los grandes sociólogos y líderes populares, no está en la ética de los filósofos. Son las personas corrientes las que llevan en sus corazones el amor por todo cuanto vive; aman y cuidan de la vida de modo natural y espontáneo. Al final del día prefieren el calor del hogar a encender hogueras en las plazas.»[13]

Como muchos de su estirpe, Stalin buscaba imponer justicia. ¿Llevaba en su ser el fundamento místico de la autoridad? ¿O se la había apropiado de Lenin, el otro mystique? Como el “amo” de centurias y milenios atrás, el otrora estudiante de teología georgiano se asumía como un magno proveedor (de casa, alimento, trabajo, recreo y salud). Mientras tanto, el resto de los mortales únicamente anhelaban vivir (¿gozar?) sus propias vidas.

¿Por lo menos les quedó la sensación? Mayúscula pretensión. Si dentro del nacional-socialismo toda particular biografía se diluía en la Volksstaat (comunidad popular) de la que sólo formaban parte los miembros de la mítica “raza aria”, en el orden de los soviets esa membrecía se activaba en virtud del clasismo proletario. Dos invocaciones oscuras, vagas. ¿Cómo la de la justicia, el ejercicio de todo regio dispensador?

El entendido Perelman la juzgaba como prestigiada y confusa. Debe de ser así, pues de lo contrario no se entendería otra coincidencia: la del parecer de un agente de la Cheka (la policía secreta de Stalin, antecesora de la KGB) con el lema hobbesiano que acusa que el hombre es lobo del hombre.

Para el esbirro bolchevique toda inocencia personal es un vestigio de la Edad Media. No hay hombres inocentes, no existen individuos que no estén sujetos a su jurisdicción (la de la Cheka, el máximo celador de la justicia soviética): «Culpable —remarca— es todo aquel contra el cual hay una orden de arresto, y ésta se puede emitir contra cualquiera, incluso contra los que se han pasado la vida firmando órdenes contra otros.»[14]

Para el filósofo absolutista la hechura antisocial y autodestructiva del ser humano exige un estado altamente poderoso. Pretendía la restauración de la inveterada justicia de los reyes. No precisamente la de los reyes medievales (siempre débiles frente a la nobleza y a los caballeros feudales, pero retóricamente inflados de “poder” por gentileza de sus publicistas), sino la de los de la más remota antigüedad. Monarcas duchos en afectos a su pueblo, como los faraones egipcios o los magnates de los diferentes imperios mesopotámicos. Justicieros natos, el núcleo duro del ancien régimen, el auténtico antiguo régimen.

Al respecto, el genial Gore Vidal reinventa en Creación a un ensoberbecido Jerjes y lo hace exclamar: Soy la retribución, soy la justicia, soy el Asia. Ello en la ficción suena heroico. En la realidad debió de haber sido terriblemente brutal. Sobre todo si sopesamos que dichos príncipes no eran unos simples mortales, sino unos todopoderosos dioses.

Stalin (y compañía) estuvo muy lejos de divinización alguna. Y no por ser ateo, sino porque sus fuerzas no eran las suficientes. Lo único que podía alcanzar era la más severa de las autocracias. Y lo logró. Por esa vía es como se aproximó a los máximos jerarcas de la antigüedad. A falta de magia y de sobrenaturales facultades, perfecto le venía disfrazarse con los igualmente arcanos afanes re-distributivos. Los afanes de aquellos que buscan cambiar las reglas del juego después del juego.[15]

Para que tal acontecimiento sea posible sólo había que tener un fuerte y reluciente trono, un cómodo y lujoso asiento. Ello es lo que en griego viene a significar themis, el cetro desde donde el taumatúrgico monarca “administraba justicia”.[16] Ahora ya sin dichos dones, aquella silla donde los modernos devoradores de regalos aún ansían mantener las armoniosas relaciones entre la sociedad humana y la embestida furiosa de las fuerzas del caos.[17]

V

Cuando Nozick precisaba que la redistribución de la riqueza no era otra cosa que volver a distribuir de forma compulsiva lo que ya el mercado había distribuido de modo pacífico, no hacía más que evocar una vieja historia. La historia de los devoradores de regalos, de aquellos seres de veredictos torcidos (de los que nos refería Hesíodo), frente a la historia de los que al final del día prefieren el calor del hogar a encender hogueras en las plazas (tal como nos relataba Grossman).

Mundos antagónicos. El de los simples particulares versus el del colectivo, sea éste actuando directamente o a través de sus “representantes”. A la verdad, salvo la experiencia comunal del medioevo y las fugaces acometidas deliberadamente gregarias (verbi gratia, la Comuna de París de 1871), desde la conclusión de la prehistoria (es decir, desde la historia) han sido los “representantes” los principales actores. Ellos tendrán el papel estelar. Secuestrarán para sí el papel de “portavoces”, pero sobre todo de soberbios “pastores”, “pastores de hombres”. En suma, los celadores del bien común, del nosotros. Los celosos guardianes del que más… ¿también de ellos mismos?

El orientalista Frankfort noticiaba que el faraón encarnaba la justicia que rige al estado, respetando la «tradición y los privilegios de las clases y de las regiones, pero siempre que él apruebe su legitimidad». Así pues, remarcaba, «no hay ni justicia ni ley autónoma fuera de la Corona».[18] (sic)

Si quitamos la palabra “corona” y la reemplazamos por la de “pueblo” (demos) la situación no cambia en esencia. Ante ellos, la calidad de la indefensión del individuo dependerá tanto de la calidad de continencia y de enajenación del “coronado” como del gentío. Su libertas será una venia, un permiso, jamás un derecho. Y si lo es, por lo menos nominalmente, deberá ir en directa consonancia con lo previamente dispuesto. Algo así como cuando Rawls señala que el librecambio debe estar previamente pautado en el marco de institucional, para regular «las tendencias generales de los sucesos económicos» e «impedir la acumulación excesiva de propiedades y de riqueza».[19]

Si alguien aún juzga que las leyes son un inmediato reflejo del poder económico, ideogramas como el de Rawls delatan el yerro. Como acusaba Trasímaco en el Georgias de Platón, las leyes las hacen los fuertes para someter a los débiles. Siendo que esos “fuertes” son los que ostentan el mando (político) y esos “débiles” los que no lo tienen, por más riquezas que hayan acopiado. Las leyes de los devoradores de regalos y de los veredictos torcidos. Dictámenes que se montan sobre el que más, sobre los que se desenvuelven a través de arreglos, convenios y contratos con el único fin de saciar sus singularísimos intereses… ¿Ya no los del común?

El mismo Trasímaco cuando dejaba de hablar de leyes y se refería a la justicia indicaba que ella sólo es útil a los “propios intereses”. Sean los intereses individuales o los del estado, precisaba Ferrater Mora.[20]

¿Uno de los más altos valores? El mundo comunal griego lo tuvo muy presente. Como ya hemos visto, incluso como una divinidad. Pasado el tiempo, Trasímaco se lamentaba que los inmortales no vean las acciones humanas. Con todo, Justicia protegerá a los griegos contra los persas. Ella será la que los haga evocar al nomos que alentó a un puñado de guerreros espartanos ante miles de invasores movidos por el fiero látigo de Jerjes.

¿Y la justicia que brota de los hombres?

Aquí estamos ante una añeja incomprensión. Una incomprensión que Adam Smith buscó ponerle fin a través de la metáfora de la mano invisible que indica que siguiendo cada particular las miras de su propio interés se promueve el del común con más eficacia que cuando se piensa fomentarlo directamente.[21]

La idea estuvo originalmente en su Teoría de los sentimientos morales de 1759, pero sería su mención en La riqueza de las naciones de casi veinte años más tarde (exactamente 1776) la que trascienda. Antes de Smith, Francis Hutcheson (su profesor en Glasgow) trató del tema en sus lecciones y escritos. Con antelación a ambos, el holandés afincado en Londres Bernard Mandeville había parodiado la misma alegoría en su Fábula de las abejas (1714).

La apuesta ética es evidente. Al respecto, Nisbet señalaba que Vico se refería a la providencia en el mismo tenor que Smith lo hacía con la mano invisible.[22] ¿Se unen los extremos, divinidad con humanidad? ¿O sólo es una ligazón nacida de la limitación de las palabras? Otros entenderían que estas ideas tienen su punto de partida en disquisiciones puntualmente tardío-escolásticas (como las de Vives, Vitoria, De Soto, Alpizcueta, Molina, Mariana, Suárez, entre otros).[23]

En esa línea, y en simultáneo a Smith, el también escoses Adam Ferguson (1767) precisará que las sociedades se sustentan en instituciones que son parte del resultado de la acción, pero no del designio humano.[24] No era una sutileza retórica, sino una auscultación de un fenómeno cada vez más creciente: la división del trabajo motivada por la expansión del comercio, sustentada a su vez en la propiedad privada y en el interés personal.

¿La inmensidad de un orden basado en el precepto de un lírico griego (Arquíloco) que decía que la zorra sabe muchas cosas, pero el erizo sólo sabe una importante? A todas luces, un orden de cosas situadas más allá de los límites materiales y espirituales de los viejos justicieros.

Innegablemente, un escenario inasible y por ende afrentoso que les discute su mando y preeminencia. Inclusive el propio sentido de “comunidad” es puesto en tela de juicio. ¿Realmente será el mercado un elemento disociador y subversivo?

Desde la perspectiva del poder político lo es en grado sumo. Y lo es porque desde ese esquema toda pauta de justicia redistributiva colisiona con la vida de las personas.[25] Ello es insoslayable. No hay manera de evitarlo. Necesariamente se suscita una intromisión. Una agresión, una violentación que nos hace recordar que poseemos derechos.

Obviamente, desde un inicio quedaba en claro que el mercado no era el reino naturalde la redistribución. Sólo se quedaba en la distribución.

VI

Ya en su hora Thomas Hobbes recordará la “necesidad” de remarcar la “obligación política” sobre los anárquicos individuos. Es decir, quería hacerlos “ciudadanos” para su propia salvación. No los consideraba capaces de salir adelante por sí mismos ni mucho menos de ligar sus personalísimos afanes (intereses) a los del “conjunto”. Si para alcanzar tal fin era menester rescatar del bestiario teocrático al mismísimo Leviathan, pues lo haría. Como buen justiciero, entendía que un “interés superior” al de los perversos particulares debía imponerse y primar.

Y ello al margen de las novedades de su tiempo. Sin duda, no pretendía asumirse (en el sentido de Aufhebung) como ninguna superación del debate entre las libertades de los “antiguos” y de los “modernos”. A mucha honra, él era parte de los “antiguos”. No tenía por qué travestirse ni negarse con artilugios.

Si mentes como las de Rawls y Habermas juzgaron que habían logrado resolver la “cuadratura del círculo” empatando aquellas libertades (las “negativas” con las “positivas”) para proponer esquemas redistributivos e igualitarios, “sin dañar” individualidades ni pertenencias, Hobbes (evocando a los añosos jerarcas de la antigüedad) no estaba para darle vueltas al asunto. Iba al grano.

Uno de esos granos será el que emocionadamente recoja Sen cuando (¿con su sensibilidad de justiciero?) repare en una memorable observación anotada en el Leviathan (1651). Así es como califica a las desagradables, brutales y breves[26] vidas que Hobbes observa como causal para establecer una temprana teoría de la justicia.[27] ¿Temprana?

Detalle a tener en cuenta: las palabras de Hobbes no vienen súbito, ni mucho menos por una ocurrente digresión. Todo lo opuesto, son parte de su propuesta directamente absolutista para puntual provecho de la desacreditada dinastía de los Estuardo, los que no volverían nunca más al trono. ¿El mismo absolutismo que hizo suyo Stalin y compañía (entre ellos, Hitler y Mao) tres siglos más tarde?

He aquí una palmaria demostración de que los imperativos éticos pueden llegar a ser peligrosos si es que se les arranca de su cauce puramente social para trasladarlos a los predios palaciegos, ya que fácilmente pueden terminar ganándose una “h” que se le anteponga a su ética para obsequiarnos una fulminante hética (tanto material como espiritual).

Kantorowicz precisaba que bajo el disfraz de la justicia «comenzaba a delatarse la idea de la “razón de Estado”».[28] (sic) Comenzaba con relación al surgimiento del estado moderno mismo, no con relación al ejercicio del propio poder político. Así pues, si antes del siglo XVII ningún “señor de señores” se sentía capaz de imponer su voluntad a raja tabla sobre sus súbditos, lo que vendría a partir de ese momento sería una severísima ruptura. Un quiebre, pero no sin antecedentes.

La Europa medieval se sustentó en una sólida base teocrática y comunal, donde el poder más próximo y visible era el de una autoridad surgida, avalada o atisbada por los mismos lugareños. El resto le era tan extraño como extraordinario si es que se hacía presente. Desconocían un poder mayor, salvo en las narraciones históricas o en las “descripciones” sobre lejanas tierras.

En el grueso de aquél imaginario, sólo en el Oriente se supo de esa regia facultad. No se guardaba recuerdos de gracias de esa índole, salvo por los criminales exabruptos de los emperadores romanos. No en vano fue parte de una larga decadencia. Por ello, el asomo de un “justiciero” de tal envergadura pasaba a ser una “total novedad”. La tenían como ajena.

La alegoría de un rex todopoderoso y fulminante únicamente estaba inserta como un ideal, ese ideal que los teóricos del derecho divino de los reyes pretendieron convertir a toda costa en realidad. Empero, no pudieron. Los argumentos que buscaban ligar las humanas existencias de los monarcas europeos con la progenie del mismo Dios (convirtiéndolos en “hermanos” de Cristo, o incluso hasta en “hijos” de éste) no pasaron de ser meras ocurrencias que nunca fueron tomadas realmente en serio.

Por entonces lo que se buscaba no era necesariamente “ganarse el cielo” (fungiendo de Mesías), sino consolidar el poder ganado por el rey ante el repliegue de la Iglesia, madre y rectora de una inmensa feligresía comunal.

A pesar de que el grueso de la gente se movía fuera de los causes de lo político (mortales que, a diferencia de los rusos del siglo XX, ya vivían y gozaban de sus propias vidas), la sempiterna vocación de los victoriosos príncipes fue la de enseñarles el camino del “bien”, su bien. Como recordaba Kantorowicz: «Después de todo, la idea de un Estado que existía sólo para sus propios fines era extraña a aquella época.»[29] Muy extraña. Tan extraña como cuando a los bruscos paganos de las villas y selvas europeas les costaba comprender tanto el misterio de la trinidad como el hecho de que una simple mujer sea madre de un dios sin siquiera haber perdido la virginidad. Cuestión de fe, pero trasladada al discurso político.

¿Por ese desplazamiento es que Paul Valéry rubricaba (en Los principios de an-arquía pura y aplicada) que quien sufre porla justicia o por su fe encierra una serpiente de espantosos venenos? Horrible es el corazón del más débil, remarcaba más como aleccionado testigo del alma humana que como profeta de un devenir. Una clara advertencia, para los que querían recogerla y hacerla suya. Muy pocos lo hicieron. Los hombres de inicios del siglo XX no estaban para reparar en advertencias de viejos. La prisa los enajenaba.

Décadas más tarde, Grossman manifestaba su desilusión proletaria (uno de los presurosos caminos hacia el bien) a través de la literatura. La intimidad es lo último que se pierde, pues es el último rincón donde la justicia social habrá de irrumpir. Ahí quedará incluso más allá de su muerte, en 1964. Fue silenciado por treinta años dentro de la Unión Soviética (por empeño de disientes rusos, Vida y destino fue llevada a Suiza, traducida al francés y publicada en 1980).

Como muchos de otros (entre ellos los célebres Ajmátova y Pasternak), Grossman no pudo oír ni el más leve murmullo de la violada Dike que Hesíodo decía que se dejaba escuchar ante los estropicios y crímenes de los devoradores de regalos. Tampoco percibieron ese rumor justiciero alrededor de los 30 millones de chinos cuando iban muriendo víctimas de la hambruna originada por el ambicioso proyecto maoísta del “Gran Salto Adelante” (1959-1961).

Sin duda, los cálculos fallaron. El añejo anhelo del utopista James Harrington de que Oceana se imponga a los elementos antes que éstos a ella.[30] Eco de la Utopía de Moro, de La Ciudad del Sol de Campanella y de una infinidad de ocurrencias más, aquella imaginaria república agraria de 1656 (que fue dedicada al por entonces triunfante Oliver Cromwell) se diluía como se diluyeron cada una de las “teorías de la justicia” que los pensadores renacentistas ensayaban piadosamente en aras de un mundo mejor. ¿Un orden hecho por el hombre, a su imagen y semejanza? Esa “imagen y semejanza” que puede ser cualquier cosa. Y ello es lo que comenzó a fabricarse, ocurrencias de todo tipo.

Por lo menos Harrington partía de una premisa interesante, sin dar cabida a dobles interpretaciones rezaba que «… donde hay desigualdad de poder no puede haber república.»[31] Una precisión de jure. Un celo muy anglosajón. Isonómico, para más señas. De ahí donde parte la noción de un gobierno sujeto a los directos intereses de los particulares, donde todos tengan análogo nivel de derechos.

¿Abandonamos la política (la revolución permanente) para entrar en el campo de los derechos (la defensa permanente)? ¿Unos derechos surgidos del librecambio antes que producto de un principesco “obsequio”?

VII

¿Entramos a los rigores de un nuevo tempo? Sí, pero aún con la vergüenza a cuestas del que vive comerciando.

¿Paradójico? No tanto si no dejamos de reparar que todo proceso social acarrea karmas de ese tipo. Tanto así que sin él el hoy célebre teatro de la era isabelina sería completamente incompresible. Es más, el núcleo de la tragedia moderna no se entendería sin ese aditivo: «Hamlet es Hamlet, no a causa de que un dios caprichoso le ha obligado a moverse en dirección hacia un fin trágico, sino porque hay en él una esencia única que le hace incapaz de obrar de un modo diferente.»[32]

Aquella esencia que motivará los posteriores clamores fisiocráticos por ese laissez-faire y laissez-passer que a fines del siglo XVIII retumbará con mayor estridencia desde una ciencia (la economía) que vio la luz en medio de las lecciones de jurisprudencia de un catedrático que también supo ser un supervisor aduanero en su pobre Escocia natal: Adam Smith.

El en vida respetado profesor de derecho bosquejó desde sus clases universitarias la teoría de cuán beneficioso era para las naciones que el intercambio de mercancías fuera lo más libre posible. Innegablemente, para que ello se concrete debía ser menester que la autonomía de la voluntad y la propiedad privada imperasen sin mayores restricciones ni obstáculos que los de su propia naturaleza.

Ciertamente, un mundo donde los individuos hacen comunidad a partir de sus patrimonios. Al fin y al cabo, para ello sólo hay que nacer, anotaba Locke. Sí, John Locke, el refutador de Hobbes. A quien le respondió que «quien trata de colocar a otro hombre bajo su poder absoluto, se coloca con respecto a éste en un estado de guerra.»[33]

Locke, el old whig que recalcaba que «la finalidad de la ley no es suprimir o restringir la libertad, sino lo contrario: protegerla y ampliarla».[34] Dándose que esa mencionada lex no es hechura de hombre en particular ni de legislatura alguna, sino producto de la sociedad en su conjunto. Una discurso que abiertamente reclama ausencia de restricciones y de violencias. Que pretende una libertad para que el hombre disponga como le plazca de su persona, de sus actos y pertenencias. En suma, la urgencia de una legalidad que frene toda arbitrariedad y ajena intromisión.

He aquí una proclama irreverente y subversiva. ¿Dónde se han vivido esas libertades? ¿Qué moral sustenta aquellas egocéntricas soflamas? ¿Qué tipo de derechos se parirán bajo su sombra? ¿Es desde aquí que brotan los argumentos en aras de un gobierno de leyes y no de hombres? Frente a esa ley y a esos derechos, ¿dónde queda la justicia?

Cuando Bodenheimer confesaba «que el siglo XX no pudo permitirse el lujo de un sistema individualista de Derecho»,[35] estaba tratando de explicar del por qué en esa centuria la humanidad supo de crueldades donde algunos osaron llamar injusticia al derecho y derecho a la injusticia. Tremendo daño: «Los sucesos ocurridos en Alemania después de 1933 —escribiría Perelman— demostraron que es imposible identificar el derecho con la ley.»[36] Lo que en algún momento se supo como campos diferenciados, en esa hora se tuvo como hechuras de un mismo patrón: el estado.

Así es como se fue configurando aquello que también se conoció como totalitarismo. La resultante por insistir en un mundo rural y campesino (tribal le diría Hayek) antes que en el urbano y cosmopolita. En términos de Sloterdijk, la apuesta por la paleopolítica.

Como recuerda dicho pensador: «Los auténticos motivos extraagrarios se abren paso en la conciencia filosófico-política del mundo sobre todo desde los talleres de artesanos —en concreto, de los herreros— y a partir de los puertos de mar.»[37] Una vieja historia. Remota, para más señas. Pero inconclusa. Fallida como la historia de un constante aborto, el que se genera por intentar negar la multiplicación de las oportunidades en la división del trabajo. Esa negación que acontece desde el momento mismo del sometimiento de las libertades (patrimoniales) a la justicia por obra y gracia de los justicieros de ayer, hoy y siempre en su vano anhelo por evitar el caos. Claro, para ellos todo lo que ocurre fuera de sus dominios es un caos.

Realmente, una historia muy vieja, más aún que la ley prescrita por el Kronida a los hombres: «que los peces, las fieras y las aves de rapiña se devoren entre sí, puesto que entre ellos no existe la justicia; pero que ésta viva entre los hombres, porque es para ellos el mayor de los bienes».[38]

Indiscutiblemente, la añeja constante de tomar a mal nuestras más romas e inmediatas exigencias (alimento, vestido, sexo y autopreservación) porque ofenden a los “altos ideales”. ¿No es ello lo que diferencia al civilizado del bárbaro?

El Jasón de Eurípides (siglo V a.C.) le recordaba con orgullo patrio a la princesa Medea: Vives en la Grecia y no en país bárbaro y has conocido la justicia y sabes vivir según las leyes, no según la fuerza. No en vano «Hélade significa: la ley, la merced divina, la fe en que el derecho vale más que la fuerza».[39]

Si para estos “regios mandatarios” cualquier expresión de autonomía de sus “gobernados” les acarrea una rebaja en sus prerrogativas, para éstos últimos ( sus “subalternos”) esa misma rebaja les brinda la posibilidad de trascender a sus pequeños entornos y acaso atreverse a cruzar los prediseñados espacios públicos y positivizados derechos que el poder político les ha impuesto. No en vano Benjamín Constant manifestaba que el «comercio trae a la propiedad una cualidad nueva, la circulación».[40]

Obviamente, no estamos ante una apuesta que se reduce fríamente al comercio, a la propiedad y a la circulación. De la conjunción de cada uno de estos y otros factores acontece un todo capaz de dar vida a un sólido ethos, donde el feeling iusprivatista juega un relevante papel. ¿Capaz de activar una real práctica ciudadana?

Si se ve al mercado como un orden de cosas propios de la marginalidad y de lo a-social la respuesta habrá de ser un rotundo “no”. Pero si suprimen las ojerizas a éste discurrir eminentemente humano, ese “no” se esfuma en el acto.

Ya en su momento el aristotélico Tomás de Aquino señalaba que la justicia es la virtud que versa sobre los intercambios entre los hombres. ¿Por qué entonces no alabamos a los comerciantes?, se preguntaría Vitoria en el umbral de la modernidad. ¿No son ellos lo que en su cotidianidad observan lo justo? ¿Por qué entonces los recriminamos? Ello se debe, dirá el publicista salmantino, porque realizan un oficio peligroso… «puesto que en esos asuntos es difícil quedarse en el justo medio, por eso los rehuimos y no los alabamos.»[41]

Es sobre esta base que se genera la más franca, sana y pacífica de las distribuciones. El soporte de una interacción que se sustenta en que las personas sólo pueden hacer fortuna si es que a la vez enriquecen a otros.

Si en la antigüedad Éurito alegaba rústicamente que la sangre sólo se paga con sangre, rechazando cualquier compensación monetaria a cambio de un daño, y Hermes sólo velaba por las transacciones financieras importantes (la de los magnates), ahora era menester un garante y protector más acorde con un esquema más abierto, civilizado y masivo de capitalización. Pero sin perder el ethos primigenio, atemperando la contenida violencia.

Desde esa savia los romanos primero, y los anglosajones después, fundarían una particular legalidad. El discurrir de una jurisprudencia patrimonialista. Un ir y venir donde las elucubraciones no trascienden a lo concreto del día a día. La carta magna de un afán de lucro que en su inmediatez «rechaza las fuentes de valor extremadamente definidas».[42]

Los pilares de un régimen de mercado. Justo ahí donde los que actúan requieren ostentar la categoría de sui iuris, el ser iguales en derechos. Lo que el hombre llega a ser «por la misma necesidad por la cual se transforma el producto natural en una mercancía dotada de la enigmática propiedad de valor.»[43] Reglas primarias de conducta que facilitan la interacción voluntaria, ahí donde sólo hay límites a partir de los rigores de lo mío y de lo tuyo.

No hay libertad ni sociabilidad sin dichas esferas. Sin hipérbole, el mejor de los soportes para un sinnúmero de singulares fines y objetivos. En palabras de Levinas, la extensión del derecho del otro es un derecho prácticamente infinito.[44]

Desde estos bártulos, ¿cómo quedará la vieja reciprocidad campesina? Se diluirá. Ya en la primera mitad del XVII Berkeley entendía que un hombre podía ser justo y virtuoso sin tener ideas precisas de la justicia y la virtud.[45] Un discurrir propiamente presocrático, desde donde Demócrito indicaba empiristamente que muchos viven conforme a la razón sin haber aprendido la razón de las cosas. (Éste filósofo era el mismo que decía que muchos eruditos carecen de sentido común.)

Lo consuetudinario escapará de las aldeas para reacomodarse en el campo internacional. Ahí donde el credo por un ius naturalis acorde a este orden afloró desde los estoicos. Pensando en dicho concierto, Cicerón indicaba que no hay un solo hombre, por más ínfimo y miserable que sea, que no deba practicar la justicia.[46] A ello se referirá Tocqueville cuando señala que existe una ley general hecha, adoptada por la mayoría de los hombres.[47]

Estamos ante un consenso, el que durará hasta fines del XIX. Una “disposición” a la que un escolástico como Vitoria se resistirá a denominarla como natural. A su entender, será positiva.[48] En esto es fiel a Tomás de Aquino, cuando cataloga al derecho de gentes como parte de una legalidad dada por convención humana.[49] El sustrato de un orden que tendrá al individuo como su constitucional punto de referencia, su centro y motor.

En el siglo XX se dará una regresión: ese punto de referencia se desplazará hacia “lo colectivo”. No fue ninguna novedad. Si en un momento la pregunta era ¿cuánto poder es posible dar al individuo sin poner en peligro el bien común?, en el otro será ¿cuánto poder es posible dar al colectivo (o sus representante) sin aniquilar completamente al individuo?

Si en el comienzo del derecho estatal la costumbre (la mores) aún no se distinguía de lo gregario y comunal, con posterioridad estaremos ante una juridicidad desprovista de rígidos atavismos. Una legalidad «siempre adaptable y susceptible al matiz de la situación».[50] (sic) El común proceder que los juristas solían llevar a cabo antes de la codificación. ¿Rescataban a la divina y astuta Equidad? ¿La ninfa mitad ojos vivos y hermosas mejillas, mitad monstruosa y terrible serpiente, enorme, jaspeada y sanguinaria? (Hesíodo, Teogonía, 295-300)[51]

Justamente las características de un freirecht que le invite al juez a advertir “creativamente” la distancia existente ente la lex y lo social, lo estanco frente a lo dinámico. El ars æqui et boni que el pretor desempeñaba sin códigos de por medio y que algunos —como Perelman— juzgan que también es posible de cumplir a través del magistrado contemporáneo.

Una riesgosa manera de buscar el derecho viviente. Un drama que los romanos no padecieron, el que tampoco está presente en el common law (desde hace mucho un derecho de “comunidad extendida”).

Perelman no ve mayor peligro: «Permitir al juez decidir respecto de la regla justa, significa suponer que existen otras normas, aparte de las del sistema jurídico dado, en las que el juez debe inspirarse en sus resoluciones: significa subordinar el derecho positivo a la conciencia individual del juez, a su filosofía política, a sus convicciones religiosas, a un Derecho natural cualquiera».[52] (sic)

Summum jus, summa injuria. Stalin hizo que la judicatura soviética se moviera bajo ese impulso. Dicha salida la tendría muy presente para superar las “rigideces” que se le presentaban. Tal es como la ficción judicial pasó de ser una herramienta para cometer crímenes desde el estado.

No fue necesario encontrar una víctima de verdad, sólo fue suficiente la mera ocurrencia de acusadores y magistrados (muchos de ellos sin mayor instrucción que la escolar, pero sí duchos en la partidaria). Se dieron delitos artificiales, un modo perverso de resolver las distancia entre la dogmática y la práctica jurídica. No en vano era un “restaurador”, un “gran juez”, el reinventor de un orden, un magno redistribuidor. Predilecto modus operandi de los devoradores de regalos, los patrones y arquitectos del “bien común”.

Imposible más arbitrariedad que la de ellos. Si el “gran” Akbar era capaz de legalizar la “libertad de culto” es porque estaba en plena capacidad de optar por la vía contraria.[53] Poseía una capacidad de hacer y deshacer tan grande (o más incluso) que el mismo Alejandro Magno, el alumno de Aristóteles. Como recordaba Hume, éste intentó exterminar a toda una nación porque habían secuestrado a su caballo Bucéfalo.[54]

En el plano puramente social, ¿ello es dable ahí donde las fronteras de la justicia se extienden en proporción a la extensión de las opiniones humanas y a la fuerza de sus conexiones recíprocas?[55] Obviamente, estamos refiriéndonos a una esfera distinta, donde lo jurídico-patrimonial entra en escena. Ahí donde el solus consensus obligat.

Un orden forjado a partir de una inmensa e inasible cadena relaciones humanas que se amplía y nutre a partir de «una mayor variedad de actos voluntarios que, por motivos personales, esperan han de colaborar con los suyos.»[56] Donde el precepto no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti, se erige tan insoslayable como constitucional.[57]

VIII

Si se tiene la sensación de que me he apartado de la justicia, no se equivoca del todo. Lo que sucede es que nos hemos topado con los derechos, los que la doman y domestican. Esas creaturas igualmente invisibles, que tampoco se pueden tocar, pero sí sentir; sentir ante el asfixio de lo que no debe ser, delo injusto.

Ya en su día (siglo VI a. C.), el oscuro Heráclito precisó que de la justicia no sabrían ni el nombre si no hubieran estas cosas. Negación pura, lo que únicamente sale a flote ante la necesidad de apartar obstáculos. Ahí donde incluso irrumpe la necesidad de una autoridad suprema, por sobrehumana, por divina. La apelación a normas que se ubican por encima de todas las leyes, convenciones, usanzas y costumbres. Y todo en aras de salvaguardar los personalísimos intereses.

En puridad, la invocación de una legalidad más allá de la legalidad. Una justicia más acorde con lo disidente antes que con lo común. Una redimensión de los viejos axiomas con el fin de alzar lo singular sobre lo colectivo.

El aserto de Constant de que la soberanía del pueblo no es ilimitada parte de esa reubicación. El circunscribirla a los derechos de los individuos marca un viraje, pues la voluntad de todo un pueblo no puede hacer justo lo que es injusto.[58]

Tremenda novedad. Sobre ella los defensores del estado-constitucional preceptuarán que dentro de ese orden no hay soberanos, salvo el del poder constituyente. Es decir, sí lo hay, pero “mediatizado” por la alegoría del abate Sieyés. Esa alegoría que insistirá en la tradición del ancien régime. La insistencia en un republicanismo inspirado en la vieja usanza, que sólo da cabida a las libertades a partir de una “ciudadanía” preestablecida y en sintonía con la voluntad general.

Estamos ante el legado de Rousseau y de Kant. Más estridente en la obra del primero que en el segundo, igualmente ambas directas tributarias del sentir bucólico-comunal del medioevo. En términos de Michael Walzer, ahí donde hay que advertir las reglas, creencias y valores del demos o comunitas.

No es que antes del fin de la Edad Media el comunismo imperase, pero lo cierto es que las restricciones al uso de la propiedad provenían de los propios usufructuarios de la misma, pues manejaba criterios más corporativos y gregario-familiares que personales. Este comportamiento fue minado de a pocos cuando la fuerza de la economía se desplaza del campo a la ciudad (siglos XII y XII). Desde entonces el flujo de bienes y servicios conminó a aligerar la carga para que el contractualismo patrimonialista se explaye lo más posible.

Ya no era dable seguir moviéndose bajo criterios comunales si es que se anhelaba ir por la senda del lucrum, el fundamental sino de una era en estreno. Ese inédito panorama que se apoyaba en la propiedad privada y en los derechos individuales, herramientas abiertamente emanadas de la negación.

Al respecto, Adorno señalaba que la libertad va de la mano de la inseguridad, por ello no es una afirmación. En ese sentido, no existe, no está dada. Y sin embargo, siempre está amenazada. De tal manera, estamos ante un instrumento puntualmente operante erga omnes (contra los demás). Exactamente lo que Constant preceptuaba como libertadde los modernos, en contraposición a la de de los antiguos: «El pueblo con mayor apego a su libertad —decía a inicios del XIX—, en la actualidad, es también el pueblo con mayor apego a sus disfrutes.»[59]

¿Esos disfrutes que se encuentran circulando? ¿Los que fraguarán convicciones y sentimientos públicos? Geiger precisaba que cuando se pide una “paz justa” lo que en verdad se quiere es escapar al riesgo de un infortunio (de una “guerra”, en caso de un pueblo).[60]

Hasta el presente se tiene como innegable que los intereses de la sociedad discurren distantes de los miembros que la integran. Como si aquélla se hubiera hecho al margen de los intercambios y de la propia lógica del costo-beneficio de los particulares que habitan dentro de ella. Una manera de auscultar el comportamiento humano que no la inauguran los “fríos” economistas decimonónicos, ya que más de dos milenios atrás Aristóteles preceptuaba que el hombre no hace nada que no mire como bien. Sentencia platónica por un lado (necesidad de reorientar el alma), de resabios gnósticos si se pretende hurgar en los conceptos, como eminentemente procesal y práctica.

Imprescindible soporte de lo que Mises la llamaría ley de asociación. Obviamente, una asociación generada fuera de los predios y dictados de los justicieros, los mismos que nunca han visto con buenos ojos la activación de un minimum ético (un derecho) distinto y antagónico al suyo. En palabras de Rawls, una legitimidad que permite un cierto grado de injusticia que la justicia no habrá de permitir.[61] La ojeriza contra todo lo que asoma sin el “sello oficial”. No por ningún accidente se ordena no por ordenar, «sino para conseguir, a través de la ordenación, determinados objetivos».[62] Objetivos que en este caso no son los de la legalidad estatal.

En 1606 el afamado juez Edward Coke negaba la posibilidad de que los particulares administren su propia “justicia”. Quien ardorosa y valientemente supo defender al common law (derecho comunal) frente a las arremetidas del derecho real (derecho positivo), sentenció la inoperatividad del arbitraje al establecer que los fallos de los tribunales privados podían ser revocados por los tribunales ingleses.

Así, se subsumía el ius mercatorum dentro del “derecho patrio”. Ya que Inglaterra (junto con los Países Bajos) era una nación de mercaderes, el impacto de la sentencia de Coke no alteró el día a día del tráfico marítimo. Sobre todo ahora que los magistrados debían «competir con los tribunales de otros países por los litigios en comercio internacional, por lo que (…) tuvieron que reconocer los usos comerciales, si es que querían tomar parte en su resolución.»[63] Es decir, fue la competencia con otras jurisdicciones lo que amortiguó el celo comunal de Coke.

Claro, esos “otros países” eran los del continente. Al otro lado del Canal de la Mancha el derecho (civil) todavía no había sido codificado, por lo que aún marchaba en directa consonancia con aquella juridicidad labrada especialmente por los comerciantes y avalada por los notarios de las otrora pujantes ciudades-estado italianas.

Los futuros códigos de comercio reflejarán esas prácticas, pero cuidándose de no introducir en su articulado elementos antitéticos a su esencia holística (verbi gratia, es el caso del arbitraje). Por tal motivo ellos serían un reflejo más exacto del ius mercatorum de lo que al respecto el common law anglosajón brindaba. Con todo, cuando los códigos aparezcan en escena, lejos estarán de ser una novedad. Simplemente serán una reactualización de una antigualla, y bajo el rigor de un confesional antiguo augurio babilónico: la estepa entrará y hará salir al que está en la ciudad.[64]

Eso fue la desempolvadura de las “reformas” de Urukagina de Lagash de alrededor de unos 2400 años a.C., donde se pone definitivo término a todo amague “matriarcal” (se prohíbe la diandria, el matrimonio de una mujer con dos hombres). Jugaban a civilizar, pues a su entender la urbe sólo sabe a ruido y degeneración.

Imperialismo moral. La poliandria de las sumerias resentía a los magnates mesopotámicos. No sabemos mayores detalles de ese fastidio, pero sí nos queda en claro que dicha normatividad fue un efectivo y contundente instrumento para imponerse ante los que resentían sus gustos y sensibilidades.

El Código Ur-Nammu (circa 2100 a.C) quizás no sea el primero, pero es el que ha llegado a nosotros propiamente como un “código” (es el más antiguo de todos). Al descifrar la escritura cuneiforme los sumerólogos encontraron la “frase clave” de su razón de ser: instaurar un orden justo en el país.

Como se estila hasta el presente, los demás legisladores (como los célebres Hammurabi y Napoleón) repetirán la invocación. Y la repetirán hasta grabarla en las mentes del que más, generaciones de personas que a lo largo de los siglos asumirán que la “justicia” y la “ley” emanan de las ingeniosas testas y caligráficas plumas (cuñas en el caso del rey babilónico) de esos “iluminados”. Tal es como se extravía la certeza de que el derecho es producto eminentemente privado. Por ello, todo acuerdo que trascienda a ellos (como el de una legalidad con miras a afectar las vidas de generaciones venideras) pierde sustancia.

Desde dicha parcialidad no se advertirá que tanto dentro como fuera de sus linderos se suscita una realidad disímil a la suya. Un mundo no previsto, que procede sin reparar en pautas y reglas oficiales. Un mundo formado por gente fuera de la ley, sin mayor amparo que su buena fortuna. Según Hesíodo (Trabajos y días, 40-45), un inmenso favor de los dioses. A decir de Esquilo (en Las eumémides), Zeus honra al marginal y al proscrito si es que el azar lo acompaña. Y el azar debió de estar presente, porque siempre ofreció más oportunidades y beneficios que aquella otra legalidad.

IX

Pensando en la legalidad que se genera en el trato cotidiano entre la inmensa y variada gama de los mortales, Benson juzga optimistamente que no será el “polvo de las cátedras” lo que convencerá a la gente de las ventajas de un orden de derecho acorde a sus derechos. Así como suena. Aquí una ley producto de una convención nacida de la concurrencia de opiniones (doxa), allá la imposición de un ucase emanado de un “poder” que se hace espíteme (“ciencia”) a partir de su imperium.

Ya a inicios del siglo XVI Guicciardini lamentaba la penosa situación en la que la “ciencia del derecho” se encontraba. Se quejaba de que si en un pleito había por un lado una “razón concluyente” (en base al análisis de un hecho) y por el otro el “decir” de una “autoridad” (sea la de un “doctor” través de un escrito, como la de una norma o decreto), se tomaba más en cuenta el parecer de esta última.[65]

Igual reproche podía hacérsele a otras ciencias, no en vano la fama del “mata sanos” en medicina se dio en ese mismo instante. Coincidentemente, son los años cuando los estados van adquiriendo forma. Y para darse vigor les fue menester suprimir toda manifestación de autonomía distinta a la suya. Por ejemplo, las Leyes de Toro de 1505 rechazaban la acción de fueros que no sean los que en este nuestro libro se contienen.

Estamos ante el secuestro de la “realidad”. Ante la monopolización del conocimiento. ¿Acaso ello se dio porque se juzgó que ya todo estaba dado? En términos redistributivos, ¿también la riqueza estaba dada? ¿Por ese motivo se asumió que lo justo era no tomar más de lo necesario para que nadie se quede con las manos vacías? En palabras del poeta Simónides de Ceos (inserta en la República de Platón), la invocación por dar a cada cual lo suyo

Como si los rigores de los credos de los antiguos todavía imperasen sobre nosotros. Desde esa línea, Rawls se refiere a la pleonexia como el «obtener para uno mismo cierta ventaja apoderándose de lo que pertenece a otro».[66] ¿Un robo? No precisamente. ¿Lucro? Algo más que eso. ¿Un intermedio entre ambos? Quizás. ¿No es seguro? Puede ser. ¿Puede ser qué?

¿A lo mejor no será una mera sensación de injusticia? No tan “mera”. Como todo pueblo de la antigüedad, los griegos eran muy susceptibles y exagerados. Motivos tendrían. Sospecho que la descripción más certera sobre la mentalidad premoderna nos las ha brindado Huizinga. Él nos refería que si hoy es incomprensible que una partida de ajedrez provoque un incidente sangriento y mortal, en el medioevo ello era por demás frecuente.

Sensibilidades diferentes a las nuestras, donde la pasión y las lágrimas desbordaban al más pequeño de los motivos. ¿Cuánto de ese pathos de vidas exaltadas y fronterizas ha contribuido a dar forma a la sensaciónde quealgo valioso se nos está quitando por el sólo hecho que alguien se desenvuelva libremente ejerciendo un derecho?

Innegablemente, el criterio de igualdad material se basa en la milenaria idea de propiedad de la tierra y de sus riquezas en cantidades proporcionales a las urgencias de cada quien. Dios así lo ha querido. Bajo un telón de fondo teocrático, la definición de justicia de Ulpiano (firma et constans voluntas ius suum unicuique tribuens, la firme y constante voluntad de dar a cada uno lo suyo) adquiere un matiz iusnaturalista adscrito al criterio de necesidad.

En Justicia agraria (1797) Thomas Paine invocará ese principio. Hablará de la posesión de la tierra como una herencia natural que cada ser humano tiene por el sólo hecho de existir. En consecuencia, si algún mortal carece de dicho usufructo entonces debe ser indemnizado. Entiende que si alguien no cuenta con tal derecho es porque ha sido arbitrariamente despojado, negándosele con ello la posibilidad de cubrir sus necesidades, arrojándolo a una pobreza y miseria que antes no existía. Por ello, anotaba Paine, «al defender el caso de las personas que han sido desposeídas, estoy exigiendo un derecho, no caridad.»[67]

Siglo y medio atrás (en 1623), Campanella (en La Ciudad del Sol) había sido menos exigente y más comprensible para idéntico cometido: pedía grazia, non per giustizia. ¿Síntoma de desesperación o de lucidez? Sea lo que sea, la interrogante era única: ¿Cómo se puede seguir permitiendo que se tome para sí más de lo necesario?

Desde esa óptica, crear riqueza es imposible. Por lo tanto, quien proceda más allá de los límites de lo que la Divinidad ha dispuesto para él se comportará como un delincuente. Así, es evidente que la traza del pecado original marca a la especie. El ser humano en plenitud de culpas. Propenso a las conductas a-sociales.

Ya sólo le basta con querer ser libre e independiente para que se sospeche que ansía arrancarle el alimento de la boca al hambriento, la medicina al enfermo, el techo vagabundo y el abrigo al desnudo. Un afán de posesión (literalmente el significado de pleonexía) que se configura más que el lucro porque no quedaba en la simple ganancia, sino en la excesiva ganancia.

¿El hombre como un pestilente virus? Ya en el Protágoras (320d-322d) Platón había recogido una advertencia de Zeus a Hermes: aquél que sea incapaz de participar en el respeto y en la justicia de la ciudad, debe ser exterminado como epidemia.

¿Una ganancia que rompía los límites permitidos? Es suficiente con estar motivado para alcanzar riquezas por encima del resto de los mortales como para ser tenido como un subversivo. ¿De la comunidad o del mundo?, podría preguntar un sorprendido cosmopolita (o un autoexcluido de la polis, un “dios” o un “bárbaro” diría Aristóteles). Cuestionamiento válido, incluso trascendental.

Para un aristotélico la febrilidad por acumular y acumular “tesoros” muy bien puede resquebrajar y hasta hacer pedazos a la polis. Pero para los que moran más allá de esos linderos dicha locura fácilmente puede tener otro cariz. Medir lo justo (y lo injusto) desde el pequeño reducto de la provincia no es igual que calibrar ese criterio y sentir desde un ámbito más amplio. Aún si se mirase a la humanidad entera como una “gran familia” (el ideal estoico), los alcances de dicha aprehensión serán tan breves que la frustración irá en directa proporción con las distancias entre lo agrario y lo industrial.

Urbe versus campo. ¿Cómo medir lo pertinente en un escenario tan vasto? ¿Cómo sopesar lo debido en un ámbito aparentemente impredecible y ruidoso? Rawls se escudaba en un Aristóteles que sólo podía ser aprovechable desde los parámetros de un mundo de vacas, tierra fangosa y potreros, pero sin agrotecnología ni internet.[68] Un panorama que sólo es capaz de darse fuera de la “moralidad del bazar”, como despectivamente Walzer cataloga a lo que el mercado puede ofrecer. Un mercado que dicho autor coloca en una “zona de la ciudad”, no en la ciudad misma.[69] Asumimos que tampoco lo ubica fuera de la civitas. Disposición que encaja perfectamente con el ideal corporativista del medioevo, tan firmemente plegado a las exégesis aristotélicas.

Confeso igualitarista, Walzer propone un pluralismo extraño. “Liberal” dice él, pues entiende que liberalismo es un mundo de cuerpos autosuficientes que no deben contaminarse entre sí. «Ese es justamente el propósito liberal, buscar que coexistan diferentes formas de valoraciones y actividades sin reducirse o eliminarse unas a otras», puntualizará uno de sus exégetas.[70] Y entonces, ¿en dónde quedó la interacción y el consiguiente intercambio que se suscita en toda sociedad? ¿La posibilidad de romper el status quo desde el mero ejercicio de libertades? ¿Se resucita el brocárdico medieval a cada quien según su rango? Los faraones y toda la antigüedad clasista coincidían perfectamente con Walzer.

¿Un orden de autistas? Si se colige que quien busca una ganancia siempre habrá de generar una pérdida entonces, hasta cierto punto, es lógico que se plantee un esquema de “separación de instituciones” «con el objetivo de que cada una de ellas preserve los fines, valoraciones y formas de vida que son esenciales a sus prácticas internas.»[71] El asunto es que a esa propuesta no se le pude denominar liberal si es que por un lado se niega la interrelación entre entidades y por el otro se juzga que dichas entidades nacen fuera del mercado.

A propósito, ¿qué se entiende por mercado? ¿Una plazoleta repleta de viandantes lanzando sus ofertas a voz en cuello? ¿Un pulcro y lustro “mall”? No es de extrañar que el espíritu del “pulpero” aún resienta, que la “vulgaridad” de quien sólo pretende ganar y ganar perturbe. Eso es lo que el pluralismo-aislacionista liberal de Walzer no quiere.

¿No era Shylock el que expresaba que el lucro es bendición si no es con robo? Pero los justicieros no entienden la ganancia sin la pérdida, sin el robo. Por eso es que les causa repulsión todo el que trafica. Lo consideran un antisocial, un vulnerador de lo justo. Un dilapidador de la riqueza previamente dada, un agresor de la polis.

No se intuye la posibilidad de que la riqueza pueda ser creada. Que puede venir alguien a “sacar de la manga” algo que nadie tenía en mente, que ni siquiera existía. Que lo inventa, que supera la inicial noción de ausencia y/o escasez de recursos. Si ello es así, ¿a quién se le vulnera en sus derechos? ¿Quién es el despojado? ¿Cómo se puede hablar de “ganancia ilegítima”?

Cuando a mediados de la década de 1980 el juez supremo Burger dictaminó que el acto de sodomía homosexual no estaba protegido como derecho fundamental, entendía que darle viabilidad equivalía a «desechar milenios de enseñanza moral».[72] Para fundamentar su sentencia utilizó al poeta Milton. ¿Qué hubiera pasado si el hoy inubicable texto De la justicia del risible Crisipo (se cuenta que murió de risa al emborrachar a un burro y verlo intentar comerse un ficus) hubiera llegado a sus manos? En esa obra que tanto escandalizó a Diógenes Laercio, se consentía que el hijo se case con la madre, el padre con la hija, de seguro los hermanos entre sí y que se coman los cadáveres de los muertos. ¿Un primer intento redistributivo?

Burger tenía razón. Durante milenios la comunidad primó sobre el individuo. Cuando éste comenzó a asomar, sea desde la creación de riqueza como desde la pura diferenciación personal, su sola presencia incomodaba. No importaba si ejercía su “degenerada singularidad” encerrado entre cuatro paredes y con la mayor de precauciones para no “ofender”.

Mero detalle. Eso concluyó dicho magistrado cuando interpretó la irrupción policial en el departamento de Michael Hardwick. Los agentes lo requerían por una orden de arresto por beber alcohol en público. Ingresaron a su domicilio con tal fin. Al traspasar la puerta no vieron nada. Fueron a su dormitorio y ahí lo encontraron: estaba teniendo relaciones sexuales con otro hombre.

Los agentes dejaron atrás la orden de detención por beber en público. Ya no sólo era Hardwick el único infractor. Lo detuvieron junto con su ocasional acompañante, bajo el cargo de infringir la ley del estado contra la sodomía.

¿A quién afectó en su derecho Hardwick y su amigo? ¿Alguien se vio vulnerado en su patrimonio? ¿Acaso la cuota de felicidad “dada” a cada ser humano fue irresponsablemente rebasada por éste dúo de dilapidadores?

¿Por qué la lógica de la pleonexia se restringe a lo económico y no se va más allá de lo mismo? Bueno, los modernos encuentran reparos morales para esa extensión, los antiguos no la tenían. Como de seguro Walzer tampoco ha de tenerla, pues también a su entender la comunidad manda. ¿Exactamente como aquella Volksstaat (comunidad popular) de la que no podían formar parte los seres que moraban más allá de las fronteras. ¿El primitivo antecedente de la ley alemana del 28 de junio de 1935 que establecía que era punible todo acto que colisionaba con el sano sentimiento del pueblo (del pueblo ario, se entiende)?

Dramático hermanamiento. Si ello alumbró el Volksgeist (espíritu del pueblo) que nutrió a la escuela histórica (patriótica sabiduría, a través del arte, el derecho, la lengua y hasta en la economía), la de la exégesis (escuela exclusivamente jurídica) promovió análogo esoterismo para “descubrir” el derecho. En ambos casos la ley tenía que ser directa e indubitable expresión de la rousseauniana voluntad general, pero sobre todo manifiesta expresión del poder político. Obviamente, en ninguno de los dos campos el derecho natural era ya un telón de fondo del derecho positivo. Éste sólo asomará ante la deficiencia de la norma.

¿Ahora podemos comprender perfectamente por qué para Aristóteles la justicia es un bien y una virtud que toca más a los demás que al individuo mismo?[73]

X

Puede ser una herejía, pero a estas alturas de la historia ya deberíamos de aceptar que lo único realmente mensurable (una forma de existir) son los derechos, nuestros derechos. Son estos los que en verdad han jugado un papel gravitante y civilizador, no la justicia. Mientras que los primeros liberan, la otra oprime.

Una antigua máxima rezaba: ex facto ius oritur, el derecho nace de los hechos. Ahí donde «las premisas a priori del pensamiento jurídico se revisten de la carne y de la sangre».[74] Ahí donde el ser humano actuando siempre exige un espacio cada día más amplio.

Así, que los teólogos y corifeos de todas las versiones del Apocalipsis clamen por la justicia no debe llamar la más mínima de las atenciones, pues son parte de la insistente vanguardia de lo imposible. Pero que sean los llamados hombres de leyes los que rumien que lo imposible existe, que es dable y que debe de ser aprovechado por todos los mortales, ello por sí mismo nos explica el por qué los abogados habitan en el octavo anillo del Infierno de Dante.

Como precisaba Derrida, la justicia es incalculable, el derecho calculable.[75] Quizás sea el encanto de lo órfico la que la eleve. Acaso un profundo clamor de nuestra homínida propensión a evadir la terrenalidad, de entrar fácilmente en pánico. Parte del repertorio que los mortales nos regalamos desde nuestra condición de eternos inconformes. Es por ello que no se le brinda a las libertades el mismo nivel de afecto, salvo que se las asuman bajo los rigores de una iustitia que previamente las haya de-formado.

Una demanda premoderna, donde toda elusión al canon bucólico y comunal es un acto bajo y vil. Ahí donde cada amague exclusivamente personal es tenido de la peor manera. ¿Un lastre que hemos superado? Si los hechos (explosión demográfica y división del trabajo) han desbordado por soportes gregarios, los ideales insisten en mantenerlos.

Ya en su hora el medioevo supo de lo imposible que era contener este humanísimo torrente. Así es, todo ese período no fue más que una férrea pero inútil resistencia a aceptar el influjo y reflujo de lo privado. Tal es como se recupera una noción de derecho (la romana) desde donde se entiende al hombre como ser único y singular, como individuum.

Como se ve, el ser que aflora desde aquí se mueve desde una innegable vocación por lo tangible, lo que en principio lo aparta de toda quimera. La que se repliega, pero no muere. ¿He aquí la razón de ser de esa doble careta del modernus? Como se lamenta el mismísimo Zeus en la Odisea: ¡Oh, dioses! ¡De qué modo culpan los mortales a los númenes! Dicen que las cosas malas les vienen de nosotros, y son ellos quienes las atraen con sus locuras, infortunios no decretados por el destino.

Con todo, se va dejando de lado la preferencia por lo colectivo. Los romanos nos enseñaron que el respecto a los derechos era la mejor manera convivir sana y pacíficamente. Ello debió de habernos bastado, mas aún nos llenamos de vergüenza por decir esto es mío. Un nivel de sinceridad que nos torna más sociales. A lo mejor menos platónicamente “justos”, pero más auténticos. Y ello porque en el reino de lo plenamente vital la justicia nos atañe como personas que portamos derechos, no como mendicantes de piedad, gracias ni obsequios de dudoso proceder.


[1] Amartya Sen, La idea de la justicia, Taurus, México, D.F., 2010, p. 434.

[2] John Rawls, Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, 2da. ed., México, D. F., 1995, p. 17.

[3] Umberto Eco, Kant y el ornitorrinco, Lumen, Barcelona, 1999, p. 32.

[4] John Rawls, op. cit., p. 490.

[5] Vid. su introducción a Jürgen Habermas y John Rawls, Debate sobre el liberalismo político, Paidós/Instituto de Ciencias de la Educación de la Universidad Autónoma de Barcelona, Barcelona, 1998, pp.12-13.

[6] Pierre-Joseph Proudhon, De la Justice dans la Révolution et dans l’Eglise, Bruselas, 1868, p. 44, cit. por Chaïm Perelman, De la justicia, UNAM, México, D.F., 1964, p. 15.

[7] David Hume, Tratado de la naturaleza humana, Libro tercero, Orbis, Buenos Aires, 1984, p. 691.

[8] Jacques Derrida, «Fuerza de ley: El “fundamento místico de la autoridad”», en Doxa, 11, 1992, p. 145.

[9] Ernst H. Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey. Un estudio de teología política medieval, Alianza, Madrid, 1985, pp. 114-115.

[10] Vid. Indro Montanelli, Historia de Roma, Debolsillo, Barcelona, 2005, p. 174.

[11] Cfr. Knud Haakonssen, The Sciencie of a Legislator: The Natural Jurisprudence of Hume and Smith, Cambridge Univertity Press, Cambridge, 1981, p. 7.

[12] Vasili Grossman, Vida y destino, Lumen, Querétaro, 2008, p. 25.

[13] Id., p. 517.

[14] Id., p. 806.

[15] Manuel Ayau, Un juego que no suma cero. La lógica del intercambio y los derechos de propiedad, CEES, Guatemala, 2006, p. 19.

[16] Cfr. Nota de Aurelio Pérez Jiménez y Alfonso Martínez Díez a Hesíodo, Obras y fragmentos, Gredos, Madrid, 2000, pp. 14-15, n.5.

[17] Cfr. Henri Frankfort, Reyes y dioses. Estudio de la religión del Oriente Próximo en la Antigüedad en tanto que integración de la sociedad y la naturaleza, Alianza, Madrid, 1998, pp. 30 y 33.

[18] Id., p. 75.

[19] John Rawls, op. cit., p. 79.

[20] José Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía, T. I, Sudamericana, Buenos Aires, 1964,p. 1039.

[21] Cfr. Adam Smith, Investigación de la naturaleza y causas de la riqueza de la riqueza de las naciones, T. II, Orbis, Barcelona, 1983, p. 191.

[22] Robert Nisbet, Historia de la idea de progreso, Gedisa, Barcelona, 1981, pp. 230 y 231.

[23] Vid. Raymond Roover, «Economía escolástica. Supervivencia y permanente influencia desde el siglo XVI hasta Adam Smith», en Elidoro Matte Larraín (Editor), Cristianismo, sociedad libre y opción por los pobres. Una selección de artículos y ensayos, CEP, Santiago de Chile, 1988, pp. 91-117 y Alejandro Chafuen, Economía y ética, RIALP, Madrid, 1991.

[24] Cfr. Adam Ferguson, An Essay on the History of Civil Society, Edinburgh University Press, Edinburgo, 1966, pp. 122-123.

[25] Cfr. Robert Nozick, Anarquía, Estado y Utopía, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1988, p. 166.

[26] Vid. Thomas Hobbes, Leviathan, Clarendon Press, Oxford, 1909, p. 97.

[27] Cfr. Amartya Sen, op. cit., p. 445.

[28] Ernst H. Kantorowicz, op. cit., p. 246.

[29] Ernst H. Kantorowicz, op. cit., p. 145.

[30] Puntualmente, Harrington preceptuaba: «El mar puso leyes al crecimiento de Venecia, pero el crecimiento de Oceana pone leyes al mar.» James Harrington,La república de Oceana, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1996, p. 48.

[31] Id., p. 97.

[32] Erich Auerbach, Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental, Fondo de Cultura Económica, México, 1996, p. 298.

[33] John Locke, Ensayo sobre el gobierno civil, M. Aguilar, Buenos Aires, 1955, pp. 41-42.

[34] Id., p. 77.

[35] Edgar Bodenheimer, Teoría del Derecho, Fondo de Cultura Económica, D. F., 1990, p. 192.

[36] Chaïm Perelman, La lógica jurídica y la nueva retórica, Civitas, Madrid, 1988, p. 97.

[37] Peter Sloterdijk, En el mismo barco: ensayo sobre la hiperpolítica, Siruela, Madrid, 2002, pp. 50-51.

[38] Cit. por Juan Llambias de Azevedo, El pensamiento del derecho y del Estado en la antigüedad, Valerio Abeledo, Buenos Aires, 1956, p. 24.

[39] Gilbert Murray, Eurípides y su tiempo, Fondo de Cultura Económica, México, 1966, p. 73.

[40] Benjamín Constant, Curso de política constitucional, Taurus, Madrid, 1968, p. 280.

[41] Francisco de Vitoria, La Justicia, Tecnos, Madrid, 2001, p. 38.

[42] Geoffrey Brennan y James Buchanan, La razón de las normas. Economía política constitucional, Unión Editorial, Madrid, 1987, p. 59.

[43] Evgenii Pašukanis, Teoría general del derecho y marxismo, Labor Universitaria, Barcelona, 1976, p. 55.

[44] Cit. por Jacques Derrida, op. cit., p. 148.

[45] George Berkeley, Tratado sobre los principios del conocimiento humano, Alianza, Madrid, 1992, pp.117-118..

[46] Marcus Tullius Cicerón, Obras escogidas, El Ateneo, Buenos Aires, 1951, p. 662.

[47] Alexis de Tocqueville,La democracia en América, Vol. I., Sarpe, Madrid, 1984, p. 252.

[48] Cfr. Francisco de Vitoria, op. cit., p. 14.

[49] Vid. el estudio preliminar Luis Frayle Delgado a id., p. XX.

[50] Michael Oakeshott, «La Torre de Babel», en El racionalismo en la política y otros ensayos, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 2000, p. 432.

[51] Sobre la distinción entre equidad y justicia, Sen (op. cit., p. 101) noticia (por advertencia de Isaiah Berlin) que en francés son indistintas ambas expresiones. Ilustrando que la voz inglesa fair tiene sustrato germánico, del alto alemán fagar. De usos inicialmente estéticos (atractivo, placentero), entre la baja Edad Media y el Renacimiento se convirtió en “equitativo a través de tribunales instalados ad-hoc (equity courts) por el poder real con la «finalidad poner remedio a las situaciones inicuas que podían producirse a causa de la aplicación rígida de la técnica del precedente». Chaïm Perelman, La lógica jurídica…, p. 20.

[52] Chaïm Perelman, «La idea de Justicia en sus relaciones con la Moral, el Derecho y la Filosofía», en Crítica del Derecho Natural, Taurus, Madrid, 1966, p. 172.

[53] Cfr. Amartya Sen, op. cit., p. 334.

[54] David Hume, Essays moral, political and literary, Liberty Fund, Indianapolis, 1987, p. 594.

[55] David Hume, An Enquiry Concerning the Principles of Morals, Open Court, La Salle, 1966, p. 25, cit., por Amartya Sen, op. cit., p. 203.

[56] David Hume, Investigación sobre el entendimiento humano, Losada, Buenos Aires, 1939, pp. 134-135.

[57] Viéndolo desde el lado perverso, Buchanan razonaba que: «Cada parte tiene un incentivo para violar el contrato, para violar la ley, si puede predecir que su propio comportamiento no influenciará el de los demás» (James Buchanan, Los límites de la libertad. Entre la Anarquía y el Leviatán, Premia, México, D. F., 1981, p. 135). Ya en la República (Libro II, 358e) de Platón, Glaucón había dicho que es por naturaleza bueno el cometer injusticia, malo el padecerla, y que lo malo del padecer injusticias supera en mucho a lo bueno del cometerlas.

[58] Benjamín Constant, op. cit., p. 11.

[59] Id., p. 236.

[60] Theodor Geiger, Moral y Derecho, Alfa, Barcelona, 1982, p. 41.

[61] John Rawls,«Réplica a Habermas», en Jürgen Habermas y John Rawls,op. cit., p. 137.

[62] Eduardo García Maynez, Filosofía del Derecho, Porrúa, México, D. F., 1974, p. 30.

[63] Bruce L. Benson, Justicia sin Estado, Unión Editorial, Madrid, 2000, p. 260.

[64] Elena Cassin, Jean Bottéro y Jean Vercoutter (Compiladores),«Los imperios del antiguo Oriente, I. Del paleolítico a la mitad del segundo milenio», en Historia Universal Siglo XXI, Vol. 2, Siglo Veintiuno, México, D. F., 2006, p. 126.

[65] Cfr. Francesco Guicciardini, Recomendaciones y advertencias relativas a la vida pública y a la vida privada, 208.

[66] John Rawls, op. cit., p. 23.

[67] Thomas Paine, «Justicia agraria», en El sentido común y otros escritos, Tecnos, Madrid, 1990, pp. 104-105.

[68] Cfr. John Rawls, op. cit., p. 229.

[69] Cfr. Michael Walzer, Esferas de la justicia, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1993, p. 120.

[70] Gonzalo Gamio, Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica, Instituto Bartolomé de las Casas/CEP, Lima, 2007, p. 252.

[71] Id., p. 250.

[72] Cfr. Martha Nussbaum, Justicia poética. La imaginación literaria y la vida pública, Andrés Bello, Barcelona, 1997, p. 155.

[73] Cfr. Aristóteles, «Moral a Nicómaco», en Los Tres Tratados de Ética/El Tratado del Alma, El Ateneo, Buenos Aires, 1950, p. 210.

[74] Evgenii Pašukanis, op. cit., p. 66.

[75] Jacques Derrida, op. cit., p. 142.

(Publicado en la revista en Laissez-Faire, Nº 35, Ciudad de Guatemala, Septiembre 2011, pp. 40-64.)

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