Paul Laurent

El cosmos que envuelve cada uno de nuestros procederes no es gratuito. Tampoco es ajeno a lo que somos ni a lo que hacemos. Esta realidad que hoy causa sospechas de toda índole no es más que la suma de los humanos intereses que pugnan entre sí. Un proceso sin fin ni dueño. Propiamente cataláctico, tal como lo denominó el arzobispo Richard Whately en 1838.[1]

Propuso ese término para describir la superlativa riada de intercambios que se dan en el mercado, los mismos que terminan desbordando lo instrumental y crematístico, coadyuvando a la instauración de un pathos capaz de elevarlo por sobre su inmediatez. Ese sentir que comienza a nacer por sobre los atavismos. El doloroso parto.

La locución economía literalmente significa “reglas” (nomos) para el gobierno de la “casa” (oikos). Justamente aquello que Jenofonte expuso en su obra Economía o gobierno doméstico. En éste trabajo el alumno de Sócrates refiere que esta disciplina es el arte que permite llevar a buen puerto el manejo de la personal hacienda. Así pues, no estamos ante un tratado para la administración de un país, de una provincia, ni siquiera de una aldea, sino de la regencia de los bienes del hogar.

Esto no tendría por qué llamar la atención si es que tuviéramos en mente lo que literalmente nos indica esa expresión, que es lo que escritor ateniense describe. De hecho, este orden de cosas difiere en alto grado de lo que comportan la suma de las economías, que es lo que hace a la sociedad y al mercado. Por lo mismo, tal denominación no empata con un volumen eminentemente más vasto. Su espectro es reducido.

En puridad, no podemos referirnos a la oikonomía de una nación sin caer en imprecisiones. Un individuo puede conocer muy bien cada uno los factores que constituyen su heredad, pero por sobre todo conoce a los que conforman su entorno más íntimo. En cambio ello no acontece de igual manera cuando nos referimos a una dimensión compuesta por miles, cientos de miles o millones de personas. En un escenario de esa envergadura es imposible llevar a cabo el oficio de tutor o de gerente. La sola mención de la locución economía no alcanza para siquiera evocar la hechura y naturaleza de ese universo. Únicamente con el vocablo catalaxia o cataláctica (que tiene su génesis en la voz griega katalattein o katalassein) se puede sopesar lo que es el mercado. Y con auténtico rigor. El mejor nomen para atrapar ese inmenso e inasible campo de interminables permutas. Ahí donde operan las voluntades de los que algo tienen que dar a cambio, siendo que para ello solamente hay que existir.

He aquí lo que el constitucionalismo debe proteger. Su telos no es otro que el proteger de los fueros de los privados. Sólo garantizado libertades le permitirá salvaguardar la sanidad del laissez-faire. Es de esta guisa que no es dable señalar que estamos bajo un régimen adscrito al derecho si es que a la vez repudiamos el magno espectáculo de la transacción y la barata. Ese aún incomestible maridaje que persiste en no comprender el salubre y motivador concierto que se da entre juridicidades y comercios. Arcanas reticencias. Fobia a lo pecuniario, la que limita el republicano devenir. Ese esquema donde lo público es producto de la suma de los intereses particulares antes que los del estado.

Menudo recordatorio. La disyuntiva de regirnos por la ley (siempre sinónimo y resguardo de independencias), o la de ser parte de una decoración extraña y caprichosa, donde un indolente patrón sólo perpetra lo que se lo ocurre y punto. Lo que hace que nuestras existencias se supediten a lo que un ente foráneo a nuestro yo prescriba. Por demás, un atentado que no puede tener ningún respaldo constitucional. ¿No puede? No debería, porque lo “tiene”. Por ello estamos ante cualquier cosa menos ante una ciencia capaz de ampararnos de las agresiones y de las violencias. Que no nos garantiza propiedad alguna. Que nos anula la potestad de decidir, sin asentimientos ni permisos, las riendas de nuestro propio destino.

Colegir que la “dignidad” del hombre exige una abierta intromisión del poder político es un lamentable error. Tremendo error. Pues desvirtúa el objetivo primordial del derecho, obsequiándole al Leviatán atribuciones explícitamente no constitucionales. Justo lo que en el presente campea. Ese igualitarismo estatal que no tiene el más mínimo reparo en teorizar legalidades al margen de cada uno de los soportes del librecambio, como si éstos no tuvieran nada que ver con lo que viene a ser un auténtico estado de derecho.

Así pues, despotricar de la cataláctica porque no es asible, como lo es una llana economía doméstica, no es sólo confesar una completa incomprensión del mundo el que se vive. Es testimoniar una absoluta repulsa hacia las normas que nos rigen fuera de los linderos de los políticos. Ese orden que se diseña sin más legislación que la que establecen los simples mortales en su libre proceder. Esa mera concurrencia que elabora cánones más sólidos y constitucionales que los que cualquier pretencioso estado-nación.

Cierto, el sólo hecho de redactar una carta política (o “constitución”) con “declaración de derechos” a cuestas ya es un despropósito. Su sola redacción es una afrenta, pues ¿quién autorizó a escribirlos? ¿Con qué atribución lo hizo? Pero obviamente es a través de una directa y puntual instauración de un “régimen económico” dentro de esa misma ley fundamental que las libertades se ven indefectiblemente melladas. Por ello es que, de los numerosos proyectos de constitución de los que se puede tener noticia, escasas o hasta nulas serán las discrepancias en torno a lo que concierne a los campos clásicos (los que tratan de los “derechos fundamentales”) de un texto político-legal de esa envergadura. Sin embargo en lo que atañe al “arte” de inmiscuirse en los negocios la cosa cambia. Es ahí donde las personales soberanías pierden sustancia, despojándolas de toda posibilidad de acción a través de galimatías que únicamente lograrán que lo estatal las incapacite desde su imperium.

Acontece entonces la relativización, incluso hasta la inoperancia, de lo que nos pertenece. La concreción legislativa del discurso de los que quieren hacer sentir que el manifestar y el hacer valer lo que es entera e indiscutiblemente suyo es análogo a reivindicar un acto delincuencial. El derecho como el equivalente al robo y al abuso. El mundo al revés.

Muy distinto sería todo esto si es que los que tienen que salir al frente de las éstos ataques evidentemente palaciegos cumplieran con su humilde papel. La desidia y labilidad de los académicos y juristas del presente es lo que permite el avance de estas afrentas, comportándose como deletéreos fedatarios gubernamentales. Los que allanan el camino para los estropicios desde el poder. De esos que muy bien pueden decir, como ironizaba un viejo jurista sobre su propio oficio: «Nosotros —decía— ni sabemos ni nos preocupa qué leyes debéis dictar, ya que ello pertenece al arte, al que somos ajenos, de la legislación. Dictad las leyes que queráis. Cuando lo hayáis hecho, os explicaremos en latín qué leyes habéis promulgado».[2]

¿Casi se puede decir que no hay salida?

Se sacan de la manga lastimeros clamores disfrazados de sabiduría, de prudencia y de emoción social. Se corrompe el altruismo con el fin inocular la aversión contra lo que significa el individuo y su incomprendido universo. Así es, la fobia para con lo privado es lo que conmina a que se presenten una gama de artilugios que no harán más que denostar los soportes y valencias de lo eminentemente civil, aquellos cánones que únicamente son posibles desde el imperio de la propiedad.

Ante éstas arremetidas es que se inventaron una serie de providencias, cuyo objetivo es consagrar (a la vez que elevar), por sobre la efigie de lo público (de lo estatal), a los particulares. Tal es la misión del derecho constitucional: liberar al hombre tanto de la opresión de sus semejantes como del poder político. Su sola mención debería evocar ese fin. El ideario de la anglosajona Rule of law (gobierno regido por leyes), pasando por el atemperado absolutismo del germano Rechtsstaat (estado de derecho), marchaban hacia esa causa. El intento liberal de racionalizar al monstruoso y congénitamente desmesurado Leviatán.

Haber despojado al rex del libre albedrío hizo que éste sólo se mueva a partir de lo que la norma señale. Desde entonces, no se puede hacer nada desde el estado sin una ley previa. Ante la ausencia de ésta únicamente rumiará cabizbajo. Por consiguiente, ya no tiene el camino expedito para sus connaturales ínfulas. He ahí su máximo logro. Será desde aquí donde irrumpan los argumentos que darán sustento a la insurrección de los colonos ingleses en América del Norte. El adagio not taxation without represetation (no a los impuestos sin representación) será la cabal interpretación de aquella apuesta. Ya con anterioridad, entre los siglos XVI y XVII los escolásticos tardíos avisaban del fenómeno al explicar que los impuestos «eran una restricción al uso y al dominio de los bienes privados», siendo que esa porción retenida por la autoridad era la destinada «a proteger la propiedad y con ella sus efectos beneficiosos (la paz, la concordia, el orden y el desarrollo)».[3]

Las disposiciones dictadas en violación de esta regla eximen a los contribuyentes. Si hay que tributar, que ese tributo nos sea ciego ni carezca de explicación ni vigilancia. Así, se exige que el gobierno financie su subsistencia y proceder exclusivamente por intermedio de los impuestos, prohibiéndose tajantemente todo tipo de endeudamiento.

Mientras menos disposiciones a su favor tenga el estado, menos afectaciones habrán de padecer los particulares. Como se infiere, este tipo de alegorías antiabsolutistas son las que mejor ha calado en el imaginario constitucional. Tanto así que en virtud a su existencia o inexistencia sabremos del grado de desarrollo y cultura jurídica que un país tiene. Y ello porque colegir una legalidad profusa acusa, irremediablemente, un gobierno más independiente que sus ciudadanos. Obviamente, no podemos expresar que algo nos es caro y primordial si es que a la vez lo arrojamos a las manos de legisladores y burócratas.


[1] Vid. Friedrich Hayek, La fatal arrogancia, Centro de Estudios Públicos, Santiago de Chile, 1990, p. 181.

[2] Cit. por Evgenii Pašukanis, Teoría general del derecho y marxismo, Labor Universitaria, Barcelona, 1976, p. 40.

[3] Alejandro Chafuen, Economía y Ética, RIALP, Madrid, 1991, p. 63.

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