Gran experto en seres humanos en proceso de animalización, George Orwell redactó en 1946 un artículo en el que juzgaba que la política «es una masas de mentiras, evasivas, estupidez, odio y esquizofrenia.»
Redactado en medio de las dos obras que le dieron fama: La rebelión en la granja (1945) y 1984 (1949), dicho artículo (titulado Politics and the English Language) no hacía más que expresar de manera directa lo que por medio de las dos mencionadas novelas manifestó.
Desengañado del comunismo durante la guerra civil española (1936-1939), fue de los que percibió que la revolución en aras de la sociedad sin clases no se limitaba a exterminar explotadores. Así es, Orwell comprendió que la poda revolucionaria era tan ambiciosa que hasta podía llegar a exterminar buena cantidad de las palabras que cotidianamente empleamos. Claramente, dibujaba una forma muy sutil y “científica” de arrancarnos la lengua.
Esa mutilación no se limitaba a la anulación física de un órgano, siendo que el máximo objetivo estaba en la anulación del verbalizar. Y desde ello, de imaginar. Pues, ha de entenderse que no hay nada más contrarrevolucionario que el dar rienda suelta a la subjetividad y soñar de manera distinta al “soñador oficial”.
Como buen trotskista desengañado, Orwell advertía la nueva dimensión que la política había adquirido. Si la pretensión de los modernos príncipes (de Lenin a F. D. Roosevelt, pasando por Hitler) era edificar sociedades justas e igualitarias, entonces dichos transformadores de realidades deberían de contar con la suficiente capacidad de acción para proceder en consecuencia. Es decir, todo lo que obstaculice el accionar de estos personajes deberá de ser hecho a un lado. Y así fue.
Si ese es el norte a seguir de la política moderna, no será muy complicado prever que los arqueólogos del futuro seguirán topándose con aquellas manifestaciones de poder omnímodo que los arqueólogos del Próximo Oriente del siglo XIX conocieron como tells. Esas colinas que no son más que inmensos amasijos de lo que antaño fueron pueblos y ciudades que en un momento determinado de la historia un todopoderoso déspota los redujo a la mera situación de futuro resto arqueológico.
Como se ve, la ecuación “mayor poder” igual “mayor capacidad de destruir cosas y gente” aún sigue intacta. Es la lógica consecuencia de quien asume el poder político sin mayor límite que su personal emoción. Todo aquello que va de la mano de un arsenal de mentiras que parecen verdad. Como dice Orwell, algo así como para que el «asesinato parezca respetable, y para dar una apariencia de solidez al puro viento.»
Si en términos normales la relación entre mito y lenguaje es más que estrecha, desde la anormalidad esa mezcla asaz de radical. Obviamente, lo deliberado nunca suele parir nada semejante a lo no deliberado. ¿Cómo pensar honestamente desde palabras de por sí equívocas pero radicalizadas en su polisemia? Pero sobre todo, ¿cómo hacer política si la modernidad invocada exige un estado mutilador de lenguas para evitar desequilibrantes desbordes de ofensivas (y egocéntricas) individualidades?
Así pues, el discurso político o la ideología como careta de personales miserias o traumas de los modernos príncipes no tiene por qué sorprender. Al fin y al cabo, si se mostraran sin esos afeites estarían a obligados a someterse a la realidad que tanto detestan. Y la detestan porque les quita razón de ser.