En medio de un altercado contra el ofensivo Agamenón, la cerebral Atenea le dice al temperamental e instintivo Aquiles: Ea, cesa de disputar, no desenvaines la espada e injúriale de palabra como te parezca. (Homero, La Ilíada, Canto I, frag. 206)
Sin duda, la diosa tenía en claro la enorme diferencia que hay entre expresarse con palabras (como con caricaturas) y la de golpear con un arma letal. No hay manera de contraargumentar si se recibe un descalabrador mazazo, una certera estocada o una mortal ráfaga de un Kalashnikov.
Más por su inteligencia que por su virginidad, la divinidad pagana que le dio nombre a Atenas concebía perfectamente los universos que separan el diálogo de la violencia. No en vano ella misma provenía de un muy antiguo intercambio de pareceres. Así es, Robert Graves la tiene como la diosa libia Neith o como la palestina Anatha antes de travestirse como una deidad griega.
Cuestión de memoria. Como antaño, expresarse libremente es uno de los mayores pilares de la cultura occidental. Junto con la noción de igualdad ante la ley, es uno de sus mayores aportes a la humanidad. Ciertamente, un instrumento (tanto ético como legal) que le otorga al hombre un campo de libertad de acción sólo limitado por el propio universo que se puede ofrecer la gente con derechos. Por ende, toda satisfacción de diferencias que se suscite al margen de esa esfera llevará en sí la carga de la injusta desproporción y violencia.
Como lo ilustra Homero (el que hace hablar a Atenea), son las situaciones extremas las que les sirven de pretexto a los enemigos de la libertad (incluidos algunos de sus presuntos amigos) para justificar medidas en contra de ella. Claramente, fuera de esa situación ese mismo pretexto no pasaría de ser un mero exabrupto. Empero, la “virtud” de toda situación límite es precisamente la de invitar a romper las reglas que sustentan la cotidiana civilidad. Al fin y al cabo, la pretensión de convertir las soluciones excepcionales en regla siempre fue el objetivo a alcanzar de los enemigos de la libertad.
No medir las irreverencias, las obscenidades o hasta los insultos desde los propios derechos es no oír la luminosa advertencia de Atenea a Aquiles. Una advertencia que a pesar de su trazo mítico y remoto nos advierte del peligro de las sociedades con pretensión de homogeneidad, a las que les repulsa las disidencias y la pluralidad de pareceres, el congénito descarrió de los particulares. ¿Es desde aquí que se habla de un orden inclusivo, de personas debidamente “asimiladas”?
Verdad, la única homogeneidad, inclusión o asimilación que corresponde al discurso del mundo libre es la que atañe a la ley. Iguales ante ella, a pesar de las múltiples diferencias. En términos de Heródoto, esta es la reivindicación de aquella isonomía desde donde se le pone freno a las espadas de los alocados príncipes en provecho de los individuos con derechos. Siendo que hacer referencia a los individuos es de por sí un abierto convite a un creativo caos, pero no por ello a ningún criminal desorden.
He aquí quizá el mayor distintivo de Occidente, el que al propio Occidente le cuesta asumir. Por ello únicamente repara en la importancia de esos valores cuando los enemigos de los mismos los hieren salvajemente.