“Aquella visita tan placentera a tu casa concluyó de pronto cuando sonó el timbre. Te acercaste a la puerta y abriste. Era un grupo de muchachos. Pensé que venían a venderte la biblia o en el peor de los casos que eran auditores de la oficina de impuestos. Les diste la mano, llamando a cada uno por su nombre, y los hiciste pasar. Sin duda eran tus amigos. Me sorprendió la seriedad de esos muchachos, el rigor de sus miradas, la vejez de sus zapatos. No entendí quiénes eran, a qué venían. Me dijiste, mientras esperaban en una sala contigua, que esos jóvenes eran estudiantes de la universidad y los habías reunido en un grupo de estudios liberales, incitándolos a leer a Friedman, Adam Smith, von Hayek y otras mentes esclarecidas para que más adelante pudiesen esparcir, con celo de predicadores, la verdad libertaria. Te volví a admirar. Te habías convertido en un silencioso misionero del liberalismo, revelándoles a los nativos más propicios la luz de la verdad. Tras estrechar las manos pujantes de esos muchachos, les rogué que me excusaran de no participar en ese conciliábulo liberal, pues tenía que cumplir un compromiso ineludible de carácter personal, a saber —pero no lo dije, claro está—, irme a comer un sánguche de pollo porque me moría de hambre. Te quedaste con esos, tus otros hijos adoptivos, y me marché pensando que eras uno de los hombres más buenos y generosos que he conocido y que tu esposa Josefina, sinceramente, debió invitarme al menos un té helado.” (Jaime Bayly, Los amigos que perdí, Alfaguara, Lima, 2000, p.117)