Si la institucionalidad que entre 1895-1919 permitió el crecimiento de la economía peruana y trajo novedades como la urbanidad, el industrialismo, las clases medias y los sectores obreros apostó por la libertad económica y la política, la que produjo el despegue económico entre 1950-1960 no. Sólo privilegió la económica.
Se estima que en este último período el Perú tuvo un crecimiento anual del 5.6% del PBI, lo que invitó a muchos a asumir que democracia y librecambio eran antitéticos. Para que una institucionalidad afecta a la libertad económica y política vuelva a ocurrir, nuevamente habrá de ser precedida por una tragedia nacional: en este caso, la hiperinflación del primer gobierno aprista.
Al respecto, en una de sus últimas entrevistas televisivas Víctor Raúl Haya de la Torre describirá el escenario económico de 1978 peor al que dejó la infausta guerra con Chile (la tragedia que precedió a la mal llamada “república aristocrática”). En medio de los preparativos para la instalación de la Asamblea Constituyente que consagrará nominalmente los “logros sociales” de la dictadura de Velasco (1968-1975), un octogenario Víctor Raúl sentenciaba de fracaso a la “revolución” que intentó establecer vía manu militari un estado del bienestar tercermundista.
Empero, Haya nunca se enterará que ese fracaso de los militares se iba a extender con los gobiernos democráticos. Las cifras de la pobreza se incrementarán radicalmente. Y como colofón de esa apuesta “inclusiva” ahora ejercida en democracia, será un predilecto discípulo suyo el que cierre el círculo de la acelerada descapitalización iniciada en los sesenta: en 1990 Alan García llegará a los 7649% de inflación por puro amor a los pobres.
Ya en 1963 Fernando Belaúnde había alcanzado por primera vez la presidencia de la República con un programa manifiestamente asistencialistas (de libertades políticas y derechos sociales, pero no precisamente de libertades económicas). Ese fue el soporte de su lema la conquista del Perú por los peruanos. Su discurso reivindicaba tanto el “ancestral” cooperativismo de los “antiguos peruanos” como (siguiendo la teoría de la dependencia de Raúl Prebisch, gurú de la CEPAL) el sustituir las importaciones protegiendo a la industria local.
Lamentablemente, aquella predilección “desarrollista” (técnicamente keynesiana) tendrá un alto precio, arrastrando a la propia institucionalidad democrática. Así, la apuesta del segundo régimen de Manuel Prado (de la mano de Pedro Beltrán entre 1959-1961) por una economía sin déficit fiscal ni inflación fue dejada de lado. Igualmente fue paulatinamente soslayada la apertura de los mercados que promovió. Del crecimiento de 9% sin inflación se pasó al 5% con inflación.
No obstante el populismo de Belaúnde, serán los militares que lo depongan quienes ejecuten un ambicioso programa de planificación centralizada de la economía. Con ellos las expropiaciones agrarias e industriales pasaron a ser una dramática constante.
Sin reparar un ápice en lo que ya se podía ver en la región (el fiasco de Brasil, un país industrializado que sigue perteneciendo al orbe del subdesarrollo), se prosiguió con la receta de Prebisch. Una receta que juzgaba que el capital privado no era más relevante que el del estado, activando una institucionalidad que invitaba al inmovilismo antes que a la competencia.
Tal es como el mercantilismo y el mercado negro pasaron a ser las dos vías de la empresarialidad. A mediados de los años ochenta Hernando de Soto alcanzará celebridad mundial al auscultar el escenario de un país que sobrevive huyendo de la institucionalidad estatal, adentrándose en el mundo de las economías sumergidas. Esas mismas economías sumergidas que la legalidad estatal sigue promoviendo a pesar de las capitalizadoras reformas de los noventa.