Paul Laurent
… o las también llamadas caviar. Fino manjar. De precio inalcanzable para muchos, carísima delicia que sigue siendo de pocos. Alimento gourmet, no apto para paladares sin alcurnia o pedigrí. Escoja usted.
Ello en descriptivos términos socio-culinarios. En jerga socio-política, caviar es un mote, chapa o mero adjetivo directamente dirigido contra la llamada izquierda de salón, de coctel, la fina muchachada que hace varias lunas decidió hacer la revolución clasista y combativa antes que hacer la larga marcha por los salones más finos y exclusivos de la high life limeña.
Y lo hicieron, pero sin perder el buen estilo. A lo Frida Holler, sin bajar “ese dedo meñique”. Un esfuerzo mayúsculo. Un acto de exquisito heroísmo. Luchar con el pueblo, para el pueblo, pero sin las manías del pueblo. Al fin y al cabo, serán ellos los que les enseñen a las masas la ruta del charme y del glamour.
Elevados ideales. De los que juzgan que hay que guardar la etiqueta hasta el último. ¿Hasta cuando se insulta? Bueno… complicado, complicadísimo. Sería un exceso. Ya no tendría sentido zaherir a alguien si es que por delicadeza o moderación consultamos a la víctima de nuestras furias si es que le gusta o no el “chaplín” que pensamos ponerle. ¿Se imaginan tamaña consideración?
Bueno, tal parece que ese es el civilizado anhelo de Alberto Vergara. Él, en un artículo publicado en la revista Poder, se pregunta, ¿qué es esto de lo caviar, el caviarismo y la caviarada? Es un turista al que tal locución le parece una agresión propia de una sociedad frívola, de un país lleno de fútbol y farándula.
Todo indica que a éste chico no le gusta el “deporte rey”. ¿Porque hay muchas patadas y maledicencias? Es una sospecha. ¿Ni la televisión “basura” por abundancia de imágenes, miserias y verbo soez? No es ninguna intuición, sino una real convicción: No le gusta el ruido, esas estridencias que abundan en las calles y en las combis donde se movilizan millones de peruanos día a día.
Sin duda el impacto de abandonar los casi silenciosos predios del “primer mundo” con nuestra afro-andina latinidad siempre es chocante. Por ello se sorprende ante el festival de nuevos términos que asoman entre el general bullicio, siendo el de “caviar” el que más lo conmueve. ¿Acaso por defecto profesional?
Puede ser. Pero que ese “defecto” no lo empuje a reclamar un imposible: demandar un insulto más acorde con sus valores político-morales. En pocas palabras, ¿quiere que lo insulten respetuosamente? Es decir, ¿reclama un “chapa” digna de sus virtudes, no de sus defectos? ¿El primer paso para regular las orales iracundias?
No pues, así no es. No hay que desesperarse ni perder el horizonte. Vergara prefiere el mote de “cívico” porque calza con el oficio de tribuno de la plebe que muchos de los señalados “caviares” se arrogan a través de sus ONG. Así cualquiera. No confundir el insulto con el piropo. Y “caviar” es de los primeros. De los que tienen carga pasional, sangre en el ojo y veneno que no mata, sólo fastidia. La mala leche que lo perturba.
Como diría Atenea a un enfurecido Aquiles, las injurias de palabra no son análogas al hiriente efecto que promete una espada desenvainada. Si el agravio verbal aflora es porque el pecho que la alberga no puede seguir conteniéndolo en su interior. El Evaristo Carriego de Borges lo sabía a la perfección: A los gringos no me basta con aborrecerlos; yo los calumnio. Letal.
Vergara no entiende esa simpleza, la estirpe del mal-decir. ¿Ansía un país como el que describe el 1984 de Orwell, donde las palabras son vaciadas y el vocabulario regulado hasta la calculada afasia? La política en sí ya ha sufrido mucho por esa vocación de desbravar emociones. Que por lo menos no nos quiten el placer de vociferar a nuestras anchas y con todos los nervios expuestos. Es humano y necesario. Por lo pronto, ayuda a desfogar.
Si a lo largo de éstos últimos doscientos años la izquierda ha inundado de adjetivos a sus adversarios, a qué viene el reclamo. Incluso una enorme cantidad categorías académicas tienen como punto de partida directas puyas y descalificaciones. Infinidad de tesis y aplaudidos libros se han escrito por todo el mundo bajo esos rótulos. Y que se sepa, nadie se quejó. Y si lo hicieron, nadie escuchó.
¿Un reclamo muy caviar? Quejoso cuando menos. Que no repara en un detalle, la traza paternalista del discurso de izquierda. Los que dicen tener el monopolio del “amor a los pobres”. ¿El mismo amor que tenía el padre De las Casas frente a los aborígenes del Nuevo Mundo? ¿Entonces quiénes harán el rol de los esclavizados negros africanos?
Extraña manera de condolerse por “el otro”. Ese otro que aprendió a odiar la diferencia (de credo, piel, sexo y riqueza) porque alguien le dijo que ello ocasionaba sus desgracias. Así es, el rechazo a los valores de la democracia y la vida civilizada no se originaron en las masas, sino en los “niños bien” engendrados y criados por aristócratas y burgueses. De los dicterios lanzados entre señoritos el pueblo no hará mayor mueca, no es su lío ni lee francés. Su tema es sobrevivir a pesar del ruido, las sociológicas susceptibilidades y las regulaciones.