Que alguien se diga defensor de los derechos individuales y que a la vez alegue oponerse al matrimonio homosexual porque atenta contra sus valores religiosos y familiares sin duda se encuentra en un serio problema de ubicación moral. O mejor dicho, de desubicación.
Es muy fácil abogar por libertades cuando estas van por la vía que a uno le satisface, pero no tanto cuando desde esas mismas libertades son otros los que proceden a negar lo que uno cree.
Como he manifestado anteriormente, flaco favor se hacen los abanderados del matrimonio entre dos personas del mismo sexo al buscar ser parte de la legalidad estatal que envuelve al matrimonio. Personalmente creo que la libertad pierde mucho al someterse al estado, pero también creo que tienen todo el derecho a desgraciarse la existencia sometiéndose voluntariamente a toda la maraña legal de un estado deformado por unas ínfulas de justicia social que no sabe de límites, comenzado por la sexualidad. Así es, ni lo que sucede debajo de las sábanas deja de ser de interés público para el estado moderno.
Por lo dicho, es claro que no considero que el matrimonio homosexual encarne por sí mismo propuesta libertaria alguna. Si lo fuera, no excluiría a quienes practican otras variantes de la vida marital (por ejemplo, los polígamos, los grandes excluidos del tema).
Ahora, ¿qué tanto pueden primar los prejuicios en las personas en relación a los proyectos de vida de sus semejantes? Prejuicios que tienen el inmenso poder de arrastrar incluso a algunos autoproclamados defensores de las libertades individuales a anteponer sobre las mismas su amor por la familia tradicional.
Como la palabra lo dice, pre-juzgar es sentenciar de antemano. Desde ello se estigmatiza, se condena. Bajo ese parecer, un polígamo como un gay es un inmoral en potencia (como antaño lo fueron en Occidente los herejes, apóstatas y ateos). Y lo es por la simple razón de que no se sabe a ciencia cierta qué habrá de suceder si es que se les otorgan derechos iguales a la “gente normal”. En pocas palabras, es el temor a experimentar.
He ahí el problema mayor, pues si se asumen como válidos los criterios en favor del libre ejercicio de la autonomía individual suena incoherente ese temor. Temor infundado por demás, pues una persona sólida en sus principios morales y credo religioso no debería sentir miedo por la presencia de quienes ejercen formas de vida distinta a la suya. Claro, salvo que la debilidad moral y la poca fe sean los verdaderos culpables de sus temores. De ser ese el motivo, esa personal falencia (¿trauma, autoengaño, represión?) no puede ser imputada a terceros.