Paul Laurent
Salvador Dalí solía decir que sólo quien ha hecho el amor con su esposa Gala ha hecho el amor. A su entender, los demás mortales a lo mucho podían alcanzar a realizar una ridícula cópula. Sin lugar a dudas, un argumento altamente endogámico. ¿Similar a como nuestra limeñísima progresía concibe a los que mueren entre pájaros y árboles?
Según la escala de valores de nuestra intelligentsia (¿la de la cúpula de Braudel?), no es igual la muerte de un poeta-guerrillero que el deceso de cualquiera de los miembros de las fuerzas del orden. Ciertamente una cuestión de cualitativa sensibilidad que los organizadores de la exposición titulada Yo no me río de la muerte tienen muy presente. Un evento que la Municipalidad de Miraflores lleva a cabo para rememorar a uno de los íconos miraflorinos del compromiso social, con fusil en mano: Javier Heraud.
¿El que no ha muerto como el veinteañero vate en medio de la selva no sabe lo que es morir entre pájaros y árboles? Al comando de la policía César Vilca y a otros tantos uniformados no le estuvo permitida esa gracia. Su muerte en la selva de La Convención no encajaba con el romanticismo bayroniano que Madre de Dios le brindó al igualmente estético y revolucionario ex alumno del Markham College en 1963.
Innegablemente el que carecía del perfil para fenecer de esa poética manera era el suboficial Luis Astuquillca, y ello porque el igualmente veinteañero muchacho se resistió a sucumbir ante el ataque de las no precisamente elegantes, inteligentes, cultas y sensibles huestes del camarada “Gabriel”. Pero sobre todo no encajaba en el prototipo de los buenos combatientes que merecen el más verde de los paraísos por la simple razón de que no pertenece al club de los liberadores, sino al que castiga liberadores.
Esto último es lo que marca la diferencia. A ningún “represor” le está concedida la fortuna de cerrar los ojos para siempre contemplando la belleza, ni mucho menos de ser recordado como un valiente que defendió con su vida la vida de gente que incluso no conocía. Ahora, tampoco los integrantes del Ejército de Liberación Nacional conocían a los que iban a “liberar”, incluso “liberar” contra su voluntad. Como vemos, un mutuo desconocer: por un lado los “alienados” integrantes de la policía nacional y de las fuerzas armadas y por el otro los incomprendidos “luchadores sociales” de los movimientos otrora insurgentes, luego subversivos y hoy terroristas.
¿Irá Astuquillca y el acongojado padre de César Vilca a la Sala Luis Miró Quesada Garland? ¿Irán los amigos y familiares de los policías y militares caídos durante todo este medio siglo de combate contra los émulos de Javier Heraud y sus camaradas? Y si van, ¿qué sentirán al ver al antepasado directo de los que roban y asesinan en nombre de la “justicia social” y del “pueblo oprimido”? ¿Se sentirán identificados con el apuesto poeta-guerrillero que ansiaba emular a Fidel Castro y al Che Guevara y asumirán la muerte de su deudo con el mismo estoicismo con el que el padre Gastón Garatea asimila el absolutista castigo de su obispo?
La muestra Yo no me río de la muerte es reveladora, pues ofrece la cara de un diminuto universo de gente que reivindica la “gesta” de un prototerrorista de los años sesenta en el mismo instante en el que… ¿la sensibilidad nacional se encuentra conmovida por los sucesos en Kiteni? Disculpen la interrogante, pero viendo bien las cosas: ¿la “sensibilidad nacional” la dicta realmente la nación o ese “diminuto universo de gente”?
Todo indica que es lo último. Al fin y al cabo la nación (el pueblo) es mucha gente que no ha tenido las condiciones para formarse en “elevados ideales” en Cuba castrista, en la China de Mao y en la U.R.S.S. Esos “elevados ideales” que nunca le harán comprender que matando a los suyos hombres como Heraud (el que a la verdad no tuvo tiempo de disparar un solo tiro) lo único que buscan era “liberarlos”. Lo tontos e ignorantes no entendemos ese tipo de liberación.
He ahí la otra cara del “cholo barato” y del “bruto de derechas”. La clara muestra de una distancia entre un discurso que reivindica para sí a un pueblo altamente diferenciado del pueblo auténticamente existente, y que por no existir le coloca en la imaginaria solapa unos héroes tan igualmente imaginarios como los motivos que los lanzaron a empuñar las armas y morir matando.