Si en el pasado los aspirantes al poder fraguaban prosapias y dignidades, en el presente compran grados, títulos académicos y autorías de libros. ¿Realmente es un sinsentido? No tanto si vemos que siempre el ser humano busca diferenciarse de sus semejantes e inventarse cualidades. Es la parte más perversa del precepto que dice que “el que estudia triunfa”, ello a pesar de que muchos de estos falsificadores ya han “triunfado” en la vida. Pero esa mentirosa sensación de que “algo falta” es la que los invita a buscar de mala manera lo que realmente no necesitan. Pero para los que no tienen dones de emprendedor (una inmensa mayoría) la vía del cartón barato y hasta falso adquiere un cariz más trágico. En este punto, la búsqueda del prestigio se mezcla con la urgencia de adquirir un empleo estable a toda costa (el que evita la fatiga de competir en el mercado laboral). Siendo que esto último es posible en la medida de que el primer empleador de la sociedad (el estado) demanda graduados por doquier más allá de su real calidad profesional y de la auténtica necesidad de la sociedad de contar con un ejército de servidores públicos. Aquí la pericia no interesa, sólo el cartón. Así pues, es el estado el verdadero promotor de esa “raza distinta” que fácilmente puede terminar convirtiéndose en víctima de sus propias angustias.