357461Ocho años atrás, el lustrabotas Doroteo Callañaupa comenzó a guardar sus ahorros del día debajo del televisor. Así se evitaba entrar a esas oficinas tan pulcras y relucientes pero que no le daban confianza: los bancos.

De esa manera, Callañaupa optaba por no pertenecer al 50% de peruanos que no ahorran. Claro, el otro 50% de ahorristas no precisamente van a los bancos. Las opciones varían, siendo la de ahorrar debajo del televisor (como otros debajo del colchón) una de las tantas formas de cómo el 25% de ahorristas nacionales guardan su dinero.

Si se repara en el porcentaje, este coincide proporcionalmente con la cantidad de pobres que indican las cifras oficiales. Un cuarto de los treinta millones de peruanos son pobres, como un cuarto de los ahorristas peruanos prefieren guardar sus caudales en algún lugar de su propia casa. Obviamente, asumen el riesgo. Lo saben, como también lo saben los ahorristas del sistema financiero convencional de un país donde las expropiaciones no son nada remotas. Junto a ese mal recuerdo, el fantasma del riesgo se nutre en el presente por los altos costos y el mal servicio que tienen los bancos.

Como se ve, aquí el riesgo no sabe de clases sociales. Tal es como la mañana del lunes 7 de marzo un incendio consumió la habitación que Callañaupa alquilaba. El fuego lo consumió casi todo, incluido su televisor y lo que guardaba debajo de él. La noticia del siniestro lo sorprendió cuando lustraba zapatos en el centro de Lima. Como tantos, había visto a lo lejos el humo negro que llamó la atención de la gente. Nunca sospechó que lo que se quemaba era su casa.

Lo primero que tuvo que haber escuchado al confesar lo más valioso que había perdido, debió de haber sido algo parecido a esto: por qué no lo guardaste en un banco. Quizás lo escuchó una y otra vez mientras buscaba desesperadamente sus 25 mil soles. Bueno, sólo encontró partes calcinadas de unos 14.600 soles. Ya no sirven, debió haber pensado en un primer instante.

Sí sirven, manifestó a través de una radio local un funcionario del Banco Central de Reserva (BCR) conmovido por el drama de Callañaupa. Así es como pudo cambiar dicho dinero por billetes nuevos. No es que fuera un completo alivio, pero la pena se reducía significativamente. En ese instante, la idea de que los bancos no son para los pobres bien pudo habérsele diluido como un tonto prejuicio.

En señal de gratitud, Callañaupa se dejó guiar por funcionarios del BCR. Le recomendaron depositar el dinero recuperado en el banco de su preferencia. Con muy pocas opciones a elegir, fue a uno de ellos. Ya en él, le aconsejaron abrir una cuenta de ahorros a plazo fijo. La banca nacional tiene un nuevo cliente. Un converso, que pasó del ahorro informal al formal.

¿Final feliz? Ante la prensa, Callañaupa aparece contrariado. Todo su dinero está en el banco. Por cortesía de un críptico empleado bancario, no podrá sacar ni un centavo hasta después de un año. Si lo hace, cae en penalidad. Ello es lo que le dice a la prensa, que indaga por su suerte. En conclusión, no tiene cómo cubrir su aciago día (ni los subsiguientes). Pide que lo ayuden, porque ni siquiera tiene ropa.

¿Cómo entender este absurdo? De la forma más simple: hace mucho que los bancos no están hechos para los pobres, no son su público objetivo. Están muy lejos los tiempos en que para fundar un banco no hacía falta ser millonario, cuando la legalidad le permitía a individuos más próximos a la gente más humilde guiarla en sus incursiones financieras.

P.D. Terminado de escribir este texto, el banco facilitó la modalidad de ahorro de Callañaupa para que pueda tener libre disposición de su dinero.

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