En On liberty (1859) John Stuart Mill estipuló que todo el que se dedica a vender mercancías al público afecta los intereses de las personas en particular y de la sociedad en general. A su entender, ese proceder arrastra una carga eminentemente antisocial. Empero, ¿antes de la aparición del mercader qué había?
Quizá la sola presencia de un comerciante acuse un universo de necesidades insatisfechas o de una vida más que complicada ante la carencia de tal o cual producto que hasta ese momento no se sabía que existía. Ello en el plano optimista, en el pesimista: ¿cuántos empresarios han arriesgado sus vidas y caudales llegando a un paraje hostil a sus pretensiones?
Como ejemplo de éste último caso, a inicios del siglo XVI el alemán Johannes Schick se desplazó hacia la “lejanísima isla de Yucatán”. Entre la ingenuidad y el delirio (no era ninguna isla), viajó hasta allí con el único fin de vender libros. La noticia de que ese era un lugar abundante en riquezas le activó la ambición. Obviamente, no encontrará compradores para sus incunables. Entre mayas en proceso de desintegración y conquistadores castellanos mayormente analfabetos, el mercado no era precisamente el mejor.
Sabemos de su fracaso por una nota inserta en un libro del hebraísta y cosmógrafo Sebastián Münster, publicado en 1528. Por la fecha, debemos de asumir que Schick estuvo en la primera oleada de migrantes europeos a México. Sin duda, se topó con un ambiente que no le permitiría por ningún lado dar rienda suelta a su sociabilidad.
Paradójicamente, en el presente el tipo de ambiente que no encontró el librero germano en Yucatán suele ser tenido como una selva sin orden ni ley. Se le juzga así porque los delirantes “Johannes Schick” se han reproducido (¿irracionalmente?) afectando con su sola presencia la vida del resto de los mortales.
En tiempos de Mill se había superado la premoderna creencia de que era obligación del gobierno regular el comercio en cada una de sus fases. Mas, no pasará mucho tiempo para que nuevamente aflore la certeza de que ello debería de volver a imperar. Así es, se deja de lado la convicción de que la baratura y la buena calidad de los productos están más eficazmente asegurados si es que no hay controles gubernamentales de por medio. Concretamente, se soslaya lo lentamente aprendido.
Desaprendiendo, se renuncia a aceptar que la sociedad es por sí misma suficiente para brindar información tanto a consumidores como a productores. Bajo estos parámetros, ¿qué tan “social” será el proceder del poder político de alterar el proceso de descubrir los modos de producción y de comercialización por parte de los empresarios, como el proceso de toma de decisiones para adquirir por parte de los consumidores? ¿Cómo es que lo gubernamental puede suplantar los intereses de los particulares, fraguando un “interés general” antagónico a los mismos?
Si Johannes Schick no pudo desplegar su urgencia de socializar en el Yucatán del siglo XVI por ausencia de gente potencialmente interesada en lo que ofrecía, quinientos años después se tiene a millones de seres humanos potencialmente interesados en parir un todo erróneamente tenido como antisocial. Una lástima, a Schick le hubiera encantado toparse con ese tipo de víctimas.