Paul Laurent

Leyendo en estas últimas semanas a más de un socialista “convicto y confeso” y a alguno que otro “seriamente preocupado” por el viraje del otrora candidato al que ayudaron a alcanzar la presidencia de la república, no me cabe la menor duda de que la política es por sí misma el hábitat natural de extremistas y paranoicos. Ciertamente un espacio sólo apto para radicales de espíritu y de vocación, donde los que se configuran de izquierdas son los especímenes más representativos de todos aquellos que no están dispuestos a aceptar la realidad tal como es.

¿Cómo asir a aquella casi siempre inescrutable circunstancia si es que a la vez los que deben de procurar mantener la cordura y la razón se hinchan de emociones y delirantes sensibilidades por un extraño (muy extraño) amor a los demás que se les activa como un potente narcótico? He ahí una forma de taparse los ojos y los oídos para sólo sentir, y sintiendo descubrir en el ocasional portavoz de sus reclamos unas cualidades sólo aptas para ser apreciadas en su integridad por los portadores de las andas de la “gran transformación”.

Imposible concebir la política (y a los políticos) de otra manera. Estoy hablando de la política en su estado puro, desnuda de frenos y de límites formales (como la Constitución y las leyes) e informales (como el de la opinión pública, la cultura y la historia). Puntualmente, la política como ese permanente “estado de gracia” que le permite al que se hace del poder moldear el mundo (su mundo) a su entero antojo. Algo así como lo que Sinesio López reclama, esa posibilidad de cambiar la realidad que (según él) su hasta hace poco celebrado excandidato está dejando pasar por el simple hecho de haberse arrimado a “la derecha”.

No cabe duda de que la cordura, el sentido común y hasta la buena fe se van directamente al traste frente al febril, ocurrente y calculador aspirante al poder. Si hasta la primera vuelta electoral del año 2011 los que ensalzaban a Ollanta Humala hacían oídos sordos de las “advertencias” de que dicho personaje era potencialmente autoritario y de ser un peligro para la democracia, hoy comienzan a ver defectos donde antes sólo veían virtudes. Y como es de rigor, ahora ven los mismos defectos que hasta el 28 de marzo de 2011 sólo veían los de la “derecha”. ¿Hubieran querido que esos defectos se sólo se hubieran dado para su “inclusivo” provecho? Sobrados antecedentes se tienen para no creer en la sinceridad de su cívica indignación.

¿Estamos ante un hermanamiento de bipolares, de clarividentes trastornados? No, estamos meramente ante la “necesidad dialéctica” de las izquierdas de hacerse con un adversario con quien ocultar y a la vez responsabilizar por su frustración de haber sido nuevamente estafadas. Como en 1990 con Fujimori, la cuasi unanimidad de los socialistas radicales, buena parte de los socialistas de corazón y algunos socialdemócratas comprometidos remedian su irresponsabilidad de aupar gente que avaló en cuerpo y alma a pesar de no conocerlas a cabalidad sacando de la manga un culpable ajeno: “la derecha”.

Es una manera de lavarse las manos y de eximirse de las futuras acusaciones por lo que pudiera llevar a cabo aquel que en su momento apadrinaron con bombos y platillos. Ese solo proceder descalifica moralmente a cualquiera. ¿Cómo tomar en serio a quienes estridentemente garantizan la idoneidad de un candidato que en puridad no conocen? ¿Cómo asumir como una alternativa válida a los que fuerzan unas cualidades en verdad inexistentes con el exclusivo fin de armar un imaginario capaz de reorientar una “realidad” igualmente imaginaria? ¿Así es como suelen ver las cosas los que siempre se colocaron en el plano de ser los únicos que comprendían la crudeza del “país real”?

Ante esa forma de capturar los hechos es fácil de presumir que la realidad en sí misma (la vida normal de la gente) es propiamente de “derechas”. Si no encaja en el ideal no hay cómo eludir esa traición de lo dado. Un sentir análogo al de un psicópata, lo que confiesa que estamos ante un campo propicio para enfermos, atormentados y para seres en permanente crisis. Un escenario y proceder no privatizo de ninguna ideología en particular, pero sí afín a los congénitamente revolucionarios: los políticos.

Al fin de cuentas sus oscuros comportamientos y entelequias están hechos para superar obstáculos, siendo el más grande de ellos la realidad misma. Por ende, es por demás comprensible el grado de irritación que la mera sucesión de los humanísimos comportamientos les suele provocar. Y ello porque cada ocurrencia dada fuera de sus quimeras nunca les dejará de parecer una anárquica afrenta. ¿Porque se prescinde de su chulesco cuidado, porque a esos caóticos seres que desprecian de sus servicios les es suficiente regirse desde los febles acuerdos (contratos) que establecen entre sí, porque a esos irracionales actores que remedian privadamente sus males sólo les basta trascender desde su particular pequeñez? Ahora, ¿puede haber algo peor que eso? Sí, los que ansían imponerse sobre eso. Aquellos que juzgan que sin un orden previamente establecido (previamente establecido por ellos) todo es un completo laberinto.

Innegablemente si se colige que la realidad siempre será de “derechas” para los que se resisten a ver las cosas tal como son, no será nada disparatado conjeturar que en principio todos los políticos son de “izquierdas”. Si la realidad ofende, poco importará el ideario que se siga si es que ese ideario juzga que la sociedad disiente con lo que su credo y programa propone. Obviamente los hechos tal como son (incluidos los hombres tal como son) vienen a ser abiertamente reaccionarios, propios de ese antiguo régimen que unos y otros apetecen tirar por la borda. Así es, para dicho consolidado de “luchadores sociales” no puede haber nada más antagónico que un universo de personas intentando convivir desde sus propias reglas y no desde la de sus ocasionales libertadores, sobradamente tan apocalípticos como desintegrados.

Curioso: el autor del bíblico Apocalipsis (un tal Juan) manifestó su condición de desterrado en la isla de Patmos (en el Egeo) por mano del emperador Domiciano (siglo I). Haciendo alarde de un inmenso ego, el susodicho evangelista (¿un ser traicionado?) juzgó que ese castigo (su castigo) bien merecía una maldición que no sólo recayera sobre su puntual represor y carcelero, sino sobre la humanidad entera. Si Domiciano exigía ser adorado como una deidad pagana, un cristiano del calibre del tal Juan exigiría su propio espacio en el panteón de los por entonces aún no integrados. Mientras tanto insultaría a voz en cuello y con pluma en mano (o con lo que haya sido) a la realidad circundante, una realidad que no encajaba con su mística pretensión.

No mucho tiempo más tarde ese escenario cambiaría. Tal es como el delirante ideal de algunos se impone al de otros, y sin tener en cuenta a una mayoría muy distante de esas batallas dadas en las alturas, en las alturas del poder y de la política. Cuestión de príncipes reales o imaginarios, no de pueblos. Justo lo que Sinesio López deja en claro en su artículo precisamente titulado Las batallas por el poder en las alturas (vid. La República, 26 de mayo de 2012).

Emulando al redactor del Apocalipsis, López es el más sonoro denunciante del transfuguismo de Ollanta Humala de su propuesta original. Por lo mismo, el que su “pequeño saltamontes” haya decidido ver una realidad distinta a la suya (que se haya “derechizado”) es un acto de ingratitud y apostasía que sólo puede ser remediado por una pugilística lucha por el poder. ¿Esa lucha por el poder que podrá ser encausada dentro de las vías que la democracia y el estado de derecho ofrecen?

Esa sería la vía civilizada, por lo que protestar y oponerse a la explotación minera encaja perfectamente en los derechos constitucionales de expresarse libremente. Y sobre todo si la titularidad del bien en cuestión pertenece a la esfera de lo público y no a la de lo privado. Ello por el lado de la gente común y corriente (del demos), ¿pero por el lado de los príncipes (los aristoi como López y compañía, incluidos el padre Arana, Gregorio Santos y el ex condenado por terrorismo Wilfredo Saavedra) se entenderá que lo civilizado parte por respetar la legalidad, esa legalidad que salvaguarda tanto la libertad de expresarse en plazas y calles, la de proclamar la oposición que se quiera como la que exige que se proteja en igual proporción la integridad física, la propiedad y las libertades fundamentales de todos los habitantes de la república?

¿Concebirán que lo correcto es dialogar dentro de esos parámetros? Don Sinesio ofrece una alternativa que muy bien describe la opción que sólo un alma asaz acalorada puede ofrecer: plantea armar una plataforma de “izquierdas  unidas” a partir de los conflictos sociales antimineros, “porque jaquean a una de la columnas de la economía primario-exportadora”. Fungiendo de estratega (¿a lo Trotsky, Lenin, Ho-Chi-Min o Chu en Lai?), advierte que Cajamarca (y ahora el cuzqueño Espinar) es un espacio reducido. Es decir, la centralización de las izquierdas que López reclama deberá extender ese limitado ámbito a uno mayor. ¿Acaso empujando un apocalipsis o quiebre con sabor a desintegración? ¿A ello es a lo que aspira, recurriendo a estirar la legalidad a través de huelgas, marchas y protestas? ¿Y a través de “algunas fuertes dramatizaciones (tomas de carreteras, apedreamientos, quema de algún carro)” que “no quieren echarse abajo el sistema político y social, sino que quieren hacerlo funcionar”?

Así es como el profesor López realiza su loor no precisamente a favor de la poesía, sino del garrote. Ello es lo que propone en su confesional artículo Nadie sabe para quién trabaja (vid. La República, 02 de junio de 2012). Revelador. Y conmovedor a la vez, si es que por sus antecedentes válidamente sopesamos que no vaya a ser que más adelante todos (incluida la imaginaria y hasta una real “derecha”) lo terminemos acompañando en el pesar de que se volvió a equivocar de compañeros y el que termine “derechizándose” por evidente necesidad de cordura sea él y sus mesocráticos camaradas.

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