¡Cuánto no debió sufrir este pueblo para adquirir tal grado de belleza! ¡Y ahora ven a la tragedia y sacrifica conmigo en el altar de las dos divinidades!
Esquilo
Peripatéticamente, comencemos con una interrogante: ¿Qué es una tragedia? Pensemos en la respuesta caminando, como lo hacen millones de seres humanos en este preciso momento. Ensayemos una contestación así, acompañando en cada pisada el día a día de multitudes de personas que no tienen ni el tiempo ni el interés de involucrarse en este tipo de cuestionamientos. No le dejemos todo a los “griegos”, sigámoslas. Demostrémonos a nosotros mismos que no hemos vivido en vano y que también tenemos algo que decir.
Sí, pero que la marcha no nos extravíe la consciencia. Que ni el ruido de las ciudades, ni la calma de los desiertos ni de los campos nos distraiga. Es peligroso. Muy peligroso. No nos vaya a suceder lo que a Nietzsche, quien puso todo su ímpetu juvenil para procurar satisfacer la incógnita. Y para lograrlo se adentró en las raíces mismas de su origen. Filólogo antes que filósofo, se fue hasta las entrañas para concluir que tragedia proviene de una alocución que evocaba la adoración a una deidad marginal y oscura.
Cuando el veinteañero profesor de la Universidad de Basilea supo que tragedia tenía su raíz en una expresión que significaba canción de los gentiles en loor del dios Dioniso, estaba lejos de sospechar que en el futuro la sífilis lo dejaría “fuera de sí”…. hasta finalmente matarlo en agosto de 1900 (a los 55 años). Mas ello no fue impedimento para una prematura enajenación. Como le confesó a un amigo en una misiva de 1870, se encontraba en la luminosa situación de parir centauros.[1] La demencia antes de la demencia, el enfermo antes que la enfermedad.
Ello para un filósofo mayor, siempre predispuesto a los más órficos detalles. Pero para un procaz excogitador, de los tantos que deambulan por las sísmicas existencias, la cosa es más simple. Como quien pela una banana, el que más de nuestros coterráneos bien puede proferir (con la boca llena luego de un voraz mordisco) que tragedia le suena algo así como guerra avisada no mata gente. Lo intuye a la vez que busca un basurero para depositar la cáscara, mascullando, siempre con la boca llena y alzando los hombros… pero igual mueren a pesar del aviso. Y se va caminando, seguro y presuroso. Inmerso en aquella cotidianidad que también puede invitar a la introspección más profunda, como la abstracción de un teósofo.
Ciertamente, estas son distintas maneras de aproximarse a una solución. Algo similar a lo acontecido con Juan Mezzich y su nieto. Ambos tuvieron diferentes formas de “comprender” el mundo y de intentar “salvarlo”. Incluso acarreaban visiones antagónicas de lo que es una tragedia. ¿De idéntica distancia entre un philosophe y un sencillo mortal? ¿Quién hizo del primero?
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El abuelo Mezzich nació en el mismo siglo de Nietzsche, acaso en el mismo instante en el que el martilleo del filósofo alemán le obsequiaba sus mejores frases. Los años en los que la lumbre librecambista comenzaba a iluminar Europa y desde ella al resto del orbe. La centuria en la que los hombres se moverán por el mundo con la misma soltura con la que lo hacían las mercancías y el capital. Un escenario llano, sin mayores complejidades. Salvo el de vivir la novedad de un individuo casi sin amarras. Un hecho inédito.
Convivir con gente que únicamente anhelaba moverse sin mayores obstáculos debió de ser más que una ruptura. Con todo, una hora de optimismo. Una generosa brevedad, donde campeaban una amplia gama de posibilidades. Momento idóneo para sortear las connaturales desventuras de haber nacido en medio de las más grandes carencias. Una era en la que el impacto social del comercio y de la industrialización modificará para siempre la gris cotidianidad de millones de personas.
Desde entonces (y de manera constante y creciente) buena parte de los pobres del planeta accedían por primera vez a mejores niveles de alimentación, salud y vivienda. Tal es lo que provocó la globalización de los mercados. Los días cuando el programa liberal era indiscutible.
Sin ocultar las asperezas, la ampliación de las finanzas cambiará la faz de muchas regiones. La apabullante revolución tecnológica y de las comunicaciones lo hizo posible. El espacio urbano comenzó a desplazar al rural. En directa consecuencia, el imperio de lo insignificante (de la poca cosa) asoma con toda su fuerza. Es el momento del denostado e incomprendido “burgués”. El definitivo arribo de la ciudad, allí donde será vano (refunfuñaba Platón más de dos mil años atrás) aguardar la llegada del hombre regio. ¿Por las pequeñeces?
Debe ser. ¿Alguien en Pallasca esperaba la llegada de Juan Mezzich? Sospecho que no. A lo mucho algún hacendado que lo contactó para que deje atrás la Isla San Pietro (en el Mar Adriático, anteriormente perteneciente a la República de Venecia), en la convulsionada Croacia. Lo invitaban a trepar los Andes peruanos. O se “invitaba” solo. ¿Acaso la mejor oportunidad para huir del proceso de “magiarización” que Hungría imponía a los “eslavos del sur” dentro del casi milenario Imperio de los Habsburgo? ¿O lo hizo antes, siguiendo la ruta de las multitudinarias migraciones europeas hacia América a fines del siglo XIX?
Por ese entonces, decenas de miles de campesinos del sur de Europa (básicamente italianos y de los Balcanes) dejaban de trasladarse desde sus propios terruños a los de Alemania. No es que algo o alguien les obstruyera el camino hacia una “mejor paga”. Al fin y al cabo, dejaban sus tierras estacionalmente para involucrarse en las faenas agrícolas germanas para luego volver a casa. Y volvían con los bolsillos llenos. Si esa ruta hacia el norte amenguó considerablemente no fue por ningún impedimento a su libre tránsito. Nada de eso. Simplemente ocurrió que “alguien” pasó la voz de que en un lejano país de la América del Sur el jornal era mucho más elevado que el de la pujante y rica Alemania.
Estamos ante la otra cara del proceso de capitalización mundial. La necesidad de mano de obra permite éste trascendental acontecimiento. Evidentemente, un portento. Se establecen infinidad de contratos para ese fin. Los más caros instrumentos de la civilización occidental entran a tallar. Cultura jurídica y tecnología se unen para hacer realidad el deseo de multitudes dispuestas a abandonar sus pueblos y aldeas si es que con ello sus ganancias aumentan. No es que carecieran de una mejor opción, ¡esa era la mejor opción! Dejaban otros campos (incluidos los propios) y patrones para irse a faenar más allá de los mares.
La obra literaria de Edmondo De Amicis se centró en ese tema. Eran los días cuando Argentina (el lejano país de la América del Sur) se ceñía a la constitución de Juan Bautista Alberdi, el que se interrogaba a sí mismo: ¿Qué exige la riqueza de parte de la ley para producirse y crearse? Respondiéndose sin rubor: Lo que Diógenes exigía de Alejandro: que no le haga sombra.
Bello juego retórico para justificar la ausencia de mayores controles, certificaciones, reglamentos e impuestos. Todo en aras de que las personas den rienda suelta a su inventiva y espontánea sociabilidad. Gracias a la hegemonía de esos preceptos, millones de migrantes arribarán al país del Río de La Plata. Y desde ahí muchos se desviarán hacia otros espacios cercanos. Ansiaban ganar más dinero que el que lograban en Europa tanto como que nadie les “haga sombra”.
Juan Mezzich fue uno de ellos. Por ese motivo ancló su balcánica existencia en Sudamérica. Pero no en el lado del Atlántico, sino en el del Pacífico. Exactamente en la serranía peruana, en la inmensa región de Áncash. No conocemos el detalle de su periplo. Únicamente sabemos que terminó subiendo la cordillera para instalarse en el fundo Cahuac (Pallasca) a inicios del siglo XX. Se hizo presente para “introducir” la plantación de vid, abrir una bodega e instalar un alambique para el procesamiento de pisco y vino.
Como la generalidad de las naciones de esa hora, el Perú aún disfrutaba de la apuesta por el decimonónico laissez-faire. Bajo esa atmósfera, la labor de Juan iba en directa proporción a la del más común de los mortales.
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Producir pisco y vino era parte de una vieja tradición empresarial arraigada en la costa peruana. Se dice que dicha planta fue introducida en el Perú por el Marqués Francisco López de Caravantes. La trajo desde las Islas Canarias. Innegablemente, un gran aporte, pero que en su momento pasó como una nimiedad.
Así, dicha simiente no fue ajena a los propios Andes. Simplemente para la época en que llega Mezzich ya no se recordaba ese hecho. Antes de su arribo el vino y el pisco se traían del litoral. No se conocían como elementos de la zona. A nadie se le había ocurrido. Si en dicho lugar (ubicado a unos tres mil metros sobre el nivel del mar) existió ese cultivo durante el virreinato debió de haber sido fugaz al destruirse las posibilidades del mercado internacional en el siglo XVII.
A inicios de ésta centuria el Inca Garcilaso recordará que cuando salió del Cuzco (también sobre los 3 mil metros de altitud) rumbo a Lima (para embarcarse hacia España), pasó por la heredad de Pedro López Cazalla (en Marcachuasi, Mollepata). Ahí se encargaba de la hacienda un portugués llamado Alfonso Vaés. Éste le enseñó al futuro cronista los frutos que dicha propiedad daba, entre ellos los de la vid.
Estamos en un lejano 21 de enero de 1560, a nueva leguas de la ciudad imperial. El “caminante” Garcilaso (entonces llamado Gómez Suárez de Figueroa) anhelaba el obsequio de un racimo, pero no se le dio ni un gajo. Disculpándose, el capataz le precisó que no lo hacía porque su patrón le había ordenado que «no se tocase ni un gramo de las uvas, porque quería hazer vino dellas, aunque fuesse pissándolas en una artesa».[2] (sic)
He aquí el antecedente más remoto de la producción industrial de la uva en la sierra. Ya hacia comienzos del siglo XVII la fama de los vinos peruanos fue ampliamente reconocida. Un anónimo judío-portugués (al servicio de los Países Bajos) informaba que en los valles de Nazca y de Villacurí (ambos en Ica) se daban los «mejores vinos que tienen el Perú», remarcando que «los mejores de España no le hacen ventaja».[3] La semilla del Marqués Francisco López de Caravantes había fructificado grandemente.
Con relación al aguardiente, el mismo espía manifestaba que el que se producía en Pisco (también en Ica) era tan célebre como el vino. Ambos iban directo a Panamá, y de ahí tanto al resto de los dominios españoles como a la propia península.
¿Aquella fue una época feliz para el comercio? Auscultando lo que ocurría en las por entonces denominadas “Indias”, todo indica que sí. Los impuestos (los derechos del rey) eran pocos y bajos en comparación con las cuantiosas ganancias. Guillermo Lohmann habló de la existencia de un mercado libre en varios puertos del extenso litoral peruano con “conocimiento” del virrey.[4]
¿Connivencia? Los comerciantes de la Ciudad de los Reyes no tardaron en presentar sus quejas, pues así como salían productos también otros ingresaban. Estamos a doscientos años de que las tesis de Adam Smith remecieran el hegemónico mercantilismo. Opiniones como la del mexicano fray Agustín Dávila y Padilla (Arzobispo de Santo Domingo) alrededor del 1600, aconsejando la habilitación de los puertos para el comercio con extranjeros, no pasaban de ser hechos tan anecdóticos como circunstanciales (se buscaba acabar con el contrabando de los bucaneros).[5]
Así es, en Lima el Tribunal del Consulado (a cargo de los grandes comerciantes) demandaba mayor “protección” de las autoridades locales para con los miembros de su gremio. Al ver que sus reclamos no surtían efecto, elevaron sus quejas a la propia Metrópoli. Por idénticas razones, los mercaderes de la península ibérica también solicitaban la salvaguardia de sus respectivos monopolios nacidos al amparo de la corona. Los productos provenientes del Nuevo Mundo los afectaban: ¿Cómo era eso de que el licor venido del país conquistado por Pizarro competía de igual a igual con los afamados de Jerez?
¿Sospechan qué es lo que lograron los productores españoles? ¿Lo adivinan? ¿Para quién fue la tragedia?
Como muchos de los que llegaron con posteridad al derrumbe del comercio internacional peruano-virreinal del aguardiente y del vino, Juan Mezzich intervino en la producción de esas bebidas asentándose sobre los escombros que el mercantilismo hispano dejó como frustrante recuerdo de lo que pudo haber sido. Esa fue la hazaña de los cárteles de aquella época, como suele ser la hazaña de todo grupo de presión: desplazar a otro a través del poder político, a la vez que desestabilizando los mercados, tornándolos débiles y lerdos. Todos aquellos factores que hacen que los prados y jardines cedan espacio a la aridez y al desierto.
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¿Y cómo le fue a don Juan? ¿Tuvo éxito? ¿Pudo alzarse desde sus pretensiones “pequeño-burguesas”? Realmente, no lo sabemos. Pero debió de ser de aquellos que van produciendo pequeñeces que suman. Y que sumando construyen, edifican (y tonifican). Precisamente aquél orden (y sentimiento) labrado tanto por el “dinero superfluo” como por “hombres superfluos”, tal como despectivamente Hannah Arendt dixit. Muy probablemente, un sujeto que no tenía tiempo para sentarse a investigar si es que con ello trascendía.
Él sólo quería construir su alambique. Lo hizo sin mayores restricciones, y lo hizo durante la segunda década del siglo XX. Si durante el incanato la producción de hoja de coca era celosamente controlada, ello había pasado a ser una mera anécdota de historiadores por esos años. Tampoco nadie hacía aspavientos por las bellas orquídeas regadas a lo ancho y largo de la república, ni mucho menos por las que crecen entre los 500 y 3.600 metros sobre el nivel del mar en la ceja de selva. Excepcionales instantes los del abuelo croata. Diferentes a los del Tahuantinsuyo como diferentes al de nuestro presente. Abismalmente distintos. Hoy la hoja de coca en sí misma ofende al moralista tanto como una flor no clasificada excita al botánico. Ambos personajes no son más que una pequeña fracción de una inmensa variedad de “entendidos” y “especialistas” que han logrado trasladar sus miedos y aficiones a la legislación. Es decir, no son más que una diminuta muestra de un “todo” que ha conseguido que ese mismo “todo” se rija desde sus opinables cánones. Meros pareceres transformados en compulsivas normas, gracias a la “magia” del poder político.
¿Cuántas actividades u ocurrencias han sido reprimidas, prohibidas o negadas a pesar de no acarrear franco perjuicio a ningún individuo? ¿De cuántos aportes o inventos la sociedad se ha privado gracias a éste tipo de vallas que grupos de presión moral, sanitaria o académica han impuesto (con las respectiva venía palaciega) para su directo beneficio? Por lo mismo, ¿cuántas economías se han negado con esa manera de proceder?
Imposible contabilizarlas. Es mucho más fácil descubrir una a una las víctimas de cada uno de los genocidas de la historia que enumerar el asesinato de cada una de las economías que gobernantes y legisladores han perpetrado. Montañas de cadáveres de proyectos que bien pudieron remediar la dura existencia de infinidad de seres humanos, comenzando por la quizás aciaga vida de su propio creador. Incontable multitud de ideas perfectamente viables que no se activaron por puro temor u ojeriza de algún déspota. Sinfín de posibilidades salidas incluso de una sola cabeza que fenecieron por simple aprensión.
Y pensar que de seguro que a lo único a lo que aspiraban era a cambiar su propia suerte. O sencillamente ofrecerse gratuitamente a los demás. Todas son opciones nacidas de un solo particular. Ese particular que para actuar diligentemente únicamente debe de regirse por las reglas para el gobierno de la casa. Justamente aquello que los griegos denominaban oikonomía. De ella expuso Jenofonte en su obra homónima, Economía o gobierno doméstico.
Como un necesario regreso a los orígenes, nos hablaba del arte de llevar a buen puerto el manejo de las personales finanzas. Así pues, no estamos ante un tratado para la administración de un país, de una provincia, ni siquiera de una aldea, sino puntualmente para la regencia de las propias cuentas y bienes. Por lo dicho, no podemos referirnos a la economía de una nación sin caer en imprecisiones. La sola mención de dicha locución no alcanza para siquiera evocar la hechura y complexión de un diminuto mercado, mucho menos de un emporio algo mayor.
Un individuo puede conocer muy bien cada uno los factores que constituyen su heredad, pero por sobre todo conoce a los que conforman su entorno más íntimo. En cambio ello no ocurre cuando nos referimos a una dimensión compuesta por miles, cientos de miles o millones de personas. En un escenario de esa envergadura toda directa comprensión cesa, se detiene.
Se frena por abundancia de elementos antes que por escasez o ausencia. La única forma de intentar aproximarse a ese mare magnun de inasibles singularidades será fraguando una visión o humildemente aceptando el imposible. Dos universos antagónicos. Ciertamente, será la colisión de la vida frente al ideal. El origen del pánico al sólo suponer que desde la propia economía se pueden invocar valores fundadores capaces de reemplazar incluso a la misma religión.
Un tema asaz discutido en su momento (y ahogado por el vértigo de los acontecimientos más graves del siglo XX). Poco antes de su muerte (octubre de 1892), Ernest Renan manifestó su angustia por el porvenir moral del mundo. En sintonía con muchos, veía una vertiginosa decadence. El definitivo desmoronamiento del orden místico cargaba sus angustias. ¿De qué se vivirá, después de nosotros?, se interrogaba.
Evidentemente, se estaba ante la convicción de que el capitalismo y su apuesta por la libre iniciativa no era suficiente. Se concebían que la filosofía del self made man arrastraba la disociación antes que la necesaria comunión que la Humanidad (el Occidente cristiano) siempre había buscado. Obviamente, la visión del que se hace a sí mismo rompía los esquemas. No se aguardaba nada bueno al respecto. A pesar de los avances que desde el influjo de la Revolución Industrial se habían dado, el temor a abandonar lo milenariamente conocido activó miedos y aversiones.
Dejar que cada quien forje su propio derrotero (y economía) resentía a la generalidad, sin advertir que esa misma generalidad se había beneficiado positivamente de cada uno de los aportes (de pequeños a grandes) que los diferentes emprendedores producían por su cuenta y riesgo. Indiscutiblemente, el librecambismo imperante en esos años había rediseñado rápidamente al mundo. No obstante ello (o quizás por ello mismo), la resistencia a todo amague capitalista causaba ojeriza.
Tal es como nace la definitiva ruptura entre Europa y los Estados Unidos. Dos distintas maneras de asir la modernidad. Cielos distintos dentro de un mismo firmamento. En 1919 un estresado Max Weber no hacía más que repetir un “aserto” que la mayoría de los europeos cultos y educados tenían (y tienen) en la punta de la lengua: El joven americano no tiene respeto por nada ni por nadie, por ninguna tradición ni por ningún cargo, excepto por el propio éxito personal.[6]
Según ésta afirmación, el joven europeo iba por la senda opuesta: tradicional, respetuoso, sin más ambiciones que la de ser un tipo “común y corriente”. ¿Entregado al aurea mediocritas (resplandor del mediocre) del viejo Aristóteles, el filósofo del Medioevo?
Desde las finiseculares “alturas” (las del siglo XIX), Nietzsche ponía sus reparos: «Guardo extremadamente las distancias frente a todo lo que hoy se considera aristocrático; al joven káiser alemán no le concedería yo el honor de ser mi cochero».[7] Bajura desde la cual más de 50 millones de personas dejaron el Viejo Continente desde 1846 a 1930 rumbo a la “decadente” Norteamérica.[8] Allí muchos de ellos se convertirían en “irrespetuosos” empresarios.
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¿Cuántos cotidianos aportes suelen pasar desapercibidos para el que más? ¿Cuántos? Si en algo se unen los hombres de pensamientos “elevados” con los de las más llanas cavilaciones es en su tenaz resistencia a lo obvio.
Una constante muy humana. Sólo nos enteramos de la magna trascendencia de un pequeño suceso cuando extrañamos su presencia. Antes de ello, todas son locas ocurrencias. Así pues, ¿qué habrán pensado los vecinos de Corongo (entonces perteneciente a Pallasca) cuando en la segunda década del año 1900 vieron llegar a su pueblo los pesados aparejos para la industrialización de la “recientemente cultivada” vid?
El alambique de cobre (refrigerado por agua), los inmensos toneles para la pisadora y para el trasiego y los enormes barriles para el añejamiento, arribaron desde la hoy desaparecida vía del ferrocarril que salía de Chimbote hasta la Estación de Quiroz. Desde ese lugar enrumbaban hacia Corongo (exactamente hacia Pariacon), empleando gigantescas parihuelas. Todo ello sumado a la construcción, implementación y acondicionamiento de la bodega.
Cuando Juan Mezzich intervino en esa diminuta hazaña no hacía más que involucrarse en una de esas aventuras que en su inmediatez sólo pretendían dar inicio a un simple negocio. Léase, a una mera actividad económica. De esas que hoy abundan y son tan comunes a través de reportajes televisivos, artículos periodísticos, programas radiales y en libros y en revistas. “Lecciones de vida” le llaman. Las más de ellas, breves historias que desde su inmensa variedad han ido (y van) transformando no sólo la fisonomía del país, sino también la psicología de la gente.
Definitivamente, serán los migrantes llegados en esa hora desde el Viejo Continente los que modifiquen tanto el escenario como los ánimos “nacionales”. El letargo y la modorra de un país-provincia será redireccionado hacia un orden que empate con la dinámica del laissez-faire. A partir de su presencia, la visión de cambiar la propia suerte por obra y gracia de uno mismo (y sin afanes bélicos) entra a tallar.
Junto con sus alforjas y emociones encontradas, harán ingresar por puertos y fronteras el prometeico fuego de quien se juzga capaz de imponerse ante los infortunios y adversidades. Humanas o naturales, ningún obstáculo será definitivo frente a sus ansias de “no fracasar”. Indiscutiblemente, estamos ante quienes no pretendían otra cosa que proceder como muchos de los trotamundos de esa hora.
Así es, la incursión de aquellos pionniers por estas tierras vendrá a ser parte de una inmensa oleada de desplazamientos humanos. La añeja y prehistórica costumbre de buscar “mejores horizontes” volvía a activarse, pero a niveles menos dramáticos. Ninguna inclemencia climática (como las de la India a finales del XIX) ni ninguna bíblica plaga (como la del hongo que provocó la espantosa hambruna irlandesa de 1845) los empujó a desertar de sus hogares. Aquellas tragedias fueron situaciones ajenas al proceso librecambista. Por entonces, era palmario que la posibilidad de ascender socialmente ya no se ceñía al rígido corsé del favor y del privilegio, de la casta y de la cuna. Ahora la sola constancia del que anhela labrarse una mejor vida a través del esfuerzo e inventiva lo revolvía todo.
Éste será el prototipo del nuevo héroe. El éxito los acompañará. Darán vida a una prometedora clase media forjada a pulso. Igualmente, muchos de ellos treparán a lo más alto del espectro social. El gran empresariado nacional del siglo XX provendrá mayoritariamente de estos afuerinos: Varios de los apellidos arribados a nuestras costas desde mediados del siglo XIX pasarán a ser sinónimos de riqueza. Sea por propio empeño, suerte y hasta por capacidad de acomodo, dichos personajes le darán un impulso sinceramente “emprendedor” a un país únicamente ducho en penurias. Un país donde hasta hacía poco el trueque o el empleo de hojas de coca antes que el uso de la moneda (sea por su ausencia y/o escasez) había sido la constante.
Al respecto, entre 1875 y 1877 el viajero y explorador franco-austriaco Charles Wiener tiene la oportunidad de observar el discreto panorama social del Perú. Es testigo ilustrado y meticuloso de una nación que al poco tiempo (abril de 1879) se verá arrastrada a una casi demoledora guerra con Chile, y consiguientemente a una conflagración civil (1884-1885).
En su cuaderno de notas (que se publicarán en 1880, en París), Wiener señalará su gran sorpresa al no encontrar ningún vestigio de aquellas capas medias tan animosas, pujantes y prósperas que en esa misma hora inundaban buena parte de Europa y de Norteamérica. Para su sorpresa (acaso siguiendo a Tocqueville), apunta: «En el mundo peruano, que tan bien se puede estudiar en Lima, no existen sino el primer y el último escalón: parece que los otros faltan por completo (…). Así se explican las revoluciones periódicas tan frecuentes y tan terribles que afligen a la ciudad.»[9]
Revelador. Ese es el escenario con el que todo extranjero habrá de tropezar. Mas su motivación será la del descubridor de oportunidades, no la del amante de la autarquía y del autoconsumo. Así, lo que para el común de los coterráneos era en ese momento un campo árido, de gente opaca, tan complicada como la caprichosa geografía y el voluble clima, para ellos venía a ser una rica veta a explotar. Por ello decidieron hacer la América desde éste rincón del orbe. Aquí optaron por hacer economías, por labrar la riqueza que en otros lados les era “negada”.
¿No fue ello un hecho similar al de muchos campesinos europeos a lo largo de los siglos, especialmente radical y severo cuando la Revolución Industrial impuso su vertiginoso ritmo? ¿No era parte de un mismo acontecimiento: la globalización de los mercados? La urgente huída de millones de seres humanos que dejaban atrás predecibles y bucólicas existencias para involucrarse en los riesgosos derroteros de un mejor horizonte.
Ninguna sociedad se había sustentado hasta esa hora por la motivación de la ganancia. Motivación que a decir de Karl Polanyi sólo era comparable en eficacia (por la capacidad de convocatoria) «al estallido más violento del fervor religioso».[10] ¿Por irracional? Tal es como se sopesa al orden que comienza a desplazar al guerrero (el depredador) por el empresario (el creador).
Ese era el camino, pero aún había mucho que recorrer. Vendrán momentos de prueba (incluida toda una centuria —el siglo XX— abiertamente antiindividualista). Mas en ese instante, fueron muchos lo que pudieron vencer los obstáculos. Indudablemente, no fueron pocos. De lo contrario jamás hubieran transmito el orgullo de una cultura ganadora, la misma que hace que las invocaciones a la propiedad y al librecambio no sean meras abstracciones filosóficas.
Verdad, desde entonces recordar al abuelo (cerrando los puños) será evocar su singular arresto, su capacidad para irrumpir en escena y superar dificultades. Mayúscula herencia. El orgullo de tener algo que fue obtenido con grandes sacrificios. Hazaña de gente sin mayor educación (elemental por demás, para los más afortunados), y sin más padrino que la caprichosa ventura. A pesar de ello, seres que salieron adelante y legaron lo mejor de su existencia a aquellos que ni siquiera habrán de conocer.
Obviamente, un derrotero que nunca se podrá fraguar fuera de sus propios causes. He aquí, el peso moral del capitalismo. El que edifica una ética desde la infinidad de sudorosas experiencias. ¿Algo así como el valerse por sí mismos? Sí, pero sin olvidar que hay que dejar hacer y dejar pasar. Justo el lema sobre el que los abuelos caminaron, quizá sin haberlo leído nunca, pero sí sentido y vivido.
Como suele suceder, jamás sospecharon que al embarcarse en su particular odisea terminarían obsequiándole a su “nueva casa” una inédita lección. Esa lección que otros migrantes harán suya hasta hacer decir a José Matos Mar (desde una óptica marxista) y Hernando de Soto (la liberal), que se vivía tanto un desborde popular como una indetenible revolución capitalista originada en los Andes.
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Cuando en los años veinte las carreteras y las propias vías férreas comiencen a conectar la costa con el vastísimo “interior”, se dará pie para que muchas biografías muden de rumbo. Y ello fue posible por la dinámica mercantil de unas urbes redimensionadas por el espíritu empresarial de los migrantes de fines del XIX.
Serán esas ciudades conectadas por el influjo del expansivo industrialismo y las finanzas del Viejo Continente las que a su vez atraigan al migrante local. Como para que cualquier misti o gamonal (terrateniente andino) termine hirviendo de cólera, refunfuñando que los indios ya están escapándose a la costa por la maldita carretera.[11] Ellas serán las que les permitan un cambio radical, pero silencioso. Les dará la posibilidad de dar un viraje hasta entonces negado. Empero, lejos estarán de un soporte generoso para emprender. El escenario que se le presentó por demanda de la coyuntura a los trashumantes “europeos” (también a algunos asiáticos) había dejado de existir. Descendían a los llanos en medio de un panorama totalmente adverso.
La erróneamente historiografiada “República Aristocrática” había sucumbió en 1919. Es el fin de la lúcida pretensión de su fundador, don Nicolás de Piérola (1895-1899). El denominado “Califa” sabía que la mejor manera de aproximarse a la prosperidad era aunándose al concierto de naciones que habían decidido enrumbar por los caminos de la civilización. Así es como se le llamaba al progreso capitalista, el sistema que abogaba no sólo por el comercio libre, sino también por los derechos individuales, la propiedad privada y hasta la casi ausencia del estado (en éste último punto Proudhon y Marx se plegarían como cualquier libertario). Aquellos días cuando el ideal de un mundo sin fronteras estuvo más cerca que nunca. Cuando el galopante internacionalismo permitía el libre paso de mercancías tanto como de personas.
Orgullosamente, Herbert Spencer recordará que los principios que inspiraban aquél esquema se basaban a su vez en el Habeas Corpus Act de 1679, en los Non-Resisting Test Bill de 1675 y en el Bill of Rights de 1869.[12] Un orden sustentado en la cooperación voluntaria antes que en la compulsión. Una rareza: Lo que más “aterraba” era «la separación institucional» entre la economía y la política.[13] Sobre esa base, Ayn Rand sentenciará que así como en el siglo XIX el liberalismo tuvo como objetivo desligar al estado de la religión, lo que en el siglo XX le tocará como misión será extirpar toda intromisión estatal en la economía.
Tarea pendiente. Mientras la hazaña de Juan Mezzich en Corongo pasaba a la historia, miles de moradores del interior de la república sobrepisaban las huellas de los que no hacían mucho habían dado inicio a una tímida diáspora. De esa forma, contribuían calladamente con un lento pero constante proceso que el grueso de la intelligentsia local no sopesará en su auténtica dimensión. Todo lo opuesto. Consciente o inconscientemente, partirían del nostálgico quejido de Karl Marx en 1848: «… la sociedad posee demasiada civilización, demasiados medios de vida, demasiada industria, demasiado comercio.»[14] Justo lo que los migrantes andinos busquen cuando el laissez-faire comience a eclipsar.
En ese sentido, actuarán de idéntica manera que los migrantes extranjeros, pero sin viento a favor. Ciertamente, ni unos ni otros abandonaron sus aldeas, pueblos y ciudades por puro afán turístico. Lo que los movía era la posibilidad de obtener mayores ganancias, de mejorar su suerte y la de sus familias. Pocos fungirán de émulos de Gauguin, renunciando a un buen empleo (el de prestigioso agente de bolsa en París) y al confort burgués (con cinco hijos de su matrimonio con una danesa) para sacarle la lengua a la civilización y al progreso meciéndose en una hamaca en una calurosa isla polinesia. Así pues, es imposible concebir las inicialmente tímidas oleadas migratorias de los “indios” del campo a la ciudad sin tener en cuenta el aporte de los “extranjeros”. Ellos fueron los que al participar activa y exitosamente en el proceso de generación de riqueza (su riqueza) precipitaron la incorporación de nuevos actores dentro de su cada vez más expedita cadena productiva.
Tal es como multitudes de individuos del interior se desplazaron rumbo a las urbes, dando origen a un discurrir que arrancaría del oscurantismo a cientos de miles de personas. El hasta ese momento inexorable fatalismo del hombre del Ande será desmentido en los hecho, mas no en el imaginario.
Ya por los años veinte el mito del indio triste (o entristecido por Occidente), silenciosamente sumido en una honda añoranza por su grandioso pasado (el Tahuantinsuyo), estaba grabado en el imaginario popular. ¿Incluso el de los mismos “indios”? Se tenía como un asunto no resuelto desde los inaugurales días de la república (1821). ¿Cómo hacerlos “ciudadanos”? La vocación paternalista afloró por doquier.
Desde la Conquista la corona hispana había reclamado el tutelaje sobre los “naturales”. Ella jugaría a protegerlos. Desconocer la “palabra del Señor” los colocaba en el plano de desvalidos e incapaces. Dicho parecer no cambiará con la emancipación. No por casualidad Nicolás de Piérola se autotitulará “Protector de la Raza Indígena”, aboliendo definitivamente (en 1895) la “contribución personal” (que desde el dominio español los “indios” pagaban para costear su propia protección). A su turno, el programa de campaña de Augusto B. Leguía levantará ese tema como su principal bandera. Innegablemente, era el tema. Y lo seguiría siendo por décadas, soslayando el detalle de que todo impuesto tiene ese cariz y que aquella categoría de contribuyentes estaba exenta de sufragar los demás gravámenes. Técnicamente hablando, la anulación de la “contribución personal” lanzaba a los indígenas a compartir con “los blancos” el mismo nivel de ciudadanía, la que a la vez exigía el pago de tributos más abultados.
Bajo esa premisa, las interrogantes cayeron por sí solas: ¿Realmente podemos esperar algo de éstos cabizbajos compatriotas? ¿Qué pueden dar esos olvidados de Dios a sus semejantes? ¿Están aptos para sumarse a la ruta de la civilización? Obviamente, ¿cómo comparar la pujanza del migrante europeo y el celo del asiático con la deprimente inacción de los “descendientes de los incas”? ¿Deben de ser transformados o desaparecer? ¿O acaso lo primero (su transformación) acarrea irremediablemente lo segundo (su desaparición)? ¿Había alguna forma de arrancarlos de la miseria material sin dañar sus bonancibles y comunales espíritus? ¡Auxíliame, Señor! Mis indios, que no se malogren, que sigan puros,[15] será tanto el grito del paternal gamonal (un misti) como el clamor de buena parte de la intelligentsia (los otros mistis).
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He ahí el problema del indio. Mientras la biografía de Juan Mezzich se nos pierde luego de su experiencia coronguina entrado los años veinte, un cronista peruano regresaba de Europa inflado de la llama no precisamente empresarial.
Aunque fundó en esa década una librería que hasta hoy día factura, José Carlos Mariátegui no será recordado por su éxito en el rubro mercantil. Realmente no le quedaba mucho tiempo de vida. Lo intuía. Su frágil cuerpo no prometía mayores resistencias. Si a algo le puso todo el empeño de su agonal existencia fue a su faceta política y revolucionaria antes que a la comercial.
En él pensará el conservador Víctor Andrés Belaunde cuando advierta que nunca son espontáneos los grandes errores populares.[16] Lo señaló en un libro escrito para rebatir a los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928) de Mariátegui, mas el otrora periodista hípico no tendrá posibilidad de contestarle nada. Acaso habiendo leído los ensayos de Belaunde oponiéndose a su visión “marxista” del país, Mariátegui careció de tiempo para responderle. Fallecerá el 16 de abril de 1930, a los escasos 35 años.
Antes de morir, Mariátegui rubricará un problema que, de no resolverse (profetizaba), estallaría irremediablemente tarde o temprano. Sus seguidores lo tomaron al pie de la letra: Al indio no se le reivindicará por la vía de la educación, sino por su derecho a la tierra. Clamaba por el programa máximo de la izquierda revolucionaria. Después sólo quedará el mínimo, el que reza que sin educación no hay progreso. A lo largo de las siguientes décadas, el problema de la tierra será el tenor de fondo del discurso del socialismo peruano. Ese será el punto de partida de su ortodoxia. No se discutirá. Pocos resaltarán que se estaba ante una salida retórica a un imperativo categórico hasta ese entonces infranqueable: el manual marxista hablaba de proletarios, no de campesinos.
¿Pero qué hacer en un contexto donde la industria es de reciente data? ¿De dónde sacar los soñados ejércitos de proletarios? Así es como Europa se aleja como ideal de revolución y aparece la China de Mao Tsé-tung. Esa es la “toma de conciencia”. Un dechado de originalidad a entender de Flores Galindo,[17] pues para el mismo Marx “barbarie” y “China” eran sinónimos. Sin duda, estábamos ante el criollísimo arte conciliar lo inconciliable. Bajo esa premisa nunca “hay pierde”, la realidad se amolda al manual.
Se hablará de siglos de postración y de olvido muy a pesar del esfuerzo que los diferentes gobiernos llevaron a cabo justamente en materia educativa.[18] Al respecto, prácticamente casi todo el espacio que va de la acusada “República Aristocrática” y del propio “Oncenio” de la dictadura de Leguía (de 1900 a 1930), el estado incrementará significativamente el presupuesto de instrucción pública. Se inaugura de esa manera una senda que no cesará con los siguientes regímenes. Se fundarán colegios a lo largo y ancho de la república y el oficio de docente atraerá a multitudes que engrosarán la burocracia a niveles pantagruélicos. Innegablemente, se iba edificando la plataforma que años más tarde le servirá a un grupo marginal (pero activo) para regar se sangre y destrucción buena parte del Perú. Lo que para otros grupos políticos (especialmente para el APRA) sólo significó la posibilidad de mantener con los dineros del erario público a sus militantes (clientelismo puro), para Sendero Luminoso ello le proporcionaba la mejor de las herramientas para encarrilar su revolución maoísta.
El estado peruano le tendía a los radicales de izquierda todos los puentes. Él los educará a todo nivel: primario, secundario y superior. En ese orden. También los empleará, y no sólo en el magisterio. Junto a ello, se sumarán las políticas sanitarias que combatirán males tenidos como endémicos y propios de los “indios”.
Por la década del cuarenta la población de la serranía sabe de un considerable crecimiento demográfico. Si en el censo de 1876 las cifras arrojaban que el 57.9% de los habitantes de la república eran “indígenas” (1’562,910 personas), en el de 1940 esa contabilidad engañosamente bajaba a un 46%, pues significaba unas 2’856,000 personas. ¿Éste sería el origen “fáctico” de la posterior sensación de que se estaba en una inédita era de masas?[19]
Sin estadística alguna, en 1927 Luis E. Valcárcel advertiría que una tempestad estaba en ciernes. Colgándose del término clasista de moda, hablaba de una profética “dictadura indígena” que busca su Lenin.[20]
El tono “evangélico” y “apocalíptico” será aplaudido por Mariátegui en el prólogo a la primera edición del libro: Valcárcel —dice el padre del socialismo peruano—percibe claramente el renacimiento indígena porque cree en él. Y agrega: Un movimiento histórico en gestación no puede ser entendido, en toda su trascendencia, sino por los que luchan porque se cumpla.[21]
Como reza Mariátegui, Tempestad en los Andes no lleva en su interior fundamento alguno de la solicitada revolución que sacude el orbe. No necesita hacerlo. Su mayor virtud está en cincelar los mitos que empujarán a las masas.[22] Desde ese cimiento, ninguno de los dos (ni Mariátegui ni Valcárcel) tendrán duda de que esa avalancha vendrá desde las serranías. Serán ellos los primeros usufructuarios de dichas invenciones. He ahí la parte más arrebatadora de la “profecía” histórico-materialista.
Aunque Valcárcel no era adepto al marxismo, empleaba su “método” (mejor dicho, su jerga). Aunque Mariátegui era “marxista”, realmente nunca leyó a Marx, procediendo en consecuencia de igual manera que su “accidental” paisano (ambos nacieron en Moquegua, pero crecieron fuera de ese poblado). Como otros tantos de ese momento (y de momentos posteriores), los dos apuntalarán el imaginario de un inevitable pachacuti, la incásica subversión del orden y de los elementos.
En proporción al antes señalado aumento poblacional, el asistencialismo se acrecentó: sea directamente a través de los limitados recursos gubernamentales o por intermedio de focalizadas pero cada vez más intensas ayudas de la cooperación internacional (públicas o privadas). Ya para 1965 un funcionario norteamericano advertiría que entre los campesinos de la zona norte del lago Titicaca prevalecía la “cultura de recibir”, «de esperar de agentes foráneos la solución de sus problemas inmediatos».[23] Como diría el trágico Eurípides en boca del matricida Orestes, la pobreza tiene un defecto: enseña el mal al hombre que carece de todo.
Se da entonces una escisión: por un lado los que se hacían así mismos encaminándose hacia los emporios urbanos frente a los que prefirieron seguir siendo parte del paisaje del endémico atraso y de la congénita miseria. Dos fotografías distintas que las políticas públicas registrarán erróneamente como parte de un solo retrato, el de la mayúscula exclusión.
En ese instante jamás nadie intuyó que ahí había rostros análogos, pero espíritus contrapuestos y semblantes antagónicos. Como un torpe bulldozer, el estado intentará ampliar a más no poder su cobertura asistencialista. Afortunadamente la pobreza del fisco se lo impedirá. Como el alter ego del mítico rey Midas, su predisposición a cubrir de miseria y corrupción todo lo que toca es frenada tanto por su propia incapacidad como por su falta de financiamiento.
No obstante lo apuntado, desde la senda “exitosamente” cincelada por Mariátegui y compañía se irá obviando la “inclusión” que ya en esa hora se comenzaba a dar con los migrantes andinos. Sea desde la dinámica de los mercados urbanos como a través de los programas estatales de educación, el involucramiento de este ya por entonces menos puro y variopinto sector social comenzaba a correr por sí solo.
Quizá la educación no proporcionaba todo lo que los teóricos pretendían, pero lograba darles los rudimentos necesarios para moverse más fácilmente dentro de la urbe y sus anexos, las haciendas agroexportadoras y los yacimientos mineros. Así, mientras en el imaginario forjado por los “indigenistas” la fuerza telúrica del indígena había sido devorada por la indolente codicia del sistema de producción del occidental, dejándolo como un guiñapo física y moralmente, en la realidad ese mismo “guiñapo” se sumaba al universo del comercio mundial ganándose la vida desde la parcela laboral que el cada vez más ahogado mercado local les brindaba.
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Estamos ya ante un estado que se involucra cada vez más en las economías, que las niega. Irremediablemente, dicho proceder liquidará un estilo de asumir el progreso. Se regresionará, volviéndose a entender que únicamente a través de la cercanía del poder político será posible emprender.
Se le da la espalda a los mercados. Rápidamente se olvidará lo que realmente significó la mal llamada “República Aristocrática” (1919). Su propia denominación nos lo confiesa. Se deja de lado una apuesta inédita en la historia republicana: gobiernos ceñidos a leyes y electoralmente elegidos, librecambio, captación de inversionistas y el consiguiente respeto a derechos individuales. En suma, respeto a la propiedad y los contratos, y a través de una escasa regulación económica y social.
Ello es que Leguía derribó. No sólo irrumpió contra el civilismo (al que él mismo perteneció inicialmente), sino contra todo lo que éste había traído como novedad. Impuso una autocracia que velozmente se convirtió en dictadura. Sin límites de ningún tipo, con un estado pequeño y con suficientes recursos, acrecentó el gasto público. Sus once años en la presidencia (de 1919 a 1930) se sustentaron en obras públicas. Cuando las rentas fiscales le fueron insuficientes endeudó al estado; por ejemplo, el 40% de los ingresos fiscales del bienio 1926-1928 se llevó a cabo de esa forma.[24]
Obviamente, la crisis de 1929 lo golpeará en el plexo. Caerá estrepitosamente. Quienes lo sucedan en el mando acentuarán el yerro, pero con magros recursos y ajenos al laissez-faire que tanto réditos le había proporcionado al país. Gracias a la dinámica de la economía abierta, entre sus silenciosos (o silenciados) logros estuvo la desaparición del enganche[25] y la ya señalada supresión del tributo indígena. Éste gravamen fue eliminado en virtud a la introducción de impuestos a bienes de consumo masivo (como los licores, el tabaco y la sal, entre otros) «y al mejoramiento de los precios de nuestras principales exportaciones.»[26] Junto a ello, acontecía que la racionalidad mágica del hombre andino se diluía ante el nuevo escenario. Exactamente, ese laissez-faire que hizo que Juan Mezzich pusiera pie en éste suelo.
Sospechamos que al final de las duras jornadas que le obsequió la vida, pudo haberse sentido satisfecho. ¿Un buen balance? Como ya hemos señalado, nada conocemos de su posterior existencia. Solamente sabemos que se estableció de manera definitiva en el poblado ancashino de Corongo (allí será enterrado) y que tuvo dos “destacados” nietos. Ambos cursarían estudios escolares en el mesocrático colegio de jesuitas La Inmaculada (en Lima) y posteriormente medicina en la por entonces exclusiva y recientemente fundada (1961) Universidad Cayetano Heredia.
El primero de ellos se convertirá en un prestigioso psiquiatra. Así es, Juan Enrique Mezzich Izaguirre (nacido en 1945) llegará a ser presidente de la Sociedad Mundial de Psiquiatría, ejerciendo su profesión en los Estados Unidos hasta la actualidad. Por su parte, el segundo se ganará un “prestigio” diferente. Nacido en 1947, Julio César Mezzich Izaguirre se labrará un futuro muy distinto, apostando por los Andes.
¿Iría tras los pasos del abuelo croata? No precisamente. A él no lo impulsaba afán empresarial alguno. A diferencia del súbdito de los Habsburgo que arribó a esa región en medio de las oleadas migratorias que el capitalismo decimonónico hizo viable, Julio César se moverá en un orbe radicalmente opuesto. Opuesto no sólo al ahora lejano trayecto de don Juan, sino al de los propios indios.
En términos nietzscheanos, asistimos a un renacimiento de la tragedia. A diferencia del optimismo de la belle époque en el que don Juan refundó su vida, el tiempo en el que Julio César alcanzó sus más sólidas convicciones fue el de un forzado descontento. Innegablemente la democracia no era suficiente para quienes juzgaban que la violencia era la partera de la historia y que la dictadura del proletariado (sin importar si éstos abundaban o escaseaban) era una inevitable “necesidad”.
Tampoco desanimaba al “pueblo clasista” el que la economía no supiera de mayores crisis (aumento de la producción en toda la región y el consiguiente aumento del empleo). Las crisis vendrán luego, bajo una dictadura afecta a los procesos inflacionarios y adscrita a los discursos “desarrollistas” de los teóricos de la dependencia. La moda estará en reclamar la sustitución de importaciones para industrializar el país, una ocurrencia que Manuel Prado (en sus dos periodos presidenciales, de 1939-1945 y de 1956-1962) acometió presurosamente para directo provecho de algunos privilegiados. Es el remedo de las políticas que destruyeron el comercio del vino y del pisco siglos atrás.
A pesar de que la izquierda seguía siendo una minoría incapaz de alzarse con ningún triunfo a través del voto popular, su prédica apocalíptica prendió principalmente (de modo por demás efectivo) en la Iglesia y en el ejército. Desde ella la perorata en aras de disminuir las “ancestrales” desigualdades se deslizaba por doquier más allá de que en la práctica multitudes de hombres y mujeres (incluyendo a niños y a ancianos) se involucraban en la larga y dolorosa epopeya de derrotar su propia pobreza elevando sigilosamente el nivel de sus ingresos. Y lo hicieron sin mayor ayuda.
Con ello pisoteaban kilómetros de proyectos de investigación, estudios, discursos político-académicos, libros y tesis doctorales que se concentraban en el argumento de que la carestía y la miseria se vencen eliminando la desigualdad y sólo la desigualdad. Nunca se vio la creación de capital como una cuestión medular, formación de riqueza de los que procuran sobrevivir como el que más.
En el siglo IV a. C. Platón “rememoraba” (en el Protágoras) que Sócrates expresaba que era lógico escuchar a la gente vociferar de una “enfermedad terrible”, de una “terrible guerra”, de una “terrible pobreza”, pero no de una “riqueza terrible”, de un “paz terrible”, ni de una “salud terrible”. Ciertamente, estaba lejos de imaginar que más de veinte siglos más tarde ello iba a ser moneda corriente. Si alguien hacía referencia de un “profundo malestar social” era más imaginario que real. Problemas había, pero estos no eran mayores a los que después vendrían. Y vendrían ocasionados por los desaciertos desde el poder de los que auguraban las más grandes calamidades si es que los remedios socialistas no se imponían.
Mientras ello llegaba, procedieron en consecuencia. De tal manera, el campo no se estremeció por sí sólo, fue estremecido. Planificadas tomas de tierras e invasiones se llevaron a cabo desde finales de los años cincuenta y hasta mediados de los sesenta. Si durante las tres décadas precedentes los hombres y mujeres del “interior” tenían como meta máxima salir de sus recónditas comunidades, la progresía izquierdista no se daba por enterado. Continuaron apostando por sus melancólicos y mustios “indios”. Así pues, cuando Julio César Mezzich vaya subiendo a las serranías se irá topando con gente deslizándose por la vía contraria. Bajaban hacia la costa, a la ciudad. Iban hacia el lugar de donde él salía. Evidentemente, el élan vital que los incitaba a desplazarse era el mismo que en su momento motivó a don Juan Mezzich a dejar Isla San Pietro. Los anhelos de los erróneamente denominados “indios” (el error de Cristóbal Colón) eran idénticos a los de sus predecesores europeos: ellos también querían tentar la suerte dentro de los mercados, involucrar sus economías dentro del universo de la compra y de la venta y ofrecerse al mejor postor. Palmariamente, el “milenario” espíritu de comunal fraternidad que los estudios antropológicos reivindicaban se deshacía frente a ese estrenado ánimo de ganancia. Únicamente les interesaba lucrar. Los atrapó rápidamente aquel vulgar afán. El panorama social de buena parte del país se irá rediseñando desde esa humanísima urgencia.
José María Arguedas (el blanco que quiso ser indio) no soportó aquélla ruptura. ¿Los indígenas traicionaban a los revolucionarios? El mundo andino no era reacio a Occidente. Dolorosa confirmación. La comprobó tanto en el Valle del Mantaro como en la sierra de Áncash, pero sobre todo en el puerto de Chimbote, emporio de la pujante industria de harina de pescado forjada por Luis Banchero Rossi: ahí vio convertidos a sus “indios” en modernos pescadores, mecánicos de barcos; en suma, en proletarios.
Buen pretexto para un potencial suicida. Arguedas fallecerá el 2 de diciembre de 1969, luego de varios días de dolorosa agonía. A un año del golpe de estado del general Velasco y de haber sido elegido director del Departamento de Sociología de la Universidad Agraria de La Molina, José María se metió un balazo en la cabeza. Por lo menos el autor de Todas las sangres escogió cómo morir. Banchero no, fue asesinado el primer día de 1972.
El hombre que colocó al Perú como máximo productor de harina de pescado fue extrañamente liquidado a 42 los años. Casi inmediatamente después de su muerte su empresas fueron estatizadas. Antes de terminarse el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas, buena parte de su flota naviera fue rematada al “mejor postor”.
Banchero Rossi ya era una rara avis, una excepción a la regla. En esa hora (la de su deceso), era tangible que el constitucional aporte de los “migrantes externos” no fue suficiente para coadyuvar a la gestación de un medianamente sólido y perdurable espíritu capitalista. El “espíritu de la colonia” fue más gravitante. El mercantilismo inherente al reglamentarismo y al celo corporativista de los gremios empresariales (y familiares) desbravará aquél ímpetu que apenas una generación atrás había catapultado a muchos extranjeros a lo más alto del escalafón social.
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¿Cuántas economías fueron abortadas por los influjos justicieros de la redistribución de la riqueza desde el poder? “Redistribución” reemplaza a “creación”. Ello en el plano formal, no el informal.
En éste último ámbito ni quisiera había tiempo para las palabras. Todo va deprisa. Estamos ante quienes de sobra sabían que cada fracción de vida (su vida), tenía su equivalente en oro. Así, en los años setenta los otrora “indígenas” (los del problema) insertados en los mercados ya eran fácticamente semejantes al que más. Lo que no hizo el estado lo hicieron ellos a través del mercado, por más negro que éste haya sido. Con todo, los militares nacionalistas (y la izquierda que les escribió los discursos e inyectaba “fervor revolucionario”) no repararon que su buen salvaje había mudado de lugar y de actitud. Prueba de ello está en que cuando Velasco emprenda su reforma agraria insistirá en implantar esquemas comunales tenidos por obsoletos por los propios “campesinos”: ellos no apetecían la colectivización de la tierra, los intelectuales y técnicos del SINAMOS[27] sí.
El fracaso fue rotundo. Si antes de la reforma agraria la agricultura representaba el 30% de la recaudación fiscal, para el año 2000 ésta no pasará del 1%. Todo un historial de empresarialidad agroindustrial fue borrado por decreto.
¿Realmente algún beneficiado con las ruidosas expropiaciones sintió en puridad la sensación de convertirse en dueño? ¿Se puede fraguar legalmente ese tipo de satisfacciones? ¿Hasta ese nivel de transformación ontológica puede llegar una ley? Imposible. El peso emocional y ético de lo genuinamente propio jamás se desplaza a las conciencias y corazones a través de tales “obsequios”. La incertidumbre de carecer de auténticos derechos no dejará de estar presente. Hasta las reformas de Fujimori (en los noventa), aquellos “reivindicados” por la revolución carecieron de la posibilidad disponer libremente de sus predios. Palmariamente, ello era un directo recordatorio. Casi como susurrándoles, nada es suyo, todo es prestado. Voces análogas a la de los coros griegos, siempre atentos a cantar los malos presagios.
El orgullo del logro individual (la pequeña hazaña) sólo es dable desde el propio esfuerzo. Ese esfuerzo que ningún ucase legislativo puede reemplazar. Ello lo supieron los hombres de la generación y origen de Juan Mezzich. Si la vida les fue generosa es porque ellos decidieron que así fuera. Fue su mera voluntad y arrojo lo que les permitió su singular éxito. Ciertamente, un universo de valores que formaron parte de un orbe abortado.
Los delirios “socializantes” truncaron una gama de economías que salían a la luz al margen del poder político. Los que afloraban desde los mercados antes que desde los ministerios, mas ello se detuvo. Se regresionó. Se volvió al favor y a la prebenda. Consiguientemente, el asomo de aquella cultura afín al que se hace a sí mismo se apagó en el acto. Desde entonces, para el imaginario popular no será nada difícil ligar al empresario como un producto nacido al amparo de la gracia del gobierno de turno. Tal es como historias como las de Ramón Aspíllaga quedan eclipsadas. Un apellido que alcanzó la cúspide económica y social desde la segunda mitad del siglo XIX.
Su madre (acaso abandonada por el esposo) zarpó con el pequeño Ramón de Valparaíso rumbo al Callao. Arribaron cuando el dominio español se aproximaba a su fin. Establecidos en dicho puerto, con los años el niño pobre se hizo hombre pudiente dedicándose a la estiba y transporte de carga hacia la capital (Lima).[28] De esa actividad provendrá el capital inicial de uno de los mayores terratenientes del Perú. Su hacienda Cayaltí (en el valle del río Zaña, cerca de Chiclayo) fue uno de los puntales de la agroexportación. Su máxima proeza fue conectar su hacienda con el puerto de Eten, a 37 kilómetros de distancia.
A él y a sus sucesores la leyenda los hará “descendientes” directos de los sanguinarios conquistadores, los que les “robaron” las tierras a los naturales cuando llegaron con Pizarro. Sin embargo, escasos serán los que lo recuerden como uno de los que inauguren la senda que colocará al “algodón peruano” (bellamente trabajado desde las culturas precolombinas) ante los ojos del mundo. Igual sucederá con el azúcar.
La fantasía de que familias como los Aspíllaga eran directos herederos de los encomenderos estuvo tan arraigada que ni siquiera un anticomunista tan severo y recalcitrante como Eudocio Ravines (célebre apóstata del marxismo-leninismo) pudo sustraerse: «(…) el 70 y 80 por ciento de las tierras cultivables —escribía a mediados de los cincuenta— se halla bajo el dominio de minúsculos grupos privilegiados, descendientes de los encomenderos de la colonia».[29]
Años después de la expropiación de Velasco los resultados fueron demoledores. De ser líderes mundiales en hilo de algodón, el Perú fue rebasado por otros países. En 1960 260 mil hectáreas sembraban dicho cultivo; para el 2003 se habían reducido a 53 mil. Junto a ello, la falta de investigación degeneró la calidad de ese fino producto. El caso del azúcar no fue diferente, se pasó de ser exportadores de tecnología en el rubro a importadores. De maestros a aprendices, incluso de países que antes adquirían equipos fabricados por técnicos locales; ello aconteció por la «la diáspora de ingenieros peruanos luego de la reforma agraria.»[30]
Lo anotado como dato post facto. En su momento, cuando Velasco realice su “gesta nacionalista” procederá sobre un país y unas familias que hacía mucho habían perdido el apego por la tradición emprendedora. Montañas de dádivas palaciegas anularon todo vestigio de remembranza al respecto. Sin ofender, estamos ante el equivalente de la corrupción del fornido y varonil Heracles luego de su ingreso en la corte de Onfale. Como ejemplo de lo dicho, la familia Raffo procedió a donar a los “campesinos” (al estado) sus haciendas Antapongo y Cañipaco como muestra de su apoyo al “proceso revolucionario”. ¿Ecos del dicho que reza que lo que se gana fácil, fácil se pierde? Bajo ese régimen los descendientes del italiano Giovanni Francesco Raffo consolidaron un denuncio de 6’000,000 de metros cuadrados de tierras eriazas contiguas a La Molina Vieja.[31] Se enriquecieron urbanizándolas.
Curiosamente, el liquidador de la “oligarquía” sería el mismo que directamente promueva el ascenso de otra estirpe “empresarial” (empresaurios le dirían después). Hasta el presente, los velasquistas se han jactado de haber destruido el antiguo régimen. Juzgaron que habían arrasado con los máximos representantes de la plutocracia local. Pero poco se dice del tipo de “capitalista” que alentaron. Desde este yerro se puede afirmar que el autoproclamado nuevo régimen no fue más que una anacrónica repotenciación del viejo orden de privilegios.
Desde su impulso no-alineado, Velasco conminó a los inversionistas extranjeros a replegarse. Decretó que la participación patrimonial de estos en la banca, finanzas e industria no podía exceder del 20% del total. Es decir, se estaba ante un evidente despojo. No había alterativa: vendían o se les quitaba lo suyo. Así es como hasta entonces pequeños inversionistas y hasta dependientes de negocios de capitales norteamericanos y europeos aparecieron en escena. Compraron a precio de ocasión. De esos hechos el descendiente de un vasco afincado en Catacaos a fines del XIX aprovechó para hacerse del banco más importante del país y llegar a ser el hombre más rico del Perú: Dionisio Romero.
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¿Ya estamos en condiciones de decir qué es una tragedia? ¿Lo sospechan? Seguro que sí. Y el ruido sigue en la calle. ¿Caótico y descontrolado? Cierto, muy distante de la calma que hacia mediados de 1922 un presunto agente bolchevique argentino debió sentir en la localidad puneña de Capachica (a unos casi cuatro mil metros de altura). Llegó desde ese no tan lejano país con la misión de difundir “ideas levantiscas entre los indígenas”. Se le acusará de subversión, de propagar el “rusismo recalcitrante”.[32]
Nunca se supo si realmente fue un agente “soviético”. Pero lo que sí queda claro es que estaba lejos de pertenecer a la casta de emprendedores que en ese instante dejaban de arribar como antaño. Como el resto del planeta, el Perú suspendía su inédita vocación de apertura. La “inversión de todos los valores” comenzaba a dejarse sentir. Sin duda, a través de la vieja ruta comercial entre el Río de La Plata y la Ciudad de Los Reyes vendrá a los Andes el ideario (con ideólogos incluidos) que Karl Marx había comenzado a redactar siete décadas atrás (exactamente en 1848).
Los acontecimientos de Rusia de 1917 alentaron grandemente el proceso. Con suma eficiencia, el sentido común se dislocó. Quizás el éxito del a todas luces brumoso y delirante concepto de dictadura del proletariado revele el nivel de relajo en el que las capas pensantes cayeron.
Si en su día Eduard Bernstein indicaba que esa dictadura sería probablemente ejercida por “oradores de clubs y literatos”, ello aún era muestra de lucidez frente a una ocurrencia del propio Marx. Una ocurrencia que jamás sus discípulos pudieron desentrañar sin caer en el ridículo. Ello hasta la “aclaración” de Lenin en el mismo 1917, tanto a través El Estado y la Revolución como a través de su “gesta” subversiva contra el parlamentarismo admitido por el zar Nicolás II. Únicamente los rusos son capaces de hermanar tantas contradicciones a un tiempo, había confesado Dostoievski a mediados del XIX (en El jugador).
Teoría y praxis, ser bolchevique se erigió en la incontenible vanguardia de lo que irremediablemente acontecerá. Y trabajaron día y noche para ello. Pusieron todo su empeño para lograrlo. Un “científico” vislumbre que fue labrado a pulso. Una profecía que fue construida palmo a palmo, como para que no deje de “venir”. Un hercúleo despliegue de emoción y de energía puesta a disposición de una entelequia que elevó a las alturas andinas a Julio César Mezzich.
Como Marx, el nieto de don Juan no fue ningún proletario. Como Engels, provenía de una familia pudiente. Asumimos que como muchos de los magnates, su abuelo también había trabajado lo suficiente como para que nadie de los suyos sepa de penurias. ¿Se valoraría ese esfuerzo? ¿Se leería esa magna lección?
La respuesta se dará en los hechos, renegando de su “condición de clase”. Debió haberle sido como un segundo bautizo. El nuevo hombre que se enrolará en las huestes más radicales de la izquierda peruana, el maoísmo. Un hombre distante del self made man. Y desde esa distancia subió a la sierra para irse a vivir a una comunidad campesina en Andahuaylas. Ahí se hizo agricultor, se hizo “indio”. Contrajo matrimonio con la hija de un dirigente comunero. Una experiencia similar a la del migrante alemán Karl Lamp en Paucartambo cien años antes. Otro “hombre rubio” del que las mujeres de bronceada tez sintieron sus caricias. Ese quien las tomará para sí, tal como «experimentaran las viejas abuelas al requerimiento lascivo del conquistador del siglo XVI.»[33]
Lamp fue sexualmente mucho más ambicioso que Mezzich: practicó la poligamia y procedió como un “inca” renacido. Valcárcel lo registra como un vengador de la raza (¿la aria o la cobriza?), como «el semidiós que operaría el milagro de resucitar la Cultura Inkaica». (sic) Anota que veinte mil indios se pusieron a su disposición. Mas estaba lejos de ser un “salvador”. ¿Dejó de ser un alucinado o entró en razón? Se fue para no volver, por lo menos para no volver a “sus indios”. Con el tiempo correrán los rumores de que buscó en Prusia (su patria) apoyo para “hermanar” los dos “imperios”. Valcárcel recoge la noticia de que fue asesinado en un viaje de regreso a América.
Pero Mezzich no era Lamp. Julio César era un misti en acto de contrición. Un ser arrepentido por ser blanco, no orgulloso ni gozoso de preñar campesinas con su simiente rubia. No, su camino era distinto. Las últimas fotografías que se tienen de él es liderando tomas de tierras y participando en diversos cónclaves campesinos a fines de los setenta. Luego desaparecerá. Oficialmente, no se sabrá más de él. Extraoficialmente se conoce que ingresó a las filas de Sendero Luminoso en 1979. Debido a sus antecedentes revolucionarios, participa en un congreso clasista avocado a “reconstruir” el Partido Comunista local para en el acto dar inicio de la “lucha armada”. Por la importancia de esas decisiones (especialmente la última), es probable que Julio César haya participado en la Primera Escuela Militar de Sendero Luminoso. Realizada entre el 2 y el 19 de abril de 1980 en Chaclacayo (a las afueras de Lima), dicha actividad fue personalmente comandada por Abimael Guzmán. El lema matriz de aquella larga jornada rezaba así: ¡Centro es el campo, ciudad complemento![34]
Un mes después comenzará una rústica pero sonora “guerra popular”. La primera acción se dará el 18 de mayo de ese año en el poblado de andino de Chuschi (Cangallo, Ayacucho). No hubo sangre, pero fue de simbólica trascendencia: ese domingo se volvía a ejercer en el Perú el derecho al sufragio luego de doce años de dictadura militar. Tomaron el centro de votación y quemaron las ánforas y las cédulas electorales. Nadie salió herido y se detuvo a los responsables.
Era un mensaje. Mientras la inmensa mayoría del país veía con expectación y hasta entusiasmo el regreso a la democracia, una diminuta minoría marxista-leninista-maoísta daba comienzo a más de veinte años de demencial violencia política. Desde la guerra de la independencia (1820-1824) y desde la guerra con Chile (1879-1883) el Perú no supo de tan mayúsculo desangramiento. A mediados de 1980 “aparecen” en la capital incendiando el municipio de San Martín de Porres y colgando perros muertos en pleno centro de Lima, los que llevan letreros con la siguiente inscripción: Teng Hsiao-ping, hijo de perra. (sic)[35]
En esa estela de muerte y destrucción, Julio César Mezzich jugó un papel decisivo. Toda la información de la inteligencia policial (años después entrarán a tallar los militares) apuntaba a que él era el mando político-militar de los insurrectos. Es decir, fue el segundo de Guzmán. El segundo del apodado “presidente Gonzalo”, la superación dialéctica de Marx, Lenin y Mao. Siempre a entender de sus seguidores, la cuarta espada de la revolución mundial.
Realmente, ¿qué fue Mezzich para Abimael? ¿Acaso su Engels, su Trotsky o su Chu En-Lai? Sin duda, buscó emular a cualquiera de ellos, menos a su propio abuelo. Prefirió emocionarse con los “aportes” y hazañas de los constructores del comunismo internacional antes que la proeza agrícola de su abuelo “yugoslavo”. Soñaba con lo grande ajeno antes que con lo pequeño pero propio. ¿Cómo comparar los “magistrales” y “reveladores” asertos del autor de El Capital, el empeño organizador y genio político de Lenin y la gesta campesina de Mao con la acometida pequeño-burguesa de don Juan (acompañado por su primo Mateo Yadrosich)?
De seguro el viejo manejaba una noción de progreso menos acabada, menos “científica”. A diferencia de él, su nieto será de los que renuncien a su homínida inmediatez burguesa por un anhelo más “elevado”. Exactamente como Nietzsche, fue de los que enfermaron antes de enfermarse.
¿Fue de los partidarios del hombre regio antes que del mero mortal? ¿Hombres regios como Hitler, Stalin o Pol Pot? Abimael Guzmán anhelaba emular al líder de los Khemer Rouge. Era su sueño. Hoy puede sonar perverso, pero en los setenta esas “revolucionarias ocurrencias” eran tomadas con absoluta seriedad por los radicales de izquierda.
En teoría, todo indicaba que un régimen como el propuesto por el “presidente Gonzalo” (Guzmán) hubiera sido efímero, pero innegablemente sangriento. En teoría, porque ello nunca se sabrá a ciencia cierta. La interrogante nunca sobrará: ¿Realmente estuvieron a punto de tomar el poder?
Los analistas más serios y reputados señalan que Sendero Luminoso carecía de auténticas posibilidades de éxito, que una tarea de esa envergadura (abordar el estado) no estaba a su alcance. Sin malicia, sospecho que si a inicios de 1917 les hubieran interrogado a esos mismos expertos sobre si Lenin y compañía eran capaces de secuestrar el Kremlin por ochenta años su respuesta hubiera sido semejante.
***
A inicios de los años ochenta, Lima era un caos. Abarrotada de gente, repleta de migrantes, pero no precisamente de cabellos rubios, ojos claros, piel blanca y elevada estatura (no pocos mistis eran así). No. Lo único que en puridad asemejaba al migrante “andino” con el extranjero era su escaso o nulo dominio del castellano. Exactamente aquellos inconvenientes que el nieto de Juan Mezzich no tenía. Dominaba la lengua de Cervantes y la Shakespeare, pero también el quechua de los campesinos. Mas en ese mismo instante, el retrato de Julio César adornaba las paredes de las dependencias policiales del país. Era uno de los delincuentes terroristas más buscados del Perú.
Como muchos de su estrato social, el joven Mezzich también fue de los que no engarzaron su “buena fortuna” al sudoroso origen de la riqueza alcanzada por sus ancestros. Lo soslayaron. Desde ese piso, algunos juzgaron como válidas la prescripción de leyes de fomento a su industriosidad. Si sus abuelos reclamaban que el gobierno se hiciera a un lado para proceder por su propia cuenta y riesgo, ahora sus vástagos pensaban lo contrario. Desde idéntico olvido, otros miraron ese orden de cosas como un “defecto estructural” del sistema que le permitió a sus mayores labrarse un mejor porvenir. No repararon las grandes diferencias, las enormes distancias que hay entre hacer capital accionando en los mercados y lograrlo en virtud un privilegio estatal. En suma, entendieron el quehacer empresarial como un acto de pillaje antes que de creación y descubrimiento. Por ello es que algunos como Julio César se rebelaron y disintieron de su entorno. ¿Entraban en colisión con sus valores cristianos? Por aquí (como en toda América Latina) el opio del pueblo (la religión) era altamente consumido por los hijos de las casas pudientes. Así pues, «lejos de ser anestésico, es fermento de levaduras igualitarias».[36]
Bajo esos y otros efectos, se resistirán a hacerse ricos desde el poder. Curiosamente, detestaron lo primero (la riqueza), pero no lo segundo (el poder). Como era de esperarse, muchas cálidas y deliciosas comidas familiares se echaron a perder. No advirtiendo en qué esquema el abuelo Juan acumuló sus primeros reales, Julio César Mezzich fue de los que entendieron que todo intento de establecer diferencias era una divagación (o desviación) “pequeño burguesa”. Lo relevante estaba en la base, no el proceso. Y la base tenía a la “propiedad privada” y al “comercio” como ejes medulares.
¿De haberse tomado la molestia de auscultar el “detalle” de que si en realidad la propiedad era “privada” de cabo a rabo y el comercio auténticamente libre no hubiera arribado a ningún extremo?
Respuesta complicada para alguien que provenía de una formación sumamente católica (el otro extremo). Simplemente diremos que por un lado tenemos a alguien (el abuelo Juan) que crea capital sin necesidad de ejercer violencia, y por el otro a alguien (al nieto Julio César) que crea violencia para destruir ese mismo capital. Como se decanta, dos formas de ser revolucionarios. Similar al caso de la “poeta y guerrillera” senderista Edith Lagos y al de su padre, un próspero comerciante ayacuchano. Fiera subversiva, combatió hasta morir. No llegó a los veinte años, pero su “gesta combativa” conmovió a sus coterráneos. Fue liquidada por la Guardia Republicana en Umacca, Apurímac, los primeros días de septiembre de 1982. Tres años antes había abandonado la facultad de derecho de la Universidad San Martín de Porres.
Como Julio César, ella también quería ser “india”. No lo era. Regresó a los Andes para pasar a convertirse en la Juana de Arco de las huestes del “presidente Gonzalo”. Para ellos será su Micaela Bastidas (la esposa de José Gabriel Condorcanqui, alías Túpac Amaru II). Su entrega fue total. Identificada tempranamente como militante senderista, fue capturada y recluida en prisión en 1980. Dos años después escapará del penal de Huamanga junto con 70 “camaradas” (más alrededor de unos 230 presos comunes).
¿Qué dirá su padre de ella? ¿Habrá maldecido la hora en que su hija desertó de sus estudios para enrolarse en las filas de Guzmán? ¿La habrá comprendido? Muchas imágenes y vertiginosos sentimientos debieron de atraparlo cuando el ataúd de Edith fue paseado por las calles de Huamanga. Diez mil personas se congregaron para acompañar el cortejo fúnebre al cementerio. Algunos elevan (quizá exagerando) la cifra a 30 mil. ¿Serán los mismos que vocearon que el propio Abimael acompañó el féretro arropado con la bandera roja y la hoz y el martillo?
¿Su padre esperaba esas muestras de afecto? Cumpliendo su labor de pastor, el Arzobispo de Ayacucho (Federico Richter Prada) guardó su acérrimo anticomunismo y «ofició una misa de cuerpo presente, mientras el gentío desbordaba los atrios y colmaba las calles».[37] Igualmente, ante su tumba el líder aprista y derrotado candidato presidencial de 1980 Armando Villanueva del Campo pronunciará algunas palabras, dirigiéndose a ella como “compañera”, elogiando su arrojo y su misticismo. Alabó a Sendero Luminoso, lo “comprendió”. La familia de Edith siempre estuvo orgullosa de ser aprista, de ser “compañeros”, tal como ellos se llaman. Empero, su niña prefirió ser “camarada”.
***
En los años sesenta José María Arguedas confesaba que cuando en 1958 «publicó Los río profundos y relató la rebelión de las chicheras en Abancay, había soñado con la posibilidad de que algún día los indios se rebelaran, y que había vislumbrado la posibilidad de que si en Abancay se sublevaron por asuntos mágicos religiosos, algún día se sublevarían por motivos sociales».[38] Ciertamente, anhelaba hacer temblar al mundo. Moriría sin ver el sueño realizado. Pero no sólo eso, quizás murió porque comprendió que ese sueño jamás se concretaría. Sin embargo, otros no se rindieron. Abimael Guzmán y Julio César Mezzich intentaron hacer “bajar” los cerros y destruir ese mundo que Arguedas sólo se contentaba con sacudir. Mas no pudieron, pues ya hacía mucho que “los cerros” habían descendido. Es decir, alentaban a los telúricos espíritus cordilleranos antes que a los propios hombres de las alturas.
En el momento álgido de la asonada terrorista (tanto de Sendero Luminos como del MRTA[39]), el parlamentario socialista Carlos Malpica publica un libro (El poder económico en el Perú) donde se preguntará sorprendido: ¿qué había sucedido?[40]
Estamos en 1989. La pregunta no surge con relación al “aire” que las milicias maoístas del “presidente Gonzalo” empujaban delirantemente hacia las ciudades. No, el cuestionamiento se daba a raíz del multitudinario y pluriclasista rechazo que desde hacía dos años se venía dando ante el intento de estatización de la banca por parte de Alan García (28 de julio de 1987).
¿Algo semejante afrontó Velasco? Ni por asomo. Y ello que el general piurano fue duro y radical. ¿Qué había pasado?
Mientras Malpica buscaba la respuesta (la que nunca encontrará), las rotativas del Banco Central de Reserva se dedicaban a imprimir billetes y billetes. Durante todo el primer mandado aprista (1985-1990) nunca dejarían de funcionar. García cerrará su último año de gestión con 7500% de inflación. Duro aprendizaje. Como en el Frankfurt de los años veinte, recordaba Elías Canetti: «la inflación estaba aumentando hasta la locura y la ruina».[41]
Eso se vivió. El viejo intento de los regímenes de Leguía, Benavides, Prado, Odría, Belaunde y Velasco de alumbrar un estado del bienestar sucumbió. Hasta esa hora la sociedad no había reparado que sobre sus cabezas se había montado un mundo completamente antagónico a ella, pero financiado con su dinero. Un esquema inmune no sólo a la oferta y demanda, sino al sentido común. Desde entonces el abc de la economía se grabó en el sistema nervioso de cada uno de los peruanos. A muchos ese fiasco les enseñó que únicamente amparándose en el mercado (por más negro e ilegal que sea) se podía seguir respirando.
La escasez activada por el control de precios y las barreras arancelarias a los bienes importados para promover una industria que no se daba abasto o simplemente no existía, alentaba el contrabando. Es decir, el impuesto cero. El mercado puro, pero sin derechos a cuestas. Ahí donde los descendidos migrantes andinos se habían instalado décadas atrás. Esos “informales” que ante los ojos de Hernando de Soto estaban forjando un sendero completamente distinto al de Abimael Guzmán. He aquí a los capitanes de un orden totalmente ausente de arbitrarios tributos y de enrevesadas conminaciones laborales. Ni gravámenes ni beneficios sociales. Los desconocían. Carecían del entusiasmo del que cobra un sueldo a fin de mes y exige vacaciones con goce de haber.
Los casi nulos niveles de inversión, sumados a una apuesta celosamente controlista, reglamentarista y autárquica habían hecho del país un paraíso para los informales. Debido a la evidente parálisis e inacción gubernamental (a todo nivel), dichos actores serán los que sostengan las laceradas economías del grueso de la población. Ésta se alimentará y vestirá gracias a aquellos marginados. De esa suerte, cuando Mario Vargas Llosa de comienzo a una serie de exitosas jornadas contra la expropiación de la banca, buena parte de la ciudadanía se sentirá en completa sintonía. Así es, desde la noche del 21 de agosto de 1987 en la Plaza San Martín, muchos tendrán que escarbar en el tiempo para empatar las palabras del ahora Premio Nobel de Literatura con su propia historia familiar. Los descendientes directos de los migrantes extranjeros (asiáticos y europeos) cogerán el decir de quien se refiere a sus abuelos sin necesidad de pronunciar sus nombres y apellidos. Igual acontecerá con los sucesores de los que llegaron desde el interior (sea de los pobres poblados de la costa y de las agrestes cordilleras o de la selva).
En ambos casos el mensaje es el mismo, pero con referencia a cronologías distintas. Los primeros tendrán que hacer un esfuerzo de memoria para llegar a ese lejano ayer, los segundos sólo deberán ver su inmediato presente. En las dos situaciones lo que el escritor convertido al liberalismo (antes fue comunista) reclamaba era el retornar a los valores del gobierno limitado, la independencia de poderes, los mercados libres, el respeto a los contratos y a la propiedad privada. Demandaba que el país se abra al mundo antes que encerrarse en sí mismo. Fue un punto de quiebre. Inviable para los estrategas y geopolíticos, y en camino de disolverse según informes de la inteligencia estadounidense, éste hiperinflacionario y sangrante paraje de la América meridional porfiaba por existir.
Sumida en la mayor crisis de su historia, la “nación” que se quiso erigir a comienzos de siglo XX (con Leguía) había fracasado. Empero, por sobre sus escombros se apuntalarán los mismos anhelos que casi la terminaron hundiendo. ¿Así es como se asiste al renacimiento de una tragedia? ¿Con el peligro de ignorar de dónde viene y sin saber explicarnos qué persigue?[42]
Cuando con Alberto Fujimori la economía comenzó a ser sincerada (eliminación de control de precios, paralización de emisión inorgánica de dinero y reducción del proteccionismo), la ciudadanía percibió su pertinencia. A pesar de ser una reforma por demás elemental (de suma urgencia), los radicales de izquierda (junto con los demagogos) se resistieron. Para ellos la caída del Muro de Berlín (noviembre de 1989) tardaría en caer.
Dicha intransigencia para con el cambio tuvo sus frutos: contratar un empleado siguió (y sigue) siendo oneroso (por pago de derechos sociales y por la casi imposibilidad de prescindir de un trabajador formalmente contratado). Mas ello no frenó el crecimiento. A un año de haber sido capturado el “presidente Gonzalo” (septiembre de 1992), el aumento del producto bruto interno era evidente. Entre 1993 y 1997 su porcentaje alcanzó un promedio de 7.3. Ya en 1994 se había trepado a un 12.7%. Lo demás es historia conocida… Menos el fin de Julio César Mezzich.
La última vez que se supo de él fue a alrededor de 1984, en Lima. ¿Fue detenido y posteriormente liquidado cuando se dirigía a un encuentro con sus camaradas? Hay carta abierta para especular. Otros refieren que se internó en la selva del Alto Huallaga a fines de la misma década. Pero igual, son presunciones. Lo único cierto es que casi desde el inicio de la “lucha armada” es un no habido, semejante a una economía negada. Algo así como una posibilidad trunca, ¿la personificación de una tragedia? Quizás, aunque pequeña comparada con lo que significó el olvido de la proeza de hombres como su abuelo. Ello sí que fue una mayúscula desgracia, no obstante su aparente insignificancia. Semejante a las engañosamente “intrascendentes ocurrencias” que realizan multitudes de personas en estos precisos momentos, los invisibles de siempre, los negados.
Notas:
[1] Cfr. García Gual (2007, p. 14).
[2] Garcilaso de la Vega (1609, p. 408).
[3] Vid. Anónimo (1610, p. 106). El referido anónimo fue develado por el Lohmann Villena (1967), quien lo identificó como Pedro de León Portocarrero.
[4] Cfr. Lohmann Villena (1973, p. 337).
[5] Cfr. Nogueira Bermejillo (2002, p. 22).
[6] Cfr. Weber (1919, p. 76).
[7] Nietzsche (1888, p. 48).
[8] Cfr. Kennedy (1993, p. 42).
[9] Wiener (1880, pp. 40-41).
[10] Polanyi (1944, p. 42).
[11] Arguedas (1964, p. 260).
[12] Cfr. Spencer (1884, p. 9).
[13] Vid. Polanyi (1944, pp. 49 y 80).
[14] Marx (1848, p. 104).
[15] Arguedas (1964, p. 252).
[16] Belaúnde (1931, p. 190).
[17] Flores Galindo (1980, p. 11).
[18] Vid. Contreras (2004, pp. 214-272).
[19] Cfr. Rénique (2004, p. 84).
[20] Cfr. Valcárcel (1927, p. 134).
[21] (Id., p. 7).
[22] (Id., p. 15).
[23] Cfr. Rénique (2004, p. 146).
[24] Cfr. . Burga y Flores Galindo (1980, p. 131).
[25] Vid. Burga (1976).
[26] Contreras (2005, p. 101).
[27] Siglas del hoy desaparecido Sistema Nacional de Movilización Social, organización que ejecutó la reforma velasquista.
[28] Vid. Gilbert (1982, pp. 111-151).
[29] Ravines (1956, pp. 16-17).
[30] Althaus (2007, p. 120).
[31] Cfr. Malpica (1989, p. 122).
[32] Vid. Rénique (2004).
[33] Vid. Valcárcel (1927, pp. 45-46).
[34] Vid. Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003, p. 27).
[35] Gorriti (1990, pp. 105 y 133).
[36] Ravines (1956, p. 97).
[37] Gorriti (1990, p. 399).
[38] Flores Galindo (1992, p. 12).
[39] Siglas del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, fundado y comandado por un disidente y antiguo “compañero” de García Pérez, Víctor Polay Campos. Ambos fueron predilectos discípulos de Víctor Raúl Haya de la Torre y compartieron estudios en París.
[40] Malpica (1989, p. 11).
[41] Cit. por Steiner (2009, p. 315).
[42] Cfr. Nietzsche (1872, p. 152).
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(Publicado originalmente en Ius et Veritas, N° 51, Lima, Diciembre 2015, pp. 345-368.)