95225-1

Bien se puede acusar a quienes hablamos de república de sacar de la manga una receta muy vieja. Empero, quién se puede avergonzar de los ingredientes que componen este plato: ciudad, libertad, imperio de la ley y virtud.

Suena fácil, pero se entiende que su elaboración requiere de cocineros más pacientes que diestros. Cierto, es la asimilación de lo vivido lo que nos obsequia el arte de no desesperar ante el primer traspié o infortunio. Todo lo contrario, es menester que dichos guisanderos alimenten su pericia en base a los estropicios. De otra forma, dejarán de adquirir lo mejor que los errores propios y ajenos pueden brindarnos.

Claro está, aquí también funciona aquello de que en manos del sabio el peor veneno es medicina (según dicen, célebre frase del veneciano Giacomo Casanova). Así es, no hay ponzoña que no se ha trocado en vitamina si de ciudad, libertad, imperio de la ley y virtud se habla. No en vano la civilización que se forjó desde esos elementos supo de sus mejores momentos luego de haber superado los infortunios: Roma.

Que un aguafiestas exprese que hasta el saludo nazi era romano sólo puede informar que la medicina se convirtió en veneno. Ya en tiempos del divinizado Augusto la deletérea pócima antirrepublicana se elevaba en grado sumo, lo suficiente como para que diecinueve siglos más tarde el megalómano Benito Mussolini se autodefina como su imperial heredero (como un Tiberio, un Diocleciano o un Cómodo; nunca como un Marco Aurelio).

Celebrado arquitecto de una pax sin precedentes en el mundo antiguo, la obra de Augusto le permitió a un cives romanus (ciudadano romano) de credo hebreo transformar su propia religión para alzarse como terrenal líder de una secta que se vanagloriará de ser miembros de un reino que no es de este mundo: Pablo de Tarso. Desde esa jactancia, se reedificará una respublica en donde la libertad, la ley y la virtud será de tal hechura que la ciudad que antes las tuvo como pilares de su existencia simplemente ya no las reconocerá. Se tendrán no sólo como extrañas, sino como totalmente opuestas.

Innegablemente, una ciudad sin la compañía de los ingredientes originales nunca alcanzará a ser una civitas. Concretamente, una civitas romanorum (ciudad romana) digna de ser ensalzada por genios como Virgilio y Tito Livio. ¿Es esto complicado de entender? De ser ello así, a lo mejor la culpa la encontremos en el nefasto legado de los emperadores: el estado, su mímesis.

Sin duda, esa manera autoritaria de ver las cosas ha inoculado la convicción de que el estado es la máxima expresión de la racionalidad y de la propia evolución social. Tal fue lo que Aristóteles apuntaló. Un imaginario que un republicano romano jamás comprenderá, pues dar vida a una entidad que busca concentrar todas las magistraturas en sus manos indica de por sí que la civitas renuncia a ser un refugio de hombres libres e iguales ante la ley en favor de una única libertad: la del estado.

Como sabemos de sobra: esta última receta (la del estado) no sólo es incomestible, sino que nos devora a todos.

Share This