(Ensayo originalmente publicado como estudio preliminar en [Inca] Garcilaso de la Vega, Comentarios Reales de los Incas (Antología), Fondo Editorial Cultura Peruana, Lima, 2003, pp. 9-16)
Nacer en el siglo XVI fue algo más que una mera simpleza. Ello lo supieron muy bien las gentes de esas horas. No es ningún secreto que el apabullante impacto del descalabro del medioevo abrió el juicio del momento en el que se estaba. En consecuencia, concebir una total inversión de las cosas, a partir de esto, sería una roma ingenuidad. En ese sentido, el Renacimiento, dentro de su afán por revalorar lo arcanamente acaecido, no fue más que un portentoso intento por soliviantar la ya más que zarandeada cristiandad. Ello es lo que se buscaba al exaltar lo bello. La carne por la carne, como la sensualidad por la sensualidad, no valían en sí, sino por su envoltura mística. Una innovación distinta (como en el orgásmico Éxtasis de Santa Teresa de Bernini) sólo podía ser encubierta desde la magna potencia del artista.
Con todo, ese amanecer se daba inmediatamente después del colapso de un orden. Oficialmente, desde este mismo umbral irrumpe el subjetivismo. Junto a ello (o por debajo de ello), los avances de la ciencia y de la tecnología, junto la explosión demográfica y los gritos contra el monopolio de la fe. La modernidad adviene desde esta gratia. Tanto la pretensión imperial como la eclesiástica de un concierto de pueblos postrados a su solio se resienten. Aflora una oquedad. Como en un tímido intento de reemplazo, va fluyendo una romántica vocación hacia lo atávico. El amor al terruño brota como nunca antes desde la Antigüedad. Obviamente, he aquí una anacronía. Si por un lado esta nueva era asomaba blandiendo lo prometéico de la individualidad, por el otro invitaba a su mutilación.
Ese es el mundo que le tocó al que mucho después, en una remembranza mágico-colectivista, habrá de autocalificarse como “Inca”. El futuro escritor, nacido en la capital de un imperio recientemente conquistado, y que por entonces llevaba bajo el nomen de Gómez Suárez de Figueroa (Cuzco, 1539), no hacía con ello más que advertir una muy única y vanidosa existencia. Así pues, estamos ante un ego propio de su tiempo. Tal es como este vanidoso mestizo —lo llamo yo a boca llena y me honro con él, decía a propósito del cóctel de razas que lo invitó a la vida— se expresa en un esquema de estamentos y de privilegios. El hijo de un noble capitán español (Sebastián Garcilaso de la Vega y Vargas) y de una ñusta (o princesa) inca (Isabel Chimpo Ocllo) no podía sentirse un extraño y marginal porque ese era precisamente el signo que definía a la edad moderna. Acaso el pecado de su singularidad no estaba en el hecho mismo de ser un yo, sino en ser un yo surgido fuera de la vieja y muy christianaEuropa. Es decir, a todas luces, un ente impropio y foráneo.
Ser hijo natural era un problema: le estaba vedado usar el nombre castellano de su padre, Garcilaso de la Vega, directo pariente de su homónimo, el poeta de inicios del siglo XVI, y también igualmente lineal antepasado de los afamados Jorge —el de las coplas a la muerte de su padre— y Gómez Manrique —uno de los hombres más representativos de las letras castellanas del siglo XV—, así como de don Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, vate y humanista de la primera mitad del Quattrocento; claro, esto solo en el campo de las letras, dándose que en el de las armas y en el del servicio a la corona y al de la fe la parentela era más que abundante. Empero, en un esquema donde el que más marchaba en bastardía dramas de ese tipo no llegaban a ser letales, aunque sí hirientes. Mucho menos si es que por sus venas corría, doblemente, sangre de nobles e hijosdalgos.
Una carga gratificante en situaciones normales, mas este no era su caso. No sería su color cobrizo lo que establecería la mayor de las diferencias. Lo que lo marcaría, la abismal hendidura, sería esa rama idólatra de su progenie materna. En la confesional España aquello rebajaba la alcurnia. Téngase en cuenta que hacía poco más de medio siglo este conglomerado de naciones se había alzado como la definitiva triunfadora en sus siete veces centenaria lucha contra los moros. De esta suerte, lo apostólico adquiría una tonalidad mayúscula. No en balde el núcleo de la Conterreforma estuvo en esta península forjada a la sombra de los Reyes Católicos. A los ojos de esta reacción cada testimonio de religiosidad ajena a sus cánones era “hazaña” de Belcebú. Así, ser nieto de un soberano (Túpac Yupanqui) sumido en la concupiscencia e ignorante de la palabra de Dios no podía dejar de tener sus gravámenes. En general, la Europa del siglo XVI, que comenzaba a padecer los rigores de la disidencia religiosa, no podía asumir estas novedades sin henchirse de rabia.
En su ciega y obstinada negación hacia lo diferente el mundo católico intentó recrear lo fenecido. Eso era lo medioeval. Rehabilitarlo era volver a invocarle a la feligresía aquella noción monástica de la vida en sociedad. Ese era el ideal a alcanzar. Si para asir ello era menester romper todo trato con lo foráneo y nuevo entonces se rompía nomás. El riesgo a “contagiarse” de las herejías era altísimo. El Viejo Continente, al escindirse entre protestantes y no protestantes, fundó un lapso de descomunal intolerancia. En cada bando afloró las ganas de hacer tabula rasa con lo no oficial. En opinión de cada facción, toda la simbología de uno y otro bando era arrasable. Esto es relevante. Cuando acontece la llegada del “hombre blanco” a América (1492) tal contexto estaba ausente. Si bien es cierto que la reconquista de los reinos hispanos se hizo a la par de la desintegración de la edad media, procediéndose con una severa expulsión de moros y judíos, sería con la aparición de Lutero que las cosas darían un vuelco nunca antes visto. El celo represor se activaría con virulencia. Con ello las fantasías y supersticiones rezagadas del “oscurantismo” medioeval excitarían los ánimos de los siempre tan prestos fanáticos.
Desde estos influjos, cuando el soldado y el cura español se topen con México primero (1519) y Perú después (1532), no podrá sustraerse a lo contemplado. En una imaginería de esta envergadura sólo una fuerza competidora del Altísimo estaba en condiciones de conferir hechuras (culturas) de esta índole. Tenochtitlán y Cuzco sólo podían ser obras luciferinas. Los intentos —como los del jesuita chachapoyano Blas Valera (1545-1597), otro mestizo producto de la conquista—, de acomodar la sacrilidad como patentes ejemplos de una subyacente cristiandad, sólo podían cautivar a seres con espíritu disidente. Decíase, según algunas tradiciones, que aquella olvidada revelación fue gracias al esfuerzo evangelizador del apóstol Bartolomé, insigne predicador en la India y Arabia. Así, a su entender, el gran Illa Tecce Viracoha no era otro que el omnipotente Jehová. Mas, quién en su sano juicio podía aceptar tremendas argumentaciones. El indígena y su variante, el mestizo, jamás se sacudirían de su propensión idólatra. Sea auténtica o falsa su conversión, las sospechas no se borraban. Incluso se les quiso emparentar con los “infectos” judíos. Se lanzó la hipótesis que los nativos, según interpretación del bíblico pero apócrifo Libro IV de Esdras, eran parte de una de las tribus perdidas de Israel. Esto solo es muestra de la aprensión que los aborígenes provocaban. Es más, cuando a inicios del siglo XVI los doctrineros adviertan la superviviente adoración de la indiada a sus antiguas deidades, las dudas de su “retractación”, junto con sus fobias étnicas, se acrecentarán.
Esto, fehacientemente, supo dejar su huella en el entonces joven Suárez de Figueroa. El orgullo de ser producto de la conjunción de dos imperios sólo llegó a ser exteriorizable en su propio terruño. Empero, ello tenía sus horas contadas. Cuando el sistema de encomiendas hizo crisis los mestizos de los primeros días vieron que el piso que los sostenía se hacía añicos. De económica y socialmente fuertes y respetables pasaron a la otra vereda. Paulatinamente fueron convirtiéndose en los esos incómodos y ninguneados mendicantes que paseaban sus regios abolengos entre harapos y penas.
Pero en los días en que el todavía el mozalbete Garcilaso andaba de guerras civiles del brazo de su padre, su heterogénea complexión no era un lastre. Entraban en decadencia, es verdad, pero en ese proceso suele haber amagos de soberbia y de vanidad. Para un espíritu tímido y reservado esto podía ser gozado en la intimidad de su alma. Ser uno de los inaugurales vástagos del vencedor ya en sí invitaba a una introspección. Auscultarse a sí mismos no debió de ser una actitud extraña a estos genésicos seres.
En su auroral estadio, estas criaturas, que debieron ser el solaz y el entretenimiento de sus mayores cuando críos, ya en mocedad, entre razones y sinrazones, reverberan las jactancias y las inmodestias. En un esquema de esta índole el saberse portador de fabulosas o chuscas estirpes tales heredades empujaba al enrostramiento. En este caso, ser un occidental y a la vez un aborigen llegó a ser todo un distintivo. Jactarse de portar ambas prosapias respondía tanto a un acto de lucidez como a un coyuntural acomodo. El interés terrenal, lo fáctico, es el máximo emblema de lo moderno. En cambio, la ostentación de la cuna era un lastre del ayer. Ello lo vivió el futuro Garcilaso. Todavía en tierra quechua su situación era bonancible. Ser hijo de conquistador donde ya comenzaban a llegar los iniciáticos asomos de la burocracia colonial no era solamente un distingo clasista, sino la incontrastable justificante de una dispensa y prerrogativa muy pronto a extirpar.
Este tipo de posturas agenciará su pináculo en enero de 1567 cuando un grupo de rancios y florecientes híbridos, ya seriamente afectados en sus haciendas y en sus alardes, decidan alzarse en armas y reponer la majestuosidad del Imperio del Sol. La mira era brindarle el mando al Inca Titu Cusi Yupanqui (¿1526?-1570), sitiado en Vilcabamba, e introducir lo mejor de la cultura occidental (¿con la religión incluida?). Pero el plan fracasó. Los conjurados fueron delatados. Entre apresados y desterrados se puso fin a esta intentona. La administración colonial llevaría a cabo una efectiva razia. A ello se dedicó Francisco de Toledo (1568-1580). Cumpliría a pie juntillas la orden de su soberano, don Felipe II. Este campeón del absolutismo le nombró virrey con el firme propósito de consolidar los derechos y privilegios reales frente a las demandas de los encomenderos, así como también el de poner término a las sublevaciones de indígenas.
De estos hechos Garcilaso no pudo ser testigo. Estaba muy lejos. Sólo pudo conocerlo a través de los viajantes y los desterrados, como el directamente implicado Juan Arias Maldonado, o por Melchor Carlos y Esquivel, unigénito de uno de los cabecillas, o por el indio don Carlos Inca —su casa fue sede de la conjura—, hijo a su vez Cristóbal Paullu Inca, retoño del emperador Huayna Cápac.
Insoslayablemente, todo esto revela un arreglo donde lo jurídico se medía a partir de lo obsequiado por la corona. Sin embargo, he aquí una legalidad nacida del favor antes que del derecho mismo. Correr a la corte y llamar a la puerta de los áulicos constituía un proceder lógico y sensato. Aguardar que la humana justicia aterrice por sí misma era una tontería. Los andinos comprendieron esto desde el comienzo. De este modo, su temprana vocación litigiosa no será accidental. El buen Gómez Suárez de Figueroa no se sustraería de ello. Muerto su padre en 1559, y viendo que le sería imposible lograr el reconocimiento del legado por su primogenitor, resuelve viajar a España. Con veinte años de edad enrumba en la dirección inversa a la de aquellos que —según el vulgar decir— exclusivamente ansiaban riquezas. Su misión trascendía a este sentir.
Él únicamente apetecía una cosa, un bien nada prosaico, pero tampoco un valor antagónico al mismo. Eso era lo que significaba tener un nombre en esos días. Poseerlo y mostrarlo otorgaba la posibilidad de existir más allá del común. Era marcar una irrefutable diferencia con el que más. Consumiría sus mejores años en esta brega. En tal causa no hizo más que mostrar su naturaleza quechua. Así es como en 1562 se muestra al célebre fray Bartolomé de Las Casas en Madrid. A pesar del cariño y simpatía que recibió a su arribo a Montilla (1561) por parte de los marqueses de Priego y otros poderosos parientes paternos, su altiplánica tristeza se dibujaría más y más al ver lo largo y complicado que sería hacerse reconocer como legítimo heredero de un rico hidalgo.
En esta pugna, si es que en verdad quería alcanzar su objetivo, no le quedaba más que blandir sus “recuerdos”. Ello era lo que debía de hacer. Recurrir a la memoria en un ser con dos mundos a cuestas, y dos mundos totalmente disímiles, no era una bagatela. El orbe que pertenece a su flanco castellano lo conoce a la perfección, de lo contrario jamás se hubiese atrevido a cruzar el Atlántico. En todo caso, los documentos y libros están allí, listos para auxiliarlo, precisamente aquello que no ocurre con su flanco materno. Hace tanto de ello. Cuando decide embarcarse en la aventura de las evocaciones ya sólo puede hurgar en su propia existencia. Tan corta y lejana a la vez. Tan ridícula, como la de cualquier moderno, empero, a la par, desde su lado más gregario, totalmente relevante. Ir más atrás era arrojarse a los brazos de la imaginación. Recrear es liberarse, pero en esa liberación se suscitará un utilitario acomodo. Ello es lo que hizo. Cuando pidió auxilio de los conterráneos residentes en la península y de peruleros de indistinta suerte para dar inicio a sus Comentarios realesno estaba en condiciones de eludir su tiempo y su espacio.
Reivindicar lo indiano pasaba por amoldar lo incomprensible para Occidente, y para él, acaso ya un completo súbdito castellano. Fabular sería su salida racional. Inventar, sometiendo los hechos al cristiano entender no sería más que una apuesta lascasiana. Desde esta óptica, los indios siguen siendo vistos como seres pletóricos en carencias, pero tiernos y moldeables. Se refuerza el paradigma paternalista: humanizar (evangelizar) a estas criaturas será su suprema tarea. La teología, como filón de un medioevo que se resiste a morir, incrusta desde su cruz un encause naturalista y moralizante. No en vano el primer discurso filosófico “peruano” se tituló Historia natural y moral de las indias (1590). Esta obra, escrita por el padre José de Acosta, inaugura una senda que el “Inca” Garcilaso y Guamán Poma de Ayala continuarán. Su trazo, directo heredero del neoplatonismo y del panteísmo bien puede ser tenido como una expresión secular de la visión mística de la creación del mundo que Pico della Mirandola (siglo XV) diseñó en su Heptaplus o de la profética alegoría de las “tres edades” de Joaquín de Fiore (siglo XII): 1) la edad del Padre (desde la creación hasta el nacimiento de Cristo); 2) la edad del Hijo (el reino de los clérigos y la fe) y; 3) la edad del Espíritu (el reino de los santos).
Conforme a este acaecer, nada es fortuito. Incluso los elementos de la naturaleza no están ahí como meros adornos. Forman parte de nuestro devenir. En esta línea, lo que queda por hacer es volver a involucrarse en ese curso. Ello es lo que se acometerá con el incario. La mezcla de mito y de realidad no será del todo arbitraria. ¿Cómo no podría serla?, bien pudiera defenderse el propio Garcilaso si que cuando de niño se asustaba con los truenos y la lluvia y su madre le decía que no tema, que ella no es mala, que ello sólo es producto del llanto de una ñusta que, entre nubes, derrama tristeza porque el terrible Illapa (rayo) le quebró su cántaro predilecto.
El sendero que nos conduce a lo excelso no es otro el fluir del caos a lo perfecto. A ese discurrir pertenece el Tahuantinsuyo. Ya únicamente le faltará coronar su suerte envolviéndose en la lumbre del Evangelio. Esto es lo que propondrá este “inca” escritor. Él no es más que uno de tantos pensadores que hacen su ingreso a la modernidad sin despojarse de sus ropajes canónicos. Indiscutiblemente, estamos ante un palpitar remiso a abandonar el anhelo de una realidad que desde muy atrás se decantaba como inviable. La quimera de una estancia muelle y pétrea no encajaba en ninguna de las aristas de esta nueva era. Lo caballeresco y lo arrebatadoramente pío había sucumbido para siempre. Únicamente alegres nostálgicos como de Miguel Cervantes (un perulero frustrado) y/o confesos ascetas como fray Luis de León podían sacarle artístico provecho a lo acaecido. Exigir que aquello siga imperando caía en una olímpica desubicación a pesar de su cercanía. Ya no estaban los días para pretensiones de este tipo. Los arrebatos místicos escaseaban. Y si estaban presentes bien podían caer en severo colapso emocional ante una riada de humanidades tan ausentes de espiritualidad y de decencia.
El todavía respirante renacentismo, en su añoranza por lo clásico, fraguó un inmovilismo que coadyuvó a la perduración de un fideísmo reacio a lo tangible. La verdad, desde este sino, no podía responder a estas villanías. Ella, en su bíblica asunción, continuaba quieta y luminosa. La realidad sólo era tal si es que se medía desde su impronta. En esa medida, el Concilio de Trento (1545-1563), un acontecimiento ciertamente relevante, no renunciará un ápice a los dogmas católicos. El mismo será parte fundamental en la lucha contra el protestantismo y la herejía. Mas, en virtud de su aprendizaje de lo hasta ese instante mostrado por el infiel y el perjuro, sacará de la ensotanada manga una gama de contrarreformistas respuestas asaz de novedosas. Indudablemente, los años de presencia cristiana en las llamadas Indias Occidentales los aleccionó sobremanera. Los pueblos de esta parte del hemisferio le hicieron ver al viejo adoctrinador europeo que los caminos de la revelación son mucho más complejos que los hasta entonces conocidos. Se admite el empleo de la imaginería y de la simbología de los nativos para involucrarlos en su grey.
Contra esto no va a luchar Garcilaso. Todo lo opuesto, como gozoso feligrés y portador de un nombre y apellido ilustre, ganado en la cuna y en los tribunales, contribuirá a asentar los dominios terrenales y espirituales de su soberano (los Habsburgo). Como se ve por este lado, este inca no andaba con rebeldías. No estaba dispuesto a competir con los de su propia sangre, la de su padre, de la que estaba por demás satisfecho. Su apuesta era otra. Quería donarle al cristianísimo Occidente las noticias de un paraje que en lo políticamente manifiesto ya era suyo. Mucho se decía de aquellos parajes abarrotados de riquezas, pero ninguna provenía de la pluma de un auténtico hijo de esa tierra. Se sentía capaz de llevar a cabo una empresa de semejante envergadura. El tempo en el que vivía le era propicio. No por casualidad su vida coincide con la del Siglo de Oro. Una época de esplendor general. Así, si bien es innegable que su formación intelectual fue lenta y su producción literaria tardía, el compartir la centuria con tremendos portentos era desde ya un excelente aliciente.
Estos vientos de triunfalismo bélico, arte y poesía no se quedaron en la península. Sabido era que en las antes convulsas tierras de los quechuas ahora andaban encandiladas con sus vates. Ello lo capta Garcilaso tanto de oídas como por las misivas que recibe de su patria. Él, que sólo fue testigo de un país abundante en raptos, crímenes, traiciones y crueles ajusticiamientos, ahora no sólo se enteraba que aquel ensangrentado suelo era un remanso de cultura e ingenio —allí se escribió La Cristiana de Diego de Hojeda, acaso el mejor poema religioso de la época colonial—, sino, también, para su admiración, un refugio de santidad. Ya a inicios del siglo XVII la mentada Ciudad de Los Reyes se ufanaba de albergar santos y milagreros. Empezando por el propio arzobispo, don Toribio de Mogrovejo, que no fue ducho en lo “inexplicable” aunque sí en lo totalmente explicable (lo político), pasando por la terciaria Isabel Flores de Oliva (Santa Rosa de Lima), célebre por ayunar largamente y flagelarse con cilicios invocando a su “esposo” Jesús, hasta el fraile mulato Martín de Porres, experto en dialogar con toros y mosquitos y hacer comer en un mismo plato a perros, ratones y gatos.
Asentarse en Córdoba (1589) le permitió establecer estupendos vínculos. Se adentró en los círculos humanistas y se dedicó al estudio y a la investigación. Ese fue el mejor impulso para darle inicio, un años después, a su carrera en las letras traduciendo, a partir del original italiano, los Diálogos de amor del sefardí Judas Abravanel, el afamado León Hebreo, un libro inserto en los Índices inquisitoriales bajo pena de excomunión por la Iglesia Católica. Atrás quedarían sus pesares y sus vanos afanes por demostrarse como digno heredero de su padre. Ya no tendría que coger las armas del rey, como lo hizo en Navarra, Italia (ambas gestas datan de 1564) y en Las Alpujarras (1570), para demostrar su apego a lo católico e imperial. Ahora iría por otra ruta. Quería ponerle fin al desconocimiento que se cantaba sobre su tierra.
Tener que oír que en su país los naturales se comportan peor que aquellos bárbaros y salvajes que narran los textos clásicos es una agresión que está dispuesto a curar. Su convicción de creyente contemporáneo del apogeo y de la efervescencia del discurso lascasiano no pudo más que impulsarlo a plantear una cuasi cristiandad de la civilización de su madre. Este será el punto más radical en su empeño por hacerse del reconocimiento que siempre buscó. Aquí ya no estamos ante el profano anhelante de una gracia terrenal (rentas e hidalguía), sino ante el que, superando al naciente burgués, decide llevar sobre sus hombros la suerte de sus coterráneos, en este caso, reivindicar una etnia y una cultura. Este espiritualismo, propio del hombre indignado, es lo que lo empujará a recrearlo todo.
En ese sentido, Garcilaso se sociabiliza. Como en una metástasis, se coloca en el plano de “hablar por los que no tienen voz”. Ciertamente, un razonar antimoderno pero que ha pasado a nosotros como una conmovedora muestra de amor por el prójimo. Ese será su modo de obtener aquel prestigio que lo material, que ya le era insuficiente, jamás le obsequiaría. A ello se abocará hasta el final de sus días. Su estancia cordobesa le fue propicia para esta personalísima aventura libresca.
Garcilaso juzgaba saberlo todo de los reinos del Perú, pero aquellos últimos reportes tuvieron que conmoverlo. Ya tiempo atrás, a poco de llegar a España, intentó volver, mas no lo dejaron. Tal fue el precio de ser un mestizo emperifollado de nobleza aborigen y de lamento de encomendero. Ahora sabía perfectamente que ese anhelo jamás se cumpliría. Si antes expurgó sus sentimientos más íntimos y hispanófilos zambulléndose en la genealogía paterna —Genealogía de Garci Pérez de Vargas (1596)—, ahora buscaría trascender a su persona. Ese sería su aporte. Ya había demostrado sus dotes como cronista con La Florida del Inca (1605), lograda gracias a la información de un sobreviviente de aquella epopeya, el conquistador Gonzalo Silvestre. Mas allí no hay ligazón con el terruño. Los sucesos narrados ocurren a gran distancia de su patria. Sólo la gesta de uno de los de Cajamarca (Hernando de Soto) y la participación de un amigo de su padre, el mencionado Silvestre, le activaba los afectos. Fuera de ello, nada. Es por eso que los Comentarios reales (1609) sería su máxima entrega. La ambición que lo embargaba tuvo que ser conmocionante. Describir parte de la historia y cultura de sus ancestros lo pone, indefectiblemente, en un plano de “autoridad” o de “entendido”. Quizá la verdad no esté presente. Quizá el error prime. Pero ello no lo inquieta. Su intención es otra. Él sólo quiere enlazar aquella parte de su ser con los dictados de la Providencia. Su meta es dibujar un empalme historicista del devenir incásico. Esa será su manera de convertirse en un moderno.
La civilización europea será el “punto culminante” en el proceso de evolución. Ser “sometido” por la casa de los Habsburgo es la mejor de las fortunas. Con ello el fabuloso Imperio de los Incas se engarza con el Sacro Imperio Romano Germánico. El ideal de una secuencia que lo atrapará del todo. De seguro que se ganará el odio de los auténticos historiadores, empero el anhelo de la respublica christiana, a su entender, bien que lo merece. Su prosa, antes que recopiladora y expositiva de un concierto dado, es justificante de su propio anhelo. Los datos que tiene los encausa en esa senda. Concebir algo diferente a ello no sería cristiano, tampoco renacentista.
Es curioso, este afán político-evangélico, análogo a la de muchos de los publicistas de su edad, propiciará, por defecto, todo lo inverso. Como les aconteció a estos mismos autores, Garcilaso se erigirá, aunque con retraso, en el alentador de un independentismo imperial-indigenista a fines del chirriante siglo XVIII. Aquella apetencia por un retorno al Tahuantinsuyo tuvo en la obra de nuestro ensayista su más cara motivación. Una de las primeras medidas que decretan los borbones en 1781, luego de aplastar la insurrección de José Gabriel Condorcanqui (Túpac Amaru) fue, junto con la de castigar a los indígenas de linaje real, la de prohibir la circulación y lectura de los Comentarios Reales.
Mejor evidencia de su calidad subvertidora imposible. Lo que afloró como una misericordiosa aspiración trocose en un inspirador de sediciones. De seguro secularizadas al extremo, pero nunca adjuradoras de su misticismo y religiosidad.