En su monumental Guerra y Paz (1865), León Tolstoi da una magistral lección sobre los límites del conocimiento humano a través de los ojos del príncipe Andrés.
Estupefacto, éste observa que en pleno fragor de una de las grandes batallas contra las tropas multinacionales de Napoleón el príncipe Bagration (un héroe del Imperio Ruso en la vida real) se abstiene de dar órdenes. Como se indica, no dio ninguna. Se limitó a moverse de acuerdo a la fuerzas de las circunstancias, de la voluntad de sus soldados y los caprichos de la suerte.
Así es como lo imaginamos, desplazándose de un lado a otro, avanzando y retrocediendo; acaso enloquecido ante el no saber hacia dónde ir en medio de los disparos de pistolas, escopetas y cañones, del ruido de espadas, bayonetas y sables, de los gritos de los que quieren triunfar matando. He ahí un todo que el guerrero nato no comprende tanto como que lo llena de miedo y redobla su ardor.
Con generales subyugados por la confusión —sin saber si pierden o ganan—, un repentino silencio surge para anunciar que aquella sanguinosa vorágine ha concluido. A la par, se tornan cada vez más audibles los vítores de los vencedores y se ve la rauda huida de los vencidos. Como remarca hinchado de furia el conde Rostov: ¡Sí, se inventan historias! Si los relatos de los que realmente vivieron el drama en carne propia tienen peso, nunca podrán compararse con los que fraguan los elegantes comandantes del estado mayor. Aquéllos que sin hacer nada reciben recompensa tras recompensa.
Cuando Tolstoi escribía esta obra, la palabra grippe era por entonces una expresión novísima y todavía poco usada (ello lo escribió en la primera página). Pero lo que sí era viejo y recurrente por demás fue hacer creer que los que ganan las batallas son estrategas fabulosos, que vencieron porque de antemano trazaron sus triunfos en sus fabulosas testas. Como puntualmente dice el narrador: Los supuestos grandes hombres no son otra cosa que los rótulos de la historia: dan sus nombres a los acontecimientos; pero, como los rótulos, no tienen relación con el hecho mismo.
Y pensar que en el presente los políticos quieren controlar pandemias asumiéndose capaces de conocer al detalle las condiciones y circunstancias de un mundo mucho más inasible que el que recreó Tolstoi al dar cuenta de batallas como las de Borodino donde descolló Bagration. Aunque los franceses aseguraron que perdieron (en verdad empataron) porque Napoleón estuvo constipado aquel día.
Fuera de este marco de arreadores de seres humanos, juzgaba Tolstoi que el que desempeña un directo rol en los magnos acontecimientos nunca aprecia su importancia. Ni bien entiende que ello es posible, todo se vuelve estéril. Así es como recordó que aquella Rusia fue salvada por los pequeños actos de un pueblo que no tuvo mayor pretensión que la de sobrevivir en aras de hacerse de una amplia gama de cosas menores (dinero y comida) antes que de trascender históricamente.