Hace un año atrás Ollanta Humala asumía la presidencia de la república luego de alcanzar en segunda vuelta el 51% de los votos. Como revelan los números, llegaba al poder sin ningún triunfo demoledor de por medio. Todo lo contrario, necesitó del voto de los que lo rechazaron como un riesgo para el país. No obstante ese endose, ni bien el ahora ex antisistema confirmó su triunfo se escucharon voces que desde la izquierda pedían que el elegido haga uso de su presidencialismo para desarmar lo que ellos llaman “el modelo primario exportador”. Es decir, le pedían que ejerza su novísima autoridad a sus anchas. Que imponga no sólo la legalidad que adorna su cargo, sino que aproveche su plebiscitaria legitimidad y su comprensible subida en las encuestas para rediseñarlo todo. Y lo hizo: se rediseñó a sí mismo en tiempo record y de un sacudón apartó a sus originales colaboradores.

¿Por ello ahora es un traidor, un vende-patria, un mal amigo? Ciertamente la emoción y el delirio revolucionario anula la percepción de los hechos, los distorsiona. Concebir que a través del voto se puede invertir el mundo delata que quien piensa así tiene una visión esquizofrénica del cambio de mando. Justo lo que manifestaron los eufóricos humalistas de hace un año, quienes no reparaban que el respaldo electoral distó mucho de ser apabullante y que la democracia representativa tiene límites. Pero ello les resbalaba, no estaban dispuestos a someterse a formalidades “pequeño burguesas”. A su acalorado entender, el voto viene a ser parte de aquella revolución permanente de la que Trotski teorizaba. Una manera de mantener encendida la llama de un incendio previo, que en su discurrir era el programa de la “gran transformación” y su por entonces noción compulsiva de inclusión social.

¿Se pedía un imposible? No, no era ningún imposible. Pero sí era algo muy parecido a ello: era una locura. Algo que políticamente no era viable, no podía serlo. Y no porque la legalidad de las formas constitucionales tengan la gracia de domesticar dragones, sino porque detrás de esa formalidad legal hace mucho que subyace un numeroso consenso (básicamente urbano) en favor del respeto a los contratos, a la estabilidad jurídica, a la propiedad privada y a la libre empresa. Si a ello le sumamos que se había optado por elegir entre el “cáncer” y el ”sida”, palabras de Vargas Llosa para describir a los postulantes más resistidos (por “autoritarios” y “no democráticos”), comprobaremos por ese sólo hecho la amenaza que Ollanta Humala y Keiko Fujimori significaban para el electorado. Amenaza frente a lo ya logrado (mejor ambiente de negocios y reducción de la pobreza) y frente a las expectativas de amplificar esos mismos logros a través de la aplicación de las aún pendientes reformas liberalizadoras de mercados (como el laboral).

Ese era el temor, por ello se les catalogaba de esa manera. Cortesía del voto obligatorio o del voto del puro relajo, lo palmario era que el sistema electoral demostraba en los hechos que las otrora mayestáticas e inoperativas castas partidarias tradicionales habían sido desplazadas por un torrente de descastados e impresentables personajes análogamente mayestáticos e inoperativos. Saber hablar y demostrar cierta coherencia de pensamiento pasó a ser un recurso superado. Lo que ni el más fanático igualitarista pudo haber soñado, se daba paradójicamente en medio de un orden social acusado de excluyente y elitista. Estamos ante los que hicieron uso de los recursos multimedia antes de la multimedia. Ahora (realmente desde 1990) el poder estaba más que nunca al alcance de cualquiera. ¿Pero sin fuerza alguna? No. Rotundamente, no. Y ese es precisamente el peligro que ello acarrea.

¿Cómo es posible que de la noche a la mañana cualquiera (realmente cualquier) pueda alzarse con la más alta magistratura? Similar interrogante debió de haberse dado una y otra vez a lo largo de los siglos en la decadente Roma imperial ante el encumbramiento de cada nuevo bárbaro al título de César. No sé si ya por ese tiempo se conocía el dicho que reza que tanto va el cántaro al agua que al final se rompe. Y se rompe. Nada que concierna a ese fenómeno es accidental ni anecdótico. Sin reglas de juego pertinentes no es que se evite la mediocridad de la política y de los políticos, pero sí puede impedir que esa mediocridad afecte la vida de la gente. Así, muy bien se puede imaginar un escenario paupérrimo y sin el más leve asomo de mejora y desarrollo con esos tipos. Y no sólo imaginar, sino recordar, pues ya campeaban por doquier antes de nuestro progreso económico. Por ende, si hoy tenemos una economía más dinámica y diversificada no es por cortesía de esa parcialidad de atolondrados napoleones. He ahí la importancia de las elementales reformas de inicios de los años noventa, reformas dadas en medio de una crisis dantesca y propiamente terminal por personajes que en esa hora antepusieron sus intereses técnicos y profesionales a los partidarios. Empero, lo que quedó en el tintero fueron las reformas que impiden que esos ocasionales salvadores (los técnicos) terminen reemplazando a sus igualmente ocasionales patrones.

La prueba de que el progreso no se lo debemos a los políticos profesionales es que ellos no son precisamente los que enfrentan las crisis, crisis provocadas por ellos mismos. De todas las formas imaginables, estos suelen esquivar la responsabilidad para no aparecer como los malos de la película. Esa labor se la dejan a otros. Ellos sólo eluden las dificultades, tal como por ejemplo hoy eluden elaborar el tantas veces demandado segundo plan de reformas que debería ir en línea directa con la primera en aras de lograr un repliegue más drástico del estado (en sus diferentes instancias) de la esfera de privada. Empero, el problema está en que se vive la sensación de que ya no hay mayor problema. En pocas palabras, que se puede vivir con lo que se tiene. Por lo mismo, los técnicos de antaño ahora invocan esa virtud (el ser técnicos) con pretensiones electorales. El candoroso y primigenio desinterés ha desaparecido. No se conforman con ser burócratas de élite. Ya no hay muerto que salvar, sólo un vivo de quien vivir. Nuevamente los hombres antes que las leyes y con las mismas explicaciones rocambolescas de siempre, pero ahora con cuadros estadísticos y retórica gerencial.

Lo que originalmente invitó al desplazamiento de lo político por lo técnico fue la urgencia por dar paso a una estabilidad macroeconómica y legal que sea el soporte de una necesaria capitalización que provenga de la inversión privada (nacional y extranjera) antes que de la estatal a través de empréstitos, controles de precios, autismo comercial, expropiaciones e inflacionaria emisión de dinero. Así, los que en el presente hablan de un “modelo agotado” lo hacen desde el imaginario de un demos (un pueblo) compuesto por millones de peruano sumidos en una quietud que los torna incapaces de aplacar el hambre y el frío por sí mismos, siendo que hipotéticamente viven a la espera del arribo de los “derechos estatales” que remediará su suerte. A todas luces, un demos que sólo existe en la marginalidad y que es abiertamente antagónico a ese otro demos absolutamente real y apabulladoramente imperante que desde su aparente anarquía ha forjado soluciones privadas a problemas públicos que hasta hace muy poco sólo podían ser nominalmente atendidos desde las instancias gubernamentales.

Claramente, es este último demos el que con su accionar ha labrado un consenso en favor del librecambio lo suficientemente perceptible como para establecer unos linderos que adviertan al caudillo de turno que si vulnera sus espacios estaría llevando a cabo un proceder abiertamente contraproducente. A falta del peso que otrora podía brindar una fuerte representación parlamentaria o de una sólida institucionalidad que nunca hemos tenido, es evidente que el freno a cualquier pretensión de ir contra ese silencioso pero real consenso es ese mismo silencioso y real consenso de una mayoría beneficiada por un estado apartado de sus economías.

Sin duda, estamos ante el producto de una sociedad que se ha ido capitalizando lentamente desde que el estado forjado a la luz de la revolución nacionalista y socialista de Velasco y de los constituyentes socialdemócratas y socialcristianos de 1979 quebró en 1990. Ese fue nuestro estado benefactor, la aspiración de un paraíso en la tierra que arrastró a casi todo el país a una crisis mayúscula. Un ideal que no alcanzó a consagrarse porque hablar de “democratización de la riqueza” desde la improductividad, el dirigismo y la descapitalización ofende al sentido común. ¿Qué se puede redistribuir si el mercado que distribuye se desenvuelve a su mínima expresión? Y por otra, ¿para qué redistribuir burocrática y compulsivamente lo que ya los directos interesados han distribuido libremente?

En buena medida, las elementales reformas llevadas a cabo dos décadas atrás por Juan Hurtado Miller y Carlos Boloña (los dos técnicos que años después serían judicialmente procesados) invirtieron el escenario. Así es, colocaron los cimientos de la acumulación de riqueza que hoy disfruta el país. Esa fue la solitaria novedad que hasta el presente nos acompaña y que un paralizante conformismo juzga como suficiente, tanto así que desde su impulso se procedió a acrecentar al estado a través de adictivos “programas sociales” y de una descentralización de la administración pública (regionalización) que hoy rinde sus antisociales frutos. Una tangible muestra de que en puridad los políticos suelen ser una casta diferenciada de los sectores productivos. En términos coloquiales, una casta de parásitos que hoy se muestran capaces de imponer su tozudez y sinrazón a pesar de ser pocos. Sí, son pocos, pero ostentan las suficientes cuotas de poder como para fastidiar, y fastidiando contribuir a erigir la negación del emprendedurismo (empresarialidad, se decía antes) que tiene su cara visible en el asistencialismo estatal, el mercantilismo imperante y las políticas regulatorias.

Innegablemente el igualitarismo democrático nunca entendió que una sociedad en proceso de capitalización lo único que requiere es que el estado se haga a un lado lo más posible. Y si le es dable desaparecer, mejor aún. Mas es difícil de esperar que un elemento nacido para medrar del esfuerzo ajeno se contente con poco y que desaparezca por propia decisión. Ello porque estamos ante una institución que no está en condiciones de entender que la gente muy bien puede prescindir de su onerosa presencia, por la sencilla razón de que mientras menos tenga que ver en el día a día de los particulares más aprovechable será la existencia social de estos tanto para ellos mismos como para su entorno.

Para el mercado el factor político siempre fue un problema pendiente de resolver y el estado un estorbo, un intruso, el inquilino precario que simplemente apareció para degenerar lo propiamente político. Una cosa extraña que no encaja en su transitar, un extorsionador émulo de don Vito Corleone. Desde ese rigor, el repliegue de ese engendro o Leviathan no sólo ha servido para volver más sana y dinámica las finanzas, industriosidad y las economías de la gente, sino también para crear una atmósfera lo sobradamente visible para advertirle al ocasional gobernante del daño que puede generar si es que osa proceder contra ese orden.

Notoriamente, esa es la única institucionalidad que en los hechos limita de modo efectivo al poder político. Lo que no hacen los demás poderes del estado (totalmente dependientes entre sí antes que independientes, además de estar igualmente comprometidos por el “qué dirán” de la opinión pública), lo termina haciendo un variopinto universo de actores que sólo entienden que su particular progreso es exclusivo producto de su propio esfuerzo. Mas, como es de apreciarse, ese freno informal (pero real) es tan importante como insuficiente. Y ello porque depender de la buena fe, de la sana comprensión, inteligencia y hasta de la debilidad y miedos de unos personajes que se hacen del poder a través de promesas y de discursos emocionales es altamente peligroso.

Ese es el principal factor de inestabilidad, el elemento de mayor capacidad de perturbación que fácilmente puede socavar el avance que el país ha logrado apoyándose únicamente en la primaria (muy primaria, y por entonces muy urgente y necesaria) reforma de los años noventa. Ese fue el origen del inicial miedo y hasta pánico de un Humala vencedor en junio de 2011. La posibilidad de que desde el poder se borre de un plumazo la prosperidad que buena parte de la población está disfrutando a partir de una elemental reforma está al alcance de la mano de quienes tienen las riendas del estado. Ellos pueden hacer el prodigio de convertir en arenal el más bello jardín con solo hacer tronar los dedos. Por lo mismo, el punto está en que ese silencioso consenso en favor de los mercados libres no basta, y no basta porque no se ha traducido en una alternativa política y a la vez institucional que sea directa hechura del espacio ganado por el libre comercio.

Tal es el inconveniente de regirse por una legalidad que asume que el destino de toda sociedad depende de lo que puede hacer o no hacer un solo hombre: el mítico hombre providencial, el secular mesías. Así de anacrónico y absolutista como se lee, por lo que la interrogante que se decanta no puede ser otra que la que indaga si ya podemos vislumbrar cuál es la diferencia entre Humala y sus predecesores democráticos. ¿Doce meses todavía es un tiempo muy corto? Por lo pronto, queda en claro que uno se llama Ollanta, el otro Alejandro y el que queda Alan. Y detrás de esos rótulos, una serie de personalísimas diferencias. Lo que según los antecedentes no es poca cosa, pues en contraste con otros presidentes Ollanta Humala ha hecho de la “hoja de ruta” que le permitió vencer en segunda vuelta el plan de gobierno que nunca nadie tuvo, o si lo tuvo sólo era una mera formalidad o una simple ocurrencia de campaña.

Si ya el Alan García vencedor en el 2006 había reconocido que no se puede gobernar al margen del silencioso pero efectivo consenso pro mercados libres, con Humala ese mismo hecho se ha elevado a niveles cuasi notariales. Por primera vez un gobernante juega a respetar su palabra a partir de un texto escrito que al parecer es más vinculante mediáticamente que la Constitución. El problema está en que su palabra se forjó sobre el viraje de un compromiso anterior, igualmente firmado por su puño y letra y defendido en plazas y calles durante años con el directo norte de cambiar la constitución vigente. Y a pesar de ello, dicha palabra y compromiso firmado y reafirmado durante años (la “gran transformación”) fue cambiado en pocos días por puro sentido práctico. “Costo de oportunidad”, vocean los economistas. Ahora, ¿cuál es el límite de ese “sentido práctico”, de ese “costo de oportunidad”? Si desembocamos a la propuesta de pragmática de William James nos encontraremos con la justificación de que los principios son prescindibles.  Como vemos, más que nunca el tema es de individuos, de individuos con poder. Justo la antítesis del viejo precepto republicano que reza que es preferible un gobierno de leyes antes de hombres.

He ahí un detalle que delata el escaso apego a lo institucional. Así, cuando se acusa que el actual mandatario es débil, tímido y silencioso no se recuerda que esa era la misma persona que como candidato asentía complaciente cada una de las aspiraciones “inclusivas” que sus ocasionales contertulios le obsequiaban. Es decir, los dejaba hablar. Esa era su virtud, la virtud de un tipo tímido y silencioso. Y desde esa cualidad lo veían como un hombre seguro y fuerte. Al fin y al cabo era un militar de formación, un punto más a su favor. Exactamente las mismas cualidades que sus otrora rivales y posibles víctimas de hasta hace un año hoy encuentran como meritorias. Es más, el obtuso chavista de hasta un par de semestres asoma ahora (dicen sus nuevo defensores) como un hombre tan lúcido como simpático y racional. Y como excomandante del ejército peruano, toda una garantía de patriota.

En conclusión, lo que se tiene como presidente es a un hombre de carne y hueso en plenitud de capacidad política y legal de dar los giros que mejor le plazcan por la sencilla razón de que él es el que manda, y manda hasta el grado de desdecirse a sí mismo. Eso es el presidencialismo, y desde él la vocación por imponerse contra los que únicamente tienen el poder de esquivar o huir de sus dictados. Una tara que hay que extirpar o simplemente evitar que se reproduzca en otros estamentos gubernamentales. Si ello no se entiende, siempre será difícil alcanzar la paz que toda sociedad requiere para comenzar a vivir sin sobresaltos, ese fin del mundo que asoma entre nosotros cada cinco años.

Share This