Paul Laurent
En los años 80 los izquierdistas más delirantes (incluido Sendero Luminoso y el MRTA) y los socialistas más mesurados gritaban a los cuatro vientos por el “no al pago de la deuda externa”. Generacionalmente hablando eran los padres y abuelos de los actuales antiglobalizadores que querían hacer a nivel internacional lo que a nivel local se hacía desde hace mucho: no reconocer los pactos libremente asumidos.
Y procedían de la misma manera, quemando y destruyendo todo lo que veían a su paso. Ellos eran parte activa de la cargada atmósfera de esos años convulsos. Sin duda, eran los atentos asistentes a las conferencias que con ese fin se dictaban, los voraces lectores de los artículos, ensayos, voluminosos tratados que en consecuencia se escribían, así como los que militantemente realizaban las marchas por calles y plazas del país y del mundo y los que entusiastamente hacían circular cartas de apoyo a su “humanísima” causa firmadas por famosísimos personajes del “jet set internacional”.
No recuerdo si el Pato Donald y su millonario tío (también un pato) lo firmaron, pero por ahí que sí. Era una manera de demostrar sensibilidad social. Denunciaban la inmoralidad y angurria de los países ricos y de las organizaciones financieras internacionales de exigirles a los países del “tercer mundo” que se pague dicha deuda cuando sus poblaciones se “morían de hambre”.
Eso hace más de veinte años. Hoy ninguno de los antiguos ruidosos toca el tema. Pero no sólo ellos, sino que tampoco los del “otro bando”, los que se autoproclaman de “liberales de derecha”, “no ideologizados” o “independientes de derecha nomás”. Silencio. Nadie dice nada.
Así como ayer nadie vio lo medular del tema del endeudamiento internacional, hoy tampoco hay quien vea el detalle: endeudar a un país es hacer que el gobierno no se limite a vivir con lo que tiene, y lo que tienen (o debería de tener) sólo puede provenir de los impuestos. De lo contrario se estaría yendo por el camino directo al despilfarro y a la obra irresponsable, que es lo que los estados han llevado a cabo desde tiempos remotos (desde las pirámides de los faraones hasta los viajes a Marte y a Luna).
Si el gobierno sólo viviera de los impuestos que recauda tendríamos en principio un orden de cosas mucho más sanas, pues el país se limitaría a vivir con lo suyo sin condenar tanto a los actuales como a los futuros contribuyentes a cotizar por algo que no les tocará disfrutar. Y se supone que la gente paga impuestos para recibir específicos servicios. Se supone. Como se supone que son los impuestos el medio por el cual el gobierno se nutre y que es a través de ellos que puede cumplir su función de brindarle seguridad y cuidado a los que cotizan para ese fin. Se supone.
Por lo mismo, cualquier acción gubernamental que desborde los límites presupuestales originarios nacidos de los impuestos que recauda para su constitucional fin de garantizar derechos es abiertamente un acto contrario a los intereses ciudadanos. Si el gobierno no se limita a vivir de los impuestos que percibe y adquiere de recursos por otras vías se estará colocando por encima de los intereses de sus contribuyentes. Ello es lo que suelen hacer los estados. Si queremos gobierno en lugar de estado, entonces exijamos que ello suceda mediante un rotundo ¡no al endeudamiento!
En un orden político y legal propiamente sujeto a los derechos ciudadanos, el gobierno debe contentarse con vivir de lo que recauda de sus mandantes. Sí, sus mandantes. No sus súbditos. Los que gobiernan son empleados de la ciudadanía, no sus amos. Por lo mismo no pueden (por inconstitucional) actuar más allá de lo que sus patrones le exijan, siendo que el que paga impuestos lo único que reclama es que la acción gubernamental vaya en directa correspondencia con lo que contribuye en aras de seguir disfrutando de su vida y patrimonio.