A mediados del siglo XX el jurista alemán Karl Loewenstein hizo la siguiente y única referencia al Perú en su libro Teoría de la Constitución: “triste reputación de inestabilidad”. No se equivocaba, el historial de asaltos al poder iba en directa proporción al ya abultado número de “cartas magnas” que se tenía por entonces: diez.
¿Cuánto han cambiado las cosas desde esa hora?
De la publicación del texto de Loewenstein (1959) al presente, han acontecido tres golpes de estado (1962, 1968 y 1992) y brotaron otras dos constituciones que han terminado erigiendo las “visiones de país” hoy predominantes. Mientras la carta de 1978 gusta a los admiradores del general Velasco con su apuesta estatista de la sociedad y de la economía, la de 1992 gusta porque desmontó buena parte del legado antiempresarial y descapitalizador de esa dictadura.
Son estos dos bandos los que marcan los discursos del que más, incluyendo desde la última elección (2021) a los que no han conocido ninguna dictadura ni autocracia. Sin duda esto último es relevante, pues es la primera vez en nuestra historia republicana que una generación de ciudadanos no ha probado en carne propia un golpe de estado. Por lo mismo, si quieren saber del asunto deberán recurrir a los recuerdos de sus mayores o a los textos de historia.
Como no podía ser de otra forma, este “capital democrático” es producto directo del periodo de mayor estabilidad que el Perú ha tenido. Y sin necesidad de un coronel que “ponga orden”, que es lo que aconteció durante la “República aristocrática” (1895-1919) cuando el coronel Óscar R. Benavides depuso manu militari al presidente Billinghurst.
Los únicos “recuerdos golpistas” que esta novel generación de peruanos tiene a la mano son los dos intentos fallidos perpetrados por los hermanos Humala (años 2000 y 2004). Curiosamente ambos —por confesión del padre— se hicieron militares para llegar al poder. Como los caudillos decimonónicos, eran de los que preferían preparar un “cuartelazo” antes que convencer a los electores. Sin embargo, la legalidad se impuso. Uno de los hermanos alcanzó la presidencia vía elecciones y el otro fue condenado a 19 años de prisión por homicidio, secuestro y rebelión.
Después de estos fracasados putsch lo que queda no son más que las asperezas propias de los que ansían el poder. Como enseñó Tito Livio, los tumultos son parte de las repúblicas. Es más —recordaba Thomas Jefferson—, la libertad se nutre de ellas.
El que el último acto golpista haya sido una anacrónica montonera es elocuente. ¿Podemos medirla como un repliegue definitivo?
Si el espacio de la política es netamente civil, es claro que el sometimiento de las fuerzas armadas al soporte principal de esa civilidad (la constitución) es parte de un proceso de institucionalización que ha tomado dos siglos. Pero lo que tomará más tiempo será el extirpar la manía de catalogar de “golpe” a todo lo que no gusta. Acaso la erradicación de esa muletilla provenga de generaciones igualmente nacidas en democracia.
(Publicado en Contrapoder, suplemento dominical del diario Expreso, Lima, 10 de julio de 2022, p. 2)