Jorge Hernández

La tradición, cuando no la ignorancia o los intereses personales, ha convertido en sagradas determinadas áreas de injerencia estatal sobre cuya inmodificabilidad existe un lamentable consenso.

Una de esas áreas es la justicia, la cual, de acuerdo con este sentir general, no podría ser administrada de manera distinta a como hoy la conocemos. Siendo esto así, de existir un conflicto privado de intereses será el Estado a través de sus órganos especializados el que determine la asignación del derecho en tal o cual sentido, pero tratándose de un delito, el Estado impondrá a los culpables una multa o una pena privativa de la libertad. La víctima es excluida arbitrariamente. Podrá intervenir en el proceso para solicitar una reparación civil, es cierto, pero el monto que obtiene siempre resulta exiguo. También podrá demandar una indemnización, pero para ello deberá esperar que culmine el proceso penal antes de, si todavía le alcanza la vida, incoar un proceso civil con el enorme costo (no sólo monetario) que ello supone.

En una sociedad libertaria la administración de justicia tiene otro rostro. En ella la justicia está íntimamente ligada con los derechos de propiedad y, más precisamente, con su violación. Tal como ocurre en el ámbito civil, la discusión acerca del castigo a imponerse a aquel individuo que ha ofendido el derecho de otro debe recaer única y necesariamente en dos partes: la víctima (demandante) y el acusado (demandado).

No existe el principio colectivista en el que se basa nuestro sistema penal según el cual la sociedad es el sujeto pasivo del delito. Blandiendo este argumento, los burócratas confiscan los derechos de la víctima y, actuando en lugar de ella, imponen una pena. Se coloca así a la sociedad -vocablo de significado incierto, pues, como explica Benegas-Lynch, el término deriva de socio, es decir, personas muy cercanas con propósitos comunes, lo cual se encuentra en las antípodas de lo que ocurre en la realidad en la que cada individuo persigue sus particulares intereses y aspira al logro de su peculiar proyecto de vida- por encima del individuo. En contraposición con una exigencia libertaria que, en cambio, convierte a las víctimas en el centro del sistema, reconociendo su derecho a una justa retribución por los daños sufridos. Surge entonces el problema de determinar el quantum de la indemnización. La respuesta es sencilla: los delincuentes pierden sus derechos en la misma y exacta medida en que privan a terceros de los suyos. Esta es la llamada “teoría de la proporcionalidad” esbozada por Murray Rothbard.

Reiteramos que es a la víctima a la que se debe resarcir y no a la sociedad (léase, Estado). Como apunta el autor precitado, la parte inicial de la deuda contraída por el agresor es la restitución. Un ejemplo diáfano es el del robo. En el caso que X haya robado 100 a Y, el primer y elemental castigo que corresponde a aquél es la devolución del dinero (más intereses y gastos procesales, claro). Ahora bien, en el sólito supuesto de que el malhechor se haya gastado lo robado, el castigo consistirá en obligarlo a trabajar y entregar a la víctima el producto de su trabajo hasta completar el monto total de la indemnización. Cabe también la posibilidad que la víctima renuncie a la indemnización, o, en todo caso, a su pago completo, liberando, de este modo, al delincuente de su obligación.

En la actualidad nuestro sistema punitivo cae en el absurdo de forzar a la víctima (aunque no sólo a ella) a pagar impuestos para localizar, condenar y posteriormente sostener y alimentar a su agresor mientras dure su reclusión. En otras palabras, no sólo no recibe pago alguno sino que tiene que pagar a quien le causó daño. Ahora bien, si se impone una multa al agresor, ésta no beneficia a la víctima, simplemente pasa a engrosar las arcas estatales.

Retomando el criterio que el delincuente pierde su derecho en la misma medida en que viola los de terceros, en el ejemplo propuesto una vez que Y devuelve los 100 que había robado, tendrá que pagar otros 100 para así perder su derecho (la propiedad de los 100) en la misma y exacta medida que su víctima. Es más, siguiendo la tesis de Rothbard, deberá adicionarse un plus para compensar la situación de temor e incertidumbre creada.

Dicho esto habrá quienes levanten su voz de protesta y señalen -sin que les falte razón- que nos encontramos frente a una concepción absoluta de la pena en su variante retributiva. Y en un afán de descalificarla añadirán que se trata de una concepción primitiva, la basta aplicación de la Ley del Talión (Exodo, XXI, 24 y 25) superada por las teorías relativas de la pena (la disuasiva y la rehabilitadora).

No obstante, las modernas teorías adolecen de serias deficiencias. Analicemos sólo algunas. La teoría disuasiva sostiene que con la imposición de la pena se busca que el delincuente no vuelva a delinquir (prevención especial) y, a su vez, que los demás miembros de la sociedad no cometan esos delitos en el futuro (prevención general). Sin embargo, la aplicación del criterio disuasivo genera situaciones sumamente injustas: En caso de no existir penas, el ciudadano medio estará dispuesto a cometer pequeños hurtos mas no así un asesinato frente al cual encuentra una enorme resistencia interior. Por consiguiente, si el sistema apunta a disuadir al ciudadano de la comisión de delitos, terminará imponiendo penas mucho más severas para delitos menores que para crímenes de gran magnitud.

La teoría de la rehabilitación, por su parte, deja en manos de los burócratas encargados de administrar el castigo un poder desmedido para decidir en qué momento el delincuente se encuentra plenamente “rehabilitado”. El mismo término se presta a ambigüedad y, por ende, su significado será determinado según el interés de turno. Nos preguntamos asimismo si es posible rehabilitar a aquellos que nunca estuvieron habilitados para convivir y respetar los proyectos de vida de los demás. Por otro lado, el tratamiento terapéutico estatal se realiza sin que medie la voluntad del agresor y peor aún contra ella. En este sentido, las palabras de C.S. Lewis resultan esclarecedoras: Ser “curados” en contra de la propia voluntad, y curados de una situación que no podemos considerar como una enfermedad, equivale a verse rebajado a la condición de los que aún no han llegado o nunca llegarán al uso de la razón; es ser clasificados en el grupo de los niños, de los disminuidos psíquicos, de los animales domésticos.

Podemos concluir entonces, sin que nos tiemble la voz, que los primitivos administraban justicia de manera más eficiente que en nuestros días. La preeminencia de la indemnización a la víctima fue el principio jurídico imperante en la antigüedad antes que el Estado acrecentara su poder e invadiera todos los predios del quehacer individual.

Ejemplos hay muchos pero quisiera recalar en uno prolijamente estudiado por David Friedman. Me refiero al caso de Islandia, comunidad que se desarrolló sin gobierno desde el año 870 hasta el año 1263. En palabras del autor, el sistema jurídico de Islandia “se acerca más que el de cualquier otra sociedad histórica debidamente estudiada de la que se tenga conocimiento a un ejemplo real del sistema anarco-capitalista”. Y agrega, con entusiasmo, que “casi se podría describir al anarco-capitalismo como el sistema jurídico islandés aplicado a una sociedad mucho más grande y compleja”.

Veamos entonces cómo funcionaba el sistema jurídico islandés.

Puede concebírsele como un sistema de derecho civil que se extendía para abarcar a los ilícitos penales. Así el individuo que delinquía no era recluido en un establecimiento, era constreñido a pagar una suma de dinero, al contado, a la víctima o a sus herederos. Dicho pago, según el cálculo realizado por Friedman, tratándose de la muerte de un hombre común equivalía a entre 12.5 y 50 años de salario del homicida.

¿Qué sucedía en el caso de que alguien confiado en su poder superior se rehusaba a pagar? Los islandeses hicieron gala de su practicidad: una demanda encaminada a obtener un resarcimiento por daños era una pieza transferible. Si he sufrido un daño y reconozco que soy feble y por tanto incapaz para hacer respetar mi derecho, puedo transferirla a alguien más poderoso. Obviamente, a cambio entregaré parte de lo que obtenga por indemnización. Una suerte de cuota litis en lo que atañe a los abogados.

El sistema se refuerza aún más con la precaria situación a la que era confinado el agresor. Si la víctima demostraba que aquél no había cumplido con el pago ordenado, la Corte lo declaraba fuera de la ley y le otorgaba un plazo para marcharse del país. Cumplido el plazo, la víctima podía matarlo sin merecer castigo alguno. Si los amigos del ilegal intentaban defenderlo se convertían, a su vez, en infractores; luego en obligados al pago y, de ser el caso, en ilegales.El Estado no tiene más derechos sobre mi persona y propiedad que los que yo le conceda. Queda pendiente la tarea de recuperar el derecho arrebatado por el Estado a recibir un pago por los daños irrogados. El resarcimiento de la víctima es más importante que una multa que no la beneficia o el encarcelamiento del agresor cuyo costo asume. Este es el tipo de justicia que queremos los libertarios.

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