(Una versión inicial del presente texto fue finalista en la duodécima versión (2017) del Concurso de Ensayo Caminos de la Libertad, convocado por el Grupo Salinas en la Ciudad de México)
No hay palabra que expresen muchas personas que se pierda por completo.
Hesíodo, Trabajos y días (siglo VII a. C.).
RESUMEN
Maquiavelo solía decir que para que una cosa recupere su esencia, es menester volver a los principios que le dieron vida. En el caso de la política, esos principios son los mismos que el liberalismo defiende: la igualdad ante la ley y el respeto a derechos patrimoniales. Sin embargo, hoy la política está lejos de estos objetivos.
Si en el presente la política es sinónimo de un poder capaz de violentarlo todo, es porque se ha desnaturalizado su esencia. Así es, la política no es agresión. Y no lo es (o no lo fue) porque desde sus orígenes estuvo ligada al comercio, y todo lo que él sabe llevar a cabo y activar. Por ello, no encaja con la violencia que Weber tuvo como monopolio del estado. Todo lo contrario, la política surgió para salvaguardar vidas y patrimonios.
He aquí el originario norte de la política, empero lo que hoy entendemos por política está muy lejos de salvaguardar vidas y patrimonios. Todo lo contrario, en el presente lo que se llama “política” es una directa amenaza a los derechos de las personas. Siendo que paradójicamente quienes en la actualidad enfrentan a esta “política” son acusados de promover la antipolítica.
Este volver a mirar los orígenes está lejos de ser una apuesta nostálgica. No podría serlo, porque repasar su historia invita a advertir instancias que fueron mucho más modernas de las que hasta hoy ha ofrecido la propia modernidad: como es el caso del autogobierno de las ciudades-repúblicas bajomedievales, forjadas desde emporios netamente comerciales.
INTRODUCCIÓN
¿Desde cuándo la política es sinónimo de pillaje, corrupción y comportamiento vil? ¿O siempre fue así?
Al respecto, por intermedio de Stefan Zweig sabemos que Napoleón la asumió como la fatalité moderne.[1] Y no desvariaba, porque ya a fines del siglo XVIII todo es político. A pesar de los estrepitosos fracasos, la convicción ilustrada que juzga que desde el poder es posible reordenar cada uno de los asuntos humanos no ha dejado de imperar.
Haciendo un balance de esa pretensión en lo que le tocó ser partícipe y testigo, en 1946 George Orwell se vio empujado a ser sincero: la política es una masa de mentiras, evasivas, estupidez, odio y esquizofrenia.[2] Por la manera como la concibió, el peso de su desengaño y frustración debió haber sido enorme. Dos décadas después, Alejo Carpentier no pudo evitar expresar lo siguiente en su homenaje a la gesta francesa de 1789: La Revolución había forjado hombres sublimes, ciertamente; pero había dado alas, también, a una multitud de fracasados y de resentidos, explotadores del Terror que, para dar muestras de alto civismo, hacían encuadernar textos de la Constitución en piel humana.[3] Puntualmente, un desquiciamiento que hace decir a Antony Beevor que usar el término política para hacer referencia al Tercer Reich puede inducir a error.[4]
No obstante lo indicado —con un León Trotski espetando que el que desee una vida tranquila no debería haber nacido en el siglo XX[5]—, la política moderna es tenida como una superación del oscurantismo y la barbarie de las etapas precedentes. Empero, la constante nunca dejó de ser la agresión y el despojo desde esa poderosa droga —según Primo Levi— que es el poder.[6] Como demostración de los efectos deletéreos de este elemento, J. J. Tolkein recreó en El señor de los anillos (1954) la deformación moral y física del otrora noble hobbit Sméagol. Sus ansias de poseer el precioso —el anillo que otorgaba el poder— lo transformaron en el horripilante Gollum.
¿Poder y política son lo mismo? Más allá de lo imaginario, Bertrand de Jouvenel prefirió evocar la figura del Minotauro para trasmitir la idea de una creatura exclusivamente motivada por el poder…. siempre el poder… el objetivo de la política… por lo que —como Mao Tse-Tung— exige sanguinosamente juventud y belleza. Pero no nos equivoquemos. El poder no tiene por meta la política, sino la pura imposición. Esa acción violenta que invita a que aflore lo diabólico, lo inhumano.[7] Por eso en 1651 —en pleno amanecer de la modernidad— Thomas Hobbes sacó de la manga su Leviathan, un espantoso monstruo bíblico capaz de aplacar la codicia humana. Una bestia que se eleva por sobre las bestias, si es que nos remitimos al experto en demonios y endemoniados Jean Bodin y su alegoría de que el pueblo es un animal de muchas cabezas.
¿Puede dar buenos consejos un saber disperso en muchas cabezas? ¿No es ello como pedirle cordura a un loco? A fines del siglo XVI Bodin dirá que ese fue el defecto de las repúblicas populares de la antigüedad que las monarquías absolutistas de su tiempo —gestoras del estado moderno— debieron evitar. ¿He aquí una apuesta realmente “moderna”?
En Creación (1981) Gore Vidal pone en boca de un embajador persa moviéndose en la Atenas del siglo V. a. C. la siguiente frase: ninguna muchedumbre puede gobernar una ciudad, mucho menos un imperio.[8] ¿Qué es lo que el ficticio enviado de Jerjes vio entre los hijos de Atenea? Como puede suceder con un personaje real del presente, estamos ante quien no comprendió que el poder no habite omnipotente en una sola entidad. Ello porque dicho cortesano sólo divisaba a príncipes, no a simples mortales. Como los más elevados filósofos, le era indiferente las cosas mundanas.[9] Cuando los griegos sucumban a las modas de Oriente (con Alejandro Magno), olvidarán los días en los que orgullosamente proclamaban que el demos gobernaba a la polis.
De la literatura testimonial e histórica a la fantástica, cada uno de los autores citados no hicieron más que exponer una constante: resaltar la sofisticación de la violencia, ello hasta el grado que la mayoría de los habitantes de las diferentes naciones del planeta —de las más prósperas a las más pobres— casi terminan dando las gracias por el maltrato sufrido. Exactamente el motivo por el cual en 1756 el joven Edmund Burke —antecediendo doscientos años a Albert Camus— dijo que el Leviathan es ese poder civil que ha inundado la tierra con un diluvio de sangre, mejorando el misterio del asesinato.[10]
Si para Camus la Segunda Guerra Mundial estaba recién concluida cuando lanzó El hombre rebelde (1951), para Burke la revolución francesa aún estaba a tres décadas de distancia. Lejos de saber que hacia 1790 redactará sus Reflexiones sobre la revolución francesa, muestra en su mocedad una indubitable repulsa contra el poder. Le repele, siendo que mayor será su rechazo cuando los jacobinos entren en escena cegados por el delirio de concentrar todas las magistraturas en un solo puño. Paradójicamente, aquellos autodenominados “republicanos” harán realidad el viejo sueño de los reyes galos —a los que tuvieron como genéticamente degenerados— de secuestrarlo todo alrededor de su lumbre. Benjamín Constant se mofará de ello, haciendo ver lo primitivo que era volver a exigir que un monarca administre justicia al pie de una encina. Pero hoy —preguntaba— ¿qué se vería en un juicio dado por un rey, sin la participación de los tribunales? Respondía: la violación de todos los principios, la confusión de todos los poderes, la destrucción de la independencia judicial, deseada tan enérgicamente por todas las clases.[11]
Contra lo que comúnmente se entiende, esa hazaña regresiva repotenciaba al poder a la vez que desfiguraba la política. En el período de la máxima democratización de la sociedad, la política se tornó más ajena que nunca a la gente e invitó a la antipolítica. Así es, en las postrimerías del siglo XIX Friedrich Nietzsche profetizó que la democratización de Europa es un organismo involuntario para criar tiranos.[12] Como Alexis de Tocqueville, fue de los que dijo que había que hacerse de una nueva política. Claramente, ya hacía mucho tiempo que la única forma para redescubrirla era sumergiéndose en una cada vez más escurridiza civilidad.[13]
¿LA POLÍTICA ES VIOLENCIA?
Por lo hasta ahora señalado, ¿se puede plantear que la política es ineludiblemente una imposición, un todopoderoso aherrojamiento de aparentes fuerzas maléficas? Si para la teoría política clásica el poder es de muchos y la violencia corre por cuenta de individualidades, entonces ¿por qué el demos produce tiranos? ¿O es que la política es el arte del tirano, una ciencia para titanes? ¿Es él el intruso que busca arrear hombres para su singular provecho?[14]
Haciendo uso de su gran erudición y amplio soporte intelectual, Max Weber asumió a inicios del siglo XX que la política es un eco del estado.[15] Sin duda ofreció una visión por demás discutible, propia de quien vivió en medio de una atmósfera de exigencias holísticas y de conceptos sobrecargados. Días profusos en pensamientos delirantes y discursos hirientes, de vestimentas paramilitares, fuerzas de choque y mesianismos providencialistas que el grueso del público recibió con resignación y hasta con complacencia.
Bajo este ambiente denso, un joven judío emocionalmente frágil se verá alentado a hacer una precisión sobre el tema en clave incendiaria. Completamente absorbido por su tempo, Walter Benjamín hará saber que en alemán Gewalt no sólo es violencia, sino también poder legítimo, autoridad, fuerza pública.[16] La carga mística trasciende. Coincidentemente, el alemán se abre paso como lengua filosófica. Acaso por exceso de acaloramiento, no se repara que los que hacen filosofía son teólogos y profetas liquidacionistas del orden que les permitió filosofar. Como émulos de Girolamo Savonarola, son los que piden hogueras a las que luego ellos mismos serán lanzados. Puntualmente, la piromanía de los viejos sacerdotes se ofrece como remendadora de entuertos. Como Martin Heidegger y Carl Schmitt, el esteta hebreo-marxista Benjamin colegirá que la política es conquista, imposición y guerra.
Este será el parecer del grueso de los conferenciantes y de los auditorios post colapso de la civilización demoliberal. Weber no pudo sustraerse a ese sentir en 1919. Cuando dictó su célebre disertación sobre la política como profesión no hizo más que convertir en tesis académica el bárbaro aserto de un delegado ruso en las reuniones de paz de diciembre de 1917 en Brest-Litowsk. La expresión que lo atrapó fue la que rezaba que todo estado está fundado en la violencia. Esa fue la expresión que lo secuestró. El delegado ruso en cuestión no fue otro que Trotsky, uno de los líderes más connotados de los golpistas que liquidaron el breve paréntesis parlamentarista y demoliberal que bregó por esterilizar la vieja autocracia zarista. Dos años después de ese dictum, Weber hará célebre un modo de ponderar lo público que la teoría clásica siempre tuvo como una abierta negación a la política.
Pocas semanas más tarde de la citada conferencia de Múnich, estallará una abierta guerra civil. Desafortunadamente para la salud del sabio, le tocó ser testigo de lo que más temía: el asomo del moralismo comunista y su vertical camino a la felicidad, así como de su correspondiente represión. En resumen: vio la pugna de egocéntricas individualidades en aras del poder, en aras de convertirse en déspotas o tiranos desde alocuciones fundacionales de nuevas formas de hacer política.
El miedo de Weber se justificaba porque entre ambos bandos el monopolio de la violencia no garantizaba ningún futuro pacífico. Si el objetivo de reivindicar dicho monopolio para el estado era que éste garantizaba la paz, Weber morirá —en junio de 1920— aterrado por lo que podía ocurrir. Que es lo que a la postre ocurrió, lo que le hará decir a Hannah Arendt que las guerras y las revoluciones, no el funcionamiento de los regímenes parlamentarios y los partidos democráticos, constituyen las experiencias políticas fundamentales de nuestro siglo.[17] Al fin y al cabo los estados —tanto los democráticos como los no democráticos— llegaron a ser mucho más poderosos de lo que fueron a inicios del siglo XX, lo que no precisamente revirtió la idea de que la política es una actividad innoble, depravada y sórdida. Todo lo contrario, la confirmó con creces.
Weber estuvo muy lejos de representar los viejos valores democráticos. Por ello con suma facilidad hizo suya la sentencia de Trotsky, rubricando para la posteridad: Esto es realmente cierto.[18] ¿Lo era?
Si retrocedemos hasta la Política (circa 335-330 a. C.) de Aristóteles, veremos que la afición por guerrear —es decir, por ejercer violencia— es connatural al ser inferior… pero también del superior… Exactamente aquella bestia o ese dios que no puede vivir en comunidad por exceso de autosuficiencia (autarkeía).[19] Citando a Homero, el también autor de la Ética nos refiere al ser insocial sin tribu, sin ley, sin hogar. Justo lo que encaja tanto en un cíclope como en el indiscutiblemente humano que regenta un estado.
El elitismo promonárqico de Aristóteles no puede ser obviado aquí: para él —como para su maestro Platón— el mortal que gobierna a otros mortales es un ser distinto a sus semejantes. No es un igual. Como no le son iguales cada uno de los humanos que por su “inferioridad” han nacido para obedecer. Factor que justifica el someterlos, pues entiende que es “natural” que el superior o el más fuerte doblegue al débil.[20]
¿Cómo se comprueba esa “superioridad” y esa “debilidad”? Innegablemente, en el campo de batalla. Como lo recuerda el mismo Aristóteles, no en vano los primeros demagogos surgieron de los generales. Si la regla es que sólo unos pocos pueden distinguirse por su excelencia, será en el combate donde el descastado revierta su suerte y sea encumbrado por los dioses.[21]
Ya en la República (circa 385-370 a. C.) Platón juzgaba que la guerra acompaña al afán ilimitado de posesión de riquezas.[22] ¿No había otra manera de emprender? Como en los días de los héroes de la Ilíada, la forma más aplaudida para trascender seguía siendo a través del uso diestro y sudoroso del escudo, la espada y la lanza. Por entonces, era preferible ir a Troya para cubrirse de gloria combatiendo y morir joven antes que vivir una vida oscura e insignificante.[23] Desde este tenor es que debemos de leer el decreto de Solón que sancionaba con la pérdida de la ciudadanía (atimía) al ateniense que no optaba por un bando en caso de guerra civil.[24] A ello Roma no fue ajena. El escudo, la espada y la lanza la fundaron. Eran los arcaicos símbolos de su derecho, instrumentos que le permitían a sus huestes tomar lo ajeno por propia mano. Un despliegue de “virilidad” que sólo recaía sobre los foráneos.
El mensaje de los siglos no puede ser más elocuente. Si para el moderno Elias Canetti matar era la forma más baja de supervivencia,[25] los milenios plagados de crímenes confesaban que ese proceder les permitía a los mortales aproximarse a la divinidad. No por accidente la destrucción de Troya —la de murallas construidas por dioses[26]—fue tenida como la mayor expresión de vitalidad humana para griegos y romanos. El significativo volumen de esclavos en ambas sociedades confiesan su sino. En Grecia la presencia del igualmente abultado número de siervos delata quiénes fueron realmente los primitivos pobladores de esas tierras antes del arribo de los aqueos. Junto a los extranjeros y las mujeres, ninguno de estos sometidos por la fuerza podían ser ciudadanos en la ciudad más perfecta. No todo el que vive dentro de los muros de la polis es ciudadano (politai),[27] pues serlo era estar en la medida de lo posible exento de trabajar. Una exigencia igual a la que se les pedía a los sacerdotes paganos, que así honraban mejor a los dioses. Como resaltó Cornelius Castoriadis, aquí no hay esclavos ni hombres libres por naturaleza. Es la guerra la que los vuelve así.[28]
No hay duda que la conducta es el único lenguaje que rara vez miente.[29] Así pues, la abierta beligerancia es la forma de vivir que más ha preponderado. La constante siempre estuvo en ver a la paz y a la concordia como un síntoma de debilidad y decadencia. El peligro de dejar de matar y de robar en lugar del “vergonzoso” comerciar estará inserto en el nervio del vivere politico de los textos clásicos. He ahí un cavernoso eco de la generalizada barbarie de la antigüedad, lo que invitó a la corrupción a los lacedemonios cuando alcanzaron la hegemonía entre los griegos y se les agotaron las grandes contiendas bélicas. Es el orbe que se rige bajo la urgencia de guerrear sin fin, aunque el riesgo del vencedor es que tarde o temprano termine corriendo la suerte del vencido. Ese fue el motivo del profundo llanto de Escipión Emiliano ante la destruida Cartago. Como le dijo a Polibio: Un momento glorioso, pero tengo el terrible presentimiento de que algún día la misma sentencia será pronunciada sobre mi propia tierra.[30]
En Roma esa incertidumbre será el germen de un “estado de necesidad” del que Sila hizo uso y abuso. Si la Roma republicana vedaba la presencia de ejércitos cerca a sus límites, el ingreso de tropas en su recinto dejará un triste legado. Para Montesquieu este herético proceder enseñó a los generales romanos a violar el asilo de la libertad, a inventar proscripciones y poner precio a la cabeza de los contrarios.[31] A partir de ese momento, los intentos de socavar los cimientos de la republica romana serán más intensos.
Indudablemente el comportamiento de Sila fue el de un romano en estado originario, que ve el espíritu republicano a través de las violencias.[32] ¿Quizás porque como soldado juzgó que era el indicado para salvar al populus de los peligros reales o imaginario? Como los golpistas de todos los tiempos, ¿sintió el llamado? No en vano populus significa originalmente “llamamiento a filas”.[33] O meramente su accionar no fue más que el darle rienda suelta a un decisionismo subyacente en toda organización gubernamental, el que no temió invocar el imperium que colocaba a los ciudadanos en total dependencia del magistrado que lo detentaba. Concretamente, el imperium suprimía a la libertas.[34]
Republicanamente hablando, desde Sila la necesidad no tiene ley. En palabras de Tito Livio, esta es la última y más poderosa de las armas.[35] Así es como la ultima ratio se abre paso sobre el amplio abanico de las soluciones civilizadas para pasar a convertirse en prima ratio. Emerge el tipo de hombre que hará padecer a Marco Tulio Cicerón, el mortal que conducirá el destino de una república que buscó ser inmortal.[36] Empero, si Roma pudo contener su congénita apuesta por la violenta necessitas fue porque también estaba en su complexión una noción de ciudadanía sustentada en el respeto a los derechos personales y patrimoniales. Mas donde estos soportes no existían o simplemente carecían de afianzamiento, el “estado de necesidad” pasaba a ser una tromba que reemplazaba los intercambios voluntarios por el pillaje y la extorsión. Así pues, cuando Arendt dice que en la sociedad moderna la necesidad ocupa el lugar de la violencia nos obsequia sinónimos de la misma antes que antónimos. ¿Arendt no reparó que durante milenios sociedades enteras se autodestruyeron por la forma en la que satisfacían sus necesidades?[37] Palmariamente supo que invocarla era recurrir a instancias prepolíticas, el piso desde donde se justifican aquellas tiranías legítimas y santas injusticias que Tocqueville tanto temió.[38]
POLÍTICA CLÁSICA
Hasta ahora hemos descrito comportamientos políticos de los que detentan el poder, que es perfectamente aplicable a los que aspiran a él. Pero también hemos hecho referencia a una Roma capaz de contener la violencia a través de derechos ciudadanos —lo que los griegos lograron a través de la regla de ser ciudadanos iguales entre sí[39]—, que es la máxima expresión de la política clásica. El núcleo de un legado donde la violencia—por purificadora que sea— no tiene cabida.[40] Es esta la razón por la que Nicolás Maquiavelo no empleó la palabra político en El príncipe (1513). Sólo concibió la política y lo político dentro de los linderos de la ciudad. No podía ser de otra manera, ya que el príncipe no es ciudad ni mucho menos un ciudadano igual a los demás. Por esa causa, estamos ante quien no puede invocar política alguna ni mucho menos puede brindarla.[41]
Como se infiere, Maquiavelo no comparte la tesis de Weber. Su hondo republicanismo (más extendido) no le permitió asumir que un estado superpuesto a la ciudad pueda generar ninguna política. Según los rigores clásicos, siempre fue imposible que esta pueda darse en estamentos ajenos a la comunidad de ciudadanos. Al depender de sí misma, la civitas no estaba sujeta a dueño o patrón. En el peor de los casos, ostentaba el privilegio de conservar sus fueros o prerrogativas frente a un ocasional príncipe; autonomías que en la mejor de sus horas alentó un sobrado motivo de orgullo colectivo, que se hizo célebre a través de la frase germana Stadtluft macht frei (el aire de la ciudad libera).
Esta es una constante propiamente urbana. En su momento de máximo apogeo, il populus de Roma llegó a estar compuesto mayormente por libertos pluriétnicos de origen servil. Esa raza desdichada no posee nada sino al precio de su esfuerzo. Por eso Montesquieu profirió que Roma los recibía esclavos y los devolvía romanos.[42] En el siglo XII la persona que vivía un año y un día en una ciudad dejaba de ser siervo.[43] Ello se dio para cubrir la cada vez más creciente demanda de trabajo, lo que los alentaba a huir de los dominios de sus señores. Tal es como alcanzaban la libertas, quedando exentos de cargas feudales.
Aunque estos nuevos hombres libres no llegaban a convertirse automáticamente en ciudadanos, la sola proximidad a quienes sí tenían esa condición los beneficiaba en grado sumo. De esta guisa, aprovechaban la principal característica que desde sus orígenes tuvieron las ciudades: multiplicar ad infinitum las oportunidades.[44] Esa es la base donde los materialmente desiguales advierten que las distancias sociales no son impedimento para ser tratados por la misma ley, siendo que gracias a la asimilación de esa igualdad legal es que se podrá hacer política, un ejercicio únicamente dable entre los que se reconocen como portadores de análogos derechos.
Este genésico “respeto al otro” y la necesidad de ser reconocidos por los demás como semejantes hizo que se abandonara el uso de la fuerza, dando paso a la persuasión. Es el argumentar que en su acepción latina (augere) Arendt encontrará la simiente filológica del sustantivo auctoritas.[45] Una tradición que Occidente bebe tanto de la polis griega como de la civitas romana. Cunas de aquella aristocracia de oradores que es interrumpida a veces por la monarquía temporal de un orador.[46] Cayo Cornelio Tácito precisará que la mejor retórica es el resultado del ejercicio del derecho ciudadano de defenderse ante cualquier poderoso, por eso ella no se encontrará en los lacedemonios, cretenses, macedonios ni persas.[47] Un legado de deliberación sólo adscrita a los programas democráticos y republicanos, dos experiencias que suministrarán tanto una apuesta activa como formal de asumirse iguales. Pero que no son las únicas, Moses Finley menciona tímidamente a los fenicios en el origen de lo político.[48] ¿Estos serán portadores de una parrhesia mercantil (libertad de expresión de mercaderes)?
Debemos colegir que la timidez de Finley no es gratuita, ya que para la tradición clásica el “hombre político” provendrá de ese actuar y de ese hablar antes que de ese comerciar.[49] Un elemento insoslayable en la formación de la ciudad, lo que conminó a los griegos a expresar: A cualquier parte que vayas, serás una polis.
¿Esto último fue una maldición o una bendición? Numa Dionisio Fustel de Coulanges tomó esa frase como propia de magos y sacerdotes en su afán de recalcar que la ciudad se impone al hombre, canon que Aristóteles recogerá desde la teleología de una la polis que precede a la sociedad incluso antes de existir porque ella es el fin de toda comunidad primera.[50] Acaso el ejemplo más célebre de este tipo de soflamas fue la imperialista oración fúnebre de Pericles.[51] Rememorado, adornado o inventado por Tucídides, en esta alocución Atenas —una corporación amada por los dioses— es ponderada como núcleo de una singular vida en común forjada a lo largo de generaciones. Una polis donde hasta el menos tangible y más efímero de los logros humanos se convertían en imperecederos.[52]
Los atenienses fueron plenamente conscientes de su particularidad, y lo fueron más de cara a los extranjeros. Una actitud característica de los pueblos de la antigüedad, los que suelen confesarse a través del eco de sus gestas heroicas. Esas poéticas envolturas de sus aficiones genocidas.[53] Por ello para Castoriadis el belicoso orbe homérico irá en paralelo al surgimiento de la polis democrática, ubicando su génesis en el siglo VIII a. C. Es decir, apunta que esa forma original de vida en sociedad se consolida doscientos años antes de la reforma de Clístenes.[54] A fines del siglo VII a. C. en Atenas se encuentran indubitables elementos democráticos, los que no eran nada extraños en las colonias mercantiles de Jonia, de las islas del Egeo oriental y de las costas de Anatolia.
¿Otra vez el verdadero origen de la política tratada desde la periferia? En estos emporios comerciales nacieron los poemas homéricos y el pensamiento crítico.[55] No por casualidad en la literatura griega será frecuente —desde el poeta Alceo, siglo VII a. C.— toparse con la metáfora de la nave cuando se hagan referencias al manejo del gobierno. El propio ágora (un perfectamente desconocido en el orbe persa) no fue otra cosa que el mercado donde se intercambiaban artículos varios, compartiendo el espacio con las actividades religiosas y ciudadanas. Lugar que le permitió a Heródoto narrar su Historia y recibir recompensas pecuniarias por ello.[56] Un escenario que Roma conoció ampliamente, que la obligó a prohibir las asambleas ciudadanas en los días de compra y en los días festivos. En su Historia natural Plinio el Viejo entendió que ello buscaba evitar que se interfiriera en el desarrollo de los negocios.[57]
¿Hay algo más potencialmente activo y locuaz que gente comerciando? ¿Es casual que diferentes espacios públicos hayan convivido a la vez en el ágora? ¿Que la compra-venta haya formado los cimientos de la comunicación democrática, la concurrencia de las ideas, la competencia por los cargos electivos y la tolerancia?[58] El propio derecho brota de este substrato. Como Hugo de San Victor, Juan de Salisbury, Brunetto Latini y Tolomeo Fiadoni lo redescubrieron en la baja edad media, la vita activa del buen ciudadano no era incompatible al griterío de viandantes, artesanos y mercaderes.[59] El mero contacto con los foráneos y la puja entre comerciantes liquidó el autismo de las comunidades tradicionales de la antigüedad.[60] Rebajó muchos de sus elementos característicos. Otros sobrevivieron, hasta el grado de convertirse en canon religioso. Ese es caso de los hebreos, cuyo Deuteronomio tendrá esta célebre exigencia xenofóbica que los cristianos heredarán: Cuando tu hermano, tu hijo, o tu amada mujer, o tu amiga que es como tu alma, te digan en secreto: “Vamos a servir a otros dioses”, los lapidarás: primero tu mano descargará sobre él, luego la de todo el pueblo (XIII, 6-9).
Dado que los atenienses se consideraban autóctonos del Ática, la demanda por alcanzar la homogeneidad racial alcanzará al macedonio Aristóteles. En la Política la carencia de “pureza de sangre” será tenida como factor de disensión social.[61] No se podrá fraternizar entre tipos humanos disímiles, por lo que la democracia que permite la convivencia entre los diferentes no será griega. Ello todavía será visible en Plutarco (siglos I y II), quien acusó a Heródoto de philobárbaros. ¿El motivo? El haber elogiado las cosas dignas de atención de los persas.[62] Aunque Eduard Meyer rescate a una Roma con ciudadanos pluriétnicos y Paul Veyne recuerde que Séneca fue un ibérico plenamente aceptado como romano, Giovanni Sartori precisará que ello será definitivo logro de la moderna sociedad liberal.[63]
La vida política (bios politikos) que brindó la constitución de la polis estuvo lejos de borrar las conductas más distintivas del pequeño clan, como el infanticidio y la eugenesia.[64] Subsiste un alto grado de reciprocidad agraria, con variadas formas de “pagos a la tierra” incluidos. Por eso para el estagirita la felicidad de cada uno de los hombres es la misma que la de la ciudad o no es la misma. Bajo ese rigor es que Hipócrates fue contra su propio juramento, negándose a curar bárbaros porque el extranjero es el “enemigo” que contamina, el que cae en usura, en negocios contranaturales y estériles.[65] En esa línea, no se acepta asomos egocéntricos. Se prefieren los sumisos.
Los reparos a la propiedad descienden de esta impronta, porque dejada a libre disposición eleva a su dueño sobre el común. Que es lo que conmina a Aristóteles a decir que ningún ciudadano se pertenece a sí mismo, sino todos a la ciudad.[66] Un celo conservacionista que invitará a preferir ciudades poco pobladas; para el estagirita, hasta de 10 mil personas. Un parecer análogo al de Platón, tenaz opositor a las novedades de los puertos marítimos, a sus negociantes y abundancia de gente. Para este filósofo la polis adecuada deberá limitarse a un máximo de 5.040 ciudadanos.[67]
Bajo esta óptica, una ciudad extensa tanto como una ciudad despoblada pierde su constitución.[68] Si ya la aldea necesitaba de esta característica para perdurar, el objetivo de la polis —que es la comunidad perfecta de varias aldeas— será seguir esa línea. Por eso es que se precisa que la ciudad ideal es la que alcanza el nivel más alto de autosuficiencia, resultado directo de la convivencia de ciudadanos capaces de apuntalar una vida autárquica.[69] Ese es el espacio natural de la tradición clásica, donde la auto-opresión del demos campea con su celo antiindividualista. Tal es la causa por la que para este régimen la educación de los niños y jóvenes no puede estar en manos de privados. Por ende, nadie discutirá que este tipo de temas esté en manos del legislador.[70] Un personaje que en el afán de perfeccionar a la polis se convertirá en el reformador de la política clásica. Propiamente, será un legislador-constituyente.
Ya no se estará ante quien sólo se contentaba con deliberar y decidir sobre la guerra y la paz, las alianzas y sus disoluciones, la pena de muerte, el destierro y la confiscación, sobre la elección de los magistrados y la rendición de cuentas. Tampoco se conformará más con solo participar en las funciones judiciales y en el gobierno que conserva la ciudad, a lo que cualquier ciudadano podía acceder mediante sorteo. No, estamos ante quien querrá reordenarlo todo y anteponer su libertad a la de la polis.[71] Para comenzar, es el que recusa a la democracia por su excesiva deliberación. Es el que reclama un gobierno altamente expeditivo. En este último caso, el mayor inconveniente serán los derechos y la noción de que todos son iguales ante la ley.
“NUEVA POLÍTICA”
Con el arribo del legislador-constituyente se cierra el telón de la política clásica. Él pasa a ser el portador de una “nueva política”. Ya no será el gobernante el que practica la prudencia frente a las instituciones dadas, sino sobre todo el que legisla prudentemente. Cuando Aristóteles denuncia que los demagogos llegan al extremo de hacer al pueblo soberano incluso de las leyes, describe un acontecer antipolítico ajeno.[72]
Hasta antes de la aparición de este portento, el “hombre político” se circunscribía al universo de los ciudadanos. A la verdad, un oligárquico cuerpo de ciudadanos. A fin de cuentas, la ciudadanía activa jamás pasará de ser una minoría.[73] Esa es la causa por la que el demos nunca proporcionó a la asamblea oradores salidos de sus filas.[74] Un grupo humano similar a los barones ingleses que en 1215 pasaron a la historia como el “pueblo inglés”, de donde inevitablemente brotó aquella minoría desdeñable que conocemos hoy como “políticos profesionales”.[75] Empero, el cambio mayor vendrá cuando se ensanche la función de dar leyes y se centre la atención en ese sujeto capaz de motivar normas por motu proprio.
A pesar de que Platón reconoce la grandeza de los primeros tiempos de la democracia ateniense —donde reinaba la diké (justicia) y el aidós (vergüenza)—, su propuesta de un filósofo-rey constituyó un directo rechazo a ese régimen. En el caso de Aristóteles, su postura monárquica lo delata por igual. Aunque la ciudad que siempre invocó el filósofo macedonio mantuvo el rigor de la polis clásica (como un cuartel), siendo esa la razón por la cual Castoriadis lo tiene como anterior a Platón.[76]
Con esta “nueva política”, la institucionalidad de la polis se limitará a la ética: Por eso precisamente la igualdad en la reciprocidad es la salvaguardia de las ciudades.[77] Se dejará de ver en Grecia lo que en Roma se verá ampliamente: la demanda en favor de la igualdad ante la ley. Al sucumbir a la apuesta personalista del “hombre providencial”, las ciudades griegas no llegaron a conocer a un Cicerón ni a un Livio. Sin duda, el diferente origen de cada una de estas ciudades explica las distancias. Mientras la polis responde a un pasado mítico de conquistadores incluso étnicamente definidos, la civitas será producto de la conjunción de etnias y tribus dispares.[78] La primera se entenderá como obra de caudillos-legisladores, la segunda como un producto del acaecer —de la voluble y caprichosa Fortuna—.[79] Para los romanos las leyes seguirán surgiendo de la deliberación ciudadana. En cambio —por esa carencia—, los griegos no tuvieron inconvenientes para recurrir a legisladores extranjeros.[80] Obviamente, en un caso se descubren constituciones en tanto que en el otro se fabrican ex profeso.
Esta predilección por los controles éticos antes que jurídicos hará que un magistrado que desconozca la complexión institucional de su ciudad se deslegitime moralmente, pero prosiguiendo en su cargo.[81] ¿Ahora habrá que obedecer las leyes justas del tirano?
La “nueva política” se desconecta del demos y de la polis. En su alocución Pro Flaco Cicerón acusará a los griegos de haber convertido la libertad en licencia, abrogable por demás.[82] Únicamente sobrevivirá el clásico ideal de justicia, que se constreñirá a medir las “buenas costumbres” (la espartana eunomia) de los funcionarios.[83] En Aristóteles ya era dable una polis sin demos. Ello porque asumió que este último había extraviado su virtud ciudadana, la que sólo podía hallarse en un campesinado que —de paso— tiene por hábito abstenerse de practicar la deliberación sobre lo público.[84] Una visión que John Stuart Mill compartirá por su temor a la democracia, a la vez que ponía en alto a la polis. Arendt no será diferente, dado que al ver a la polis como el espacio que protege al hombre de la futilidad de la vida individual confiesa un eleatismo que sólo es posible fuera del demos. ¿Quiénes harán de esclavos, de siervos y de extranjeros insertos entre el mundo de estos xenofóbicos ciudadanos? ¿Quiénes evitarán el fastidio de desempeñar las tareas que les impiden ser libres?[85]
Estamos ante magistrados y teóricos que piensan la polis no como hombres, sino como dioses. ¿No es eso hybris o desmesura? ¿Estos no son los laxos parámetros de la “horda abierta” denunciada por Peter Sloterdijk?[86] Castoriadis advirtió que la hybris sólo puede ser “corregida” por medio de una catástrofe.[87]
Sea en la polis de Platón o en la de Aristóteles, en vida de ambos aquella “ciudad ideal” había fenecido. Por eso Sófocles la llora al recrear un Ayax que prefiere el apartamiento, lamentándose que todo cambia. La polis había dejado de ser el mejor de los refugios contra la amplitud del mundo que develaban los hombres del mar.[88] Desde el clima a las circunstancias humanas y de gobierno, ahora todo se corrompe. Los ciudadanos que de aquí en adelante salgan de esas urbes carecerán del sino agrario. Tendrán el espíritu de los mercaderes, del idiotés (idiota) que se mueven a su antojo. Son los enajenados antipolíticos que Pericles —según Tucídides— vio con desprecio por privilegiar sus intereses privados frente a los públicos.[89] Esa queja es la que Platón buscará conjurar deteniendo la historia, sacando de la manga una aberración que sólo será una innegable demostración de su perversión y desamor a la polis.[90] Así es, Platón desprecia al nomos (a la ley, costumbres, educación y creencias griegas).[91] Si Jerjes no comprendió lo que éste era —¡Ah, Mardonio, contra qué hombres nos llevaste a combatir!—, el alumno de Sócrates despreciará al asesino de su maestro. ¿Esa es la causa por la que no existe huella alguna de la participación de Platón en la vida política de Atenas?[92] Al hijo de Darío le exasperará enfrentarse contra hombres que se tenían por libres e iguales.[93] Que se sometían a un logos impersonal, a una ley común que es patrimonio exclusivo de los que habitan en la ciudad. He ahí la autoridad suprema de los ciudadanos.[94] A ese consenso urbanita Platón le antepone un político altamente diferenciado, como el dios que se hace Dios. Portar la ciencia o episteme del gobierno hará que se reine con leyes o sin leyes, con la voluntad general o a pesar de esta.[95] Castoriadis precisará que en la época en que Platón escribe no hay reyes en Grecia: En Esparta hay sin duda dos reyes, pero no tienen ningún poder.[96]
Contra lo que Arendt señaló, ni en Platón ni en Aristóteles habrá “política clásica”. Sin polis de ciudadanos iguales —aunque estos últimos sean una minoría de mortales— no es dable la política, pues son ellos los que la hacen posible. Por ende, lo que impide que la misma surja es que sobre el demos está el hombre regio, el basilikós, el platónico hombre político, el que manda porque conoce, sea experto, sabio o tecnócrata.[97] Con esta supuesta novedad lo “clásico” será que el orden justo sea parte de un previo proceso de ingeniería social. Sin un marco teórico previo no se vislumbra sociedad alguna, aunque la haya. No se concebirá que pueda ser un producto espontáneo.
Esos son los rigores de la “nueva política”, la que relegará la idea de un progreso forjado a pulso por generaciones de personas, donde el arte de gobernar pertenecía a todos los atenienses en común y a ninguno de ellos en particular. Según Protágoras, eso fue lo que Zeus decretó. Entre otros, esta manera de concebir la cosa pública y los asuntos humanos también estuvo visible en pensadores como Demócrito y Tucídides.[98] Ya para Heródoto era palmario que el sufrimiento es el compañero del saber.
Como se advierte, Demócrito, Protágoras, Heródoto, Sófocles y Tucídides formaron parte de una pléyade de pensadores que mostraron su aversión a la concentración de poder. Preferían su atomización. Para ellos es la dispersa inventiva humana la que crea soluciones a primera vista inexplicables, no los dioses. En cambio, los fundadores de la “nueva política” no iban por esa ruta. Al invertir la noción de politeía, Platón y Aristóteles invitaron a olvidar que en Grecia también se apostó alguna vez por el gobierno de los iguales entre sí (por la isonomía).[99] Desde entonces, para el que más Atenas será evocada como el mayor ideal de vida en común, pero al margen del común.[100] Después, vendrá Esparta. Abiertamente, una “nueva política” que no tendrá ningún parentesco con la que Tocqueville solicitará en la primera mitad del siglo XIX. Pero tampoco con la que cultivó Maquiavelo entre fines del siglo XV y comienzos del XVI.
PRAXIS REPUBLICANA
Si antes del siglo XVI hacer política todavía era una actividad noble, ello lo fue por un detalle que resalta: las ciudades marcaban la pauta, no los estados. Y la marcaban desde el imperio de la ley, pero la irrupción del estado moderno empujó a todo viso de autogobierno al campo de las utopías. Es decir, lo que alguna vez fue posible pasó al campo de lo imposible.[101]
Antes del viraje hacia el absolutismo, concebir que el poder podía ser diseminado para un mejor control del mismo estaba lejos de ser una mera retórica democrática. Con sus asperezas, era posible verla concretada en los hechos. Que es lo que le aconteció en el siglo XII a un aristócrata alemán, quien comprobó que lo imposible existía. He aquí un testigo de una urbanidad resurgida seiscientos años después de la caída de Roma gracias al estímulo de la civilización urbana erigida por los musulmanes en la península ibérica. Eso es lo que el cronista Otón de Freising —el aristócrata alemán en cuestión— vio a lo largo y ancho de Liguria, Lombardía, Emilia-Romaña y Toscana. Ante sus ojos, otrora humildes comunas como Pisa, Milán, Arezzo, Lucca, Bolonia y Siena se transformaron (desde el siglo XI) en pujantes ciudades gracias a una forma de gobierno inexistente en el resto de Europa: el republicanismo, un esquema pletórico de “cuerpos intermedios” —los que Tocqueville verá por doquier en Norteamérica— que amortigua las furias del poder y de los individuos.[102] Como se ve, un momento asaz distante al sugerido por Hans Baron (apuntó alrededor del año 1400) para el surgimiento de ese cuerpo de ideas.[103]
Para más señas, Otón de Freising era nieto del sacro-emperador Enrique IV, hermano del también sacro-emperador Conrado III y tío del igualmente sacro-emperador Federico I, el célebre Barbaroja. Ante tamaña magnitud de testigo, Umberto Eco lo tomó como personaje en su novela Baudolino (2000) haciéndole que su célebre sobrino Hohenstaufen le pregunte: ¿Y estas ciudades se han apropiado de todos mis derechos?
Es de entender el por qué Federico I no podía creer lo que le informaban. ¿Cómo así el pueblo de Dios eligió ir sin su pastor?, pudo haber cuestionado incrédulo. Otón le contestó: Sobrino y emperador mío, tú estás pensando en Milán, Pavía y Génova como si fueran Ulm o Augsburgo. Las ciudades de Alemania han nacido por deseo de un príncipe, y en el príncipe se reconocen desde el principio. Pero para estas ciudades es distinto. Han nacido mientras los emperadores germánicos estaban ocupados en otros asuntos, y han crecido aprovechándose de la ausencia de sus príncipes.[104]
Como remarca Quentin Skinner, Otón de Freising reparó que en el norte italiano había surgido una nueva y sorprendente forma de organización social y política. Según su propio testimonio, prácticamente toda la tierra está dividida entre las ciudades (…) casi no puede encontrarse hombre noble o grande en todo el territorio circundante, que no reconozca la autoridad de su ciudad.[105] La dimensión en esa zona de estos emporios comerciales —que es lo que en puridad fueron estas urbes— fue de tal magnitud que impactó en las norteñas regiones de Flandes y Brabante.[106] También alcanzó a lo que hoy es Francia, transformando sus aisladas villas y aldeas en interconectados mercados.[107] El cambio fue significativo. En sus pesquisas, Daniel Waley dirá que en el tardío y decadente siglo XIII cerca de dos tercios de las familias urbanas eran propietarias de tierras rurales.[108]
Cuando en esta última centuria Tomás de Aquino —también emparentado con la dinastía Hohenstaufen— deje entre sus abundantes manuscritos uno dedicado a un joven príncipe chipriota, llamará la atención su mención al gobierno político de las ciudades del norte italiano. Como su admirado Aristóteles —quien dedicó su Protréptico a Temisión, príncipe de Chipre—, Aquino concibió que es más útil para la sociedad el gobierno de uno solo que el de muchos.[109] Y si se puede prescindir del comercio —siempre bajo la influencia agraria del estagirita y del aislacionismo griego—, mejor. Como Platón, gustaba de las ciudades alejadas del mar.[110] Recordemos: para Tomás de Aquino el comercio era inhonesto, por lo que para él la usura y el préstamo con intereses no tienen distinción.[111] Óptica antieconómica que complacerá a los antiliberales del futuro, haciéndole decir a G. K. Chesterton (en los años 1930) que estamos ante quien anticipó desde el primer momento el peligro de aquella confianza en el comercio y el mercado que se iniciaba más o menos en su tiempo, y que ha culminado en el colapso mercantil universal del nuestro.[112]
El señalado manuscrito será hallado en Múnich, siendo conocido posteriormente como De regimine principum ad regem Cypri. Es un texto inacabado de alrededor de 1265, que fue “completado” por una segunda pluma.[113] Por mucho tiempo —y de manera intermitente— se le tuvo como un anónimo escriba, que ofrecía una visión de la política que hoy es “incomprensible”. Y ya que Tomás de Aquino tiene mucho que ver con lo que modernamente entendemos por política, es llamativo que esa segunda pluma demuestre no compartir la predilección absolutista ni anticomercial del santo. Claramente, la inclinación de Tomás de Aquino por el régimen monárquico no encajaba con el tono de redacción que había en buena parte De regimine principum. Las referencias a las ciudades-repúblicas, sus magistraturas y la buena ventura de su vida comercial era una evocación extraña. Ante esa saltante contradicción, los estudiosos comenzaron a indagar quién fue realmente el autor de esas líneas. Y ya que la obra era una especie de manual para la educación de un príncipe —afín a los tratados utópicos y moralizantes—[114] los contrastes no podían soslayarse. Así pues, ¿quién fue el que incrustó un notorio discurso político o republicano dentro del trabajo de un autor confesamente antipolítico o antirrepublicano?
Gracias a los investigadores, hoy sabemos que la persona que “completó” De regimine principum fue el sacerdote dominico Tolomeo Fiadoni, por años conocido como Ptolomeo o Bartolomé de Lucca.[115] Para James Hankins, fue el pensador republicano más radical del medioevo.[116] Este contemporáneo y directo discípulo del futuro santo fue el que cometió el “yerro” de titular República a la Política de Aristóteles.[117] Quizá su lugar de origen tenga mucho que ver en esa reestrenada “vieja política” que los futuros estudiosos verán como “nueva”, ello porque estamos ante quien coligió que la ciudad es una necesidad para los seres humanos. A más grande, más artes, artesanos y sociedad.[118] Tal fue su patria. Lucca tuvo significativa relevancia en el norte italiano, alcanzando en su mejor momento en el siglo XIII. Antecedió a Florencia, Siena y Pisa tanto a nivel económico como político, al grado que Dante Alighieri la señaló —en el Infierno— por su codicia, materialismo burdo y su religión degradada.[119] Una impronta que no perderá con el paso del tiempo, dándose que a mediados del siglo XVII el neerlandés Pieter de la Court destacará que la pequeña Lucca todavía mantiene su comercio.[120]
Al respecto, mientras Maquiavelo evocó a Lucca por haber sido comprada por el genovés micer Gerardino Spinola en treinta mil florines —previo rechazo de los florentinos—,[121] en el convulso siglo XVII James Harrington la rememorará como ejemplo de una ciudad que sustenta su libertad en el respeto a las leyes. Y le da un tono moderno al decir que dichas leyes han sido formuladas por todos con el único fin de proteger la libertad de cada individuo privado, lo cual acaba convirtiéndose en la libertad de la comunidad.[122] Para Harrington y su generación —calificados por Skinner como neorromanos— commonwealth es república, aunque ya su postura es más libresca que vivencial. Por ello su Oceana (1656) es abiertamente una utopía. Está lejos de ser un texto de teoría política a la usanza del republicanismo clásico, que siempre gustó de dialogar con su coyuntural entorno. Es así como ofreció un tedioso pero importante ensayo de ficción política.
Alrededor de tres décadas después de ser abandonada la redacción de De regimine principum por Tomás de Aquino, Fiadoni prosiguió con la obra (circa 1300) con una asombrosa apertura mental que curiosamente no lo hará abandonar su apuesta hierocrática y mesianismo católico. Por ende, concibió a la república romana —por su apego a las virtudes como la austeridad y la humildad, mensaje que llegará a Savonarola— como una precursora de la Iglesia.[123] Skinner lo tiene como autor de la mayor parte del libro segundo y de los libros tercero y cuarto. Según los expertos, el santo sólo alcanzó a redactar hasta el capítulo cuarto del libro segundo.[124]
Las diferencias son visibles.[125] Será el alumno y no el profesor el que nos noticie sobre ciudades autogobernadas. Un tipo de régimen al que señala de politicum —como la república romana y el Israel de los jueces—,[126] en contraposición al verticalismo que caracteriza a las monarquías. La diferencia mayor no estará en que si es el pueblo o el rey el que se hace cargo del poder, sino que éste se ciñe a la ley. Obviamente, será menos complicado constreñir a los representantes del pueblo. Ello porque con respecto al rey se estará ante quien históricamente se asume como una directa encarnación de la ley, esa lex animata que auscultó Ernst H. Kantorowicz en Los dos cuerpos del rey (1957) y que hizo de Federico II Hohenstaufen (sobrino bisnieto de Otón de Freising) la directa encarnación del demonio.
Situado en la vereda opuesta a su maese, vemos a Fiadoni someterse a las experiencias históricas que a Tomás de Aquino le fueron irrelevantes —incluidas las bíblicas—. No será ello una mera discrepancia entre maestro y discípulo, pues durante siglos se pensó que el aristotelismo fue el que activó el republicanismo bajomedieval. Sin embargo, éste fue anterior a la reaparición de los textos de Aristóteles que ciertamente supieron de una “amplia lectoría” gracias a sus traductores de mediados del siglo XIII: el franciscano inglés Roberto Grosseteste (traductor de su Ética) y el dominico flamenco Guillermo de Moerbeke (traductor de su Política). De ese modo, el agregado de Fiadoni informa de una corriente de argumentación cívica preexistente al arribo de la obra del estagirita. Una corriente que convivirá con el lenguaje antirrepublicano que éste active, pero adaptado al modus vivendi urbanita donde el legado de la Roma republicana resaltaba.[127] He ahí el por qué los frescos que Ambrogio Lorenzetti pintó en la Sala dei Nove del Palazzzo Pubblico de Siena entre 1337 y 1340 obligaron a Skinner a revisar sus trabajos. Elaborados con fines político didácticos, carecían de relación con las tesis aristotélicas (incluso con las tomistas).[128]
Mientras esto acontecía en el sur de Europa, en el norte los pintores flamencos de mediados del siglo XIV e inicios del XV expondrán un denominador común que tardará en llegar a Italia: el descubrimiento del individuo. A doscientos años de la Reforma, el hombre concebido por los artistas de la urbanidad septentrional deja de ser un simple juguete en manos de Dios para convertirse en alguien que él mismo quiere ser. Aparecen las rúbricas de los maestros en sus producciones. Dejan de ser simples operarios de un oficio mecánico.[129] Como se muestra, ni Aristóteles ni Tomás de Aquino jugaron rol alguno en el resurgir del discurso republicano ad portas de la modernidad. Más bien las posturas de ambos servirán de abono para minar los soportes del autogobierno en pleno auge económico de las ciudades.
Cuando en 1439 se le pida a Leonardo Bruni —el principal humanista de la primera mitad del siglo XV— que le dedique unas líneas a la constitución de su ciudad, redactará en griego un panfleto titulado Sobre la Politeia de los Florentinos. Su intención se centró en reivindicar el sentido de su comuna en clave democrática.[130] Aunque aquí el objeto de la política es la república, para entonces no eran pocos los que comenzaban a creer que lo mejor estará en huir de la città y buscar la felicidad en la vida contemplativa y solitaria. Es lo que Francesco Petrarca llevó a cabo, acaso por exceso de ensimismamiento. Pero en el Quattrocento esa postura delataba un cariz de gravedad pública. Esto es lo que se verá en Gian Francesco Poggio Bracciolini. Revisando el republicanismo de éste último, Maurizio Viroli sentenciará: Cuando la política se convierte en búsqueda del poder, el hombre sabio huye de ella.[131] Se pasa de Cicerón a Séneca, abandonándose la ley y la ética de la ciudad. Así es como los siempre pequeños grupos de ciudadanos activos se diferencian cada vez más del resto de sus conciudadanos. De la “vieja política”, pasan al bando de los apolíticos por exceso de “nueva política”.
LOS LIQUIDADORES DE LA POLÍTICA
El discurso liquidador de la política es el que eleva al príncipe por sobre el popolo. Es un alegato antipolítico que se hace político al buscar la captura del estado. El ejercicio de una ciudadanía celosa de su libertas frente al poder se deja de lado. Ahora se quiere ser parte de éste último para ser “más libres” que sus semejantes. Todo viso de autogobierno se apaga. Es el colapso de la civilización urbana.
Desde la firma de la Paz de Lodi (9 de abril de 1454) entre una Venecia autónoma y un Milán dominado por Francia, se imponen las formas de gobierno principescas por doquier.[132] A su influjo, el pueblo pierde preeminencia y los redactores de “espejos de príncipes” ascienden a teóricos del stato. La historia pasa de ser un instrumento ciudadano.[133] Igual sucederá con la justicia, como lo descubrirá Pierre Corneille a mediados del siglo XVII en la primera escena de La mort de Pompée.[134] Así pues, los liquidadores de la política lo son de la república, del auténtico valor de la historia y de la justicia. Tácito reemplaza a Livio.[135] El imperio y sus césares se imponen a senadores, cónsules y pretores. Los sentimientos antimonárquicos se convierten en antiguallas. Deja de ser tabú invocar a un rey.
Esa fue la manera como la modernidad se abrió paso, con un Luis XIV vaciando de sentido la representación edilicia. Creó municipios de oficio, vendiendo los cargos para nutrir las arcas fiscales.[136] Es un radical “antes y después”, lo que obligó a Hobbes a retractarse de lo dicho en su temprano Elements of Law (1640). ¿De qué se arrepentía en este libro? De haberse aliado a las tesis del autogobierno republicano y a la política deliberativa cuando la moda iba por la otra vereda. Con su Leviathan intentará estar al día con las novedades, pero volverá a fallar. Esta vez por exceso de entusiasmo absolutista, llegando a espantar a los monárquicos de su tiempo.[137]
Como muestra de que esa desubicación fue masiva, Maquiavelo siguió apostando por las milicias ciudadanas antes que ceder a los ejércitos profesionales. En palabras de Perry Anderson, el autor de El príncipe no reparó que la ciudadanía activa de las comunas estaba muerta.[138] Para Skinner esa anacrónica pifiada fue la patente demostración de un republicanismo paralizado en el siglo XII, aunque ya para Livio el temor a armar a la plebe se compartía con el temor de dejarla desarmada.[139] Pero el miedo mayor estaba en que el sistema de milicias apartaban de sus quehaceres privados a los hombres que las nutrían, ello en la antigua Roma como en las ciudades bajomedievales.[140]
Estamos ante una forma de rememorar que los utopistas explotarán a sus anchas, alentando “historias especiales” que carecerán de conexión con la realidad.[141] La aparición de Savonarola será parte de esa rebuscada añoranza, aunque de Tomás Moro a Tommaso Campanella se transcribirán las más cargadas de fantasía. Sin coincidencias de por medio, el monje apocalíptico morirá en la hoguera por buscar la “ciudad de Dios” entre pecadores, el utopista inglés será decapitado por negarse a servir in extremis a su rey y el milenarista calabrés pasará veintisiete años en las celdas de la Inquisición por subversivo de acción y de palabra. Y en medio de estas visiones imposibles, otro utopista recreará una abadía postmoderna. En su primera novela de 1532 François Rabelais le dará a la Abadía de Thélème la regla de la “desregulación conventual”, resumida en el lema fay ce que vouldras (haz lo que te dé la gana).[142] Como recuerda Jacques Lafaye, dicho monasterio «no tendrá muros de circunvalación ni relojes para contar las horas; sólo se admitirán mujeres hermosas y hombres apuestos; los votos no serán perpetuos sino revocables, “se marcharán cuando les parezca, franca y abiertamente”; los tres votos: de castidad, pobreza y obediencia, se sustituirán por: estar casado, ser rico y vivir libremente.»[143] Con paradojas o sin ellas, se apuesta tanto por un radical individualismo en lo íntimo y personal como por la concentración del poder en lo gubernamental. Una aporía que terminó en la guillotina de los jacobinos, la principal inspiración de los revolucionarios rusos de 1917.[144]
En la Europa iluminista la sobreexposición de motivos greco-romanos —replicados en el arte y en la vestimenta— no frenará la fascinación por el “hombre regio” y su “nueva política”. Ni siquiera se le diseccionó imaginariamente. Todo lo contrario, los vuelos de la razón coincidieron en alinear las atomizadas magistraturas bajo la sombra de una sola. En ello Jean-Jacques Rousseau y los ilustrados coincidieron plenamente, siendo que no fue accidental la aparición del “emperador-republicano” representado por Napoleón Bonaparte. Un tipo de oxímoron que comenzará a proliferar, cautivando a ilusos, despistados e irresponsables. Para el republicano Thomas Jefferson, Bonaparte no pasó de ser un usurpador sin virtud alguna, flemático, calculador y sin principios; un estadista ignorante del comercio, de la economía política o del gobierno civil.[145] Luego de esta fiebre proimperial, el republicanismo pasó a ser un enunciado vacío de contenido. Su política ya no será política.
EL RENACER CICERONIANO
En su añoranza, Maquiavelo se delató como fiel partidario de la “vieja política”. En su caso, la “vieja política” surgida en las comunas del septentrión italiano que deslumbró a Otón de Freising en el siglo XII. Y la añorará en medio del máximo producto de aquella revolución comercial que la produjo: la urbanidad renacentista representada por su amada Florencia, pero precedida —como se indicó— por experiencias altamente vitales como la de la pequeña Lucca.
Así es, la ciudad bajomedieval fue el epicentro de una comunidad extendida. El sólido discurso autonomista que emanó de su seno se confesó directo tributario de la Roma de cónsules, senadores y pretores. Al diluirse el cara-a-cara del demos, se da paso a un nivel mayor de urbanidad.[146] Como en su día se enteró el pastor Titiro —recreado por Virgilio en sus Bucólicas—, este era un paraje muy diferente al que solía llevar sus ovejas.[147] Un escenario que alentó el resurgimiento de una retórica que fue pulida por Cicerón en la “ciudad eterna” a mediados del decadente siglo I a. C. He aquí un personaje fundamental para entender el renascentia romanitatis. Como anotó Sartori: Ya Cicerón sostenía que la civitas no es un conglomerado humano cualquiera, sino aquel conglomerado que se basa en el consenso de la ley.[148]
Según algunos rigurosos custodios del demos griego, en ese conglomerado humano pletórico de intereses particulares y clientelismo, no puede haber política. Empero, bajo ese purismo: ¿realmente la había en la Atenas que apostó por la ética?
La mención a Cicerón —un autor omnipresentes en toda la edad media— confiesa de por sí el por qué el espíritu mercantil bajomedieval optó por la civitas romanorum y no por la polis griega. Les acomodaba la convicción de que una ciudad no es libre si es que entre sus ciudadanos hay uno que puede romper la ley, lo que equivale a destruir la ciudad. Al respecto, la sensibilidad de Maquiavelo será grande frente al que es capaz de atemorizar a los magistrados. Vengan estos de la nobleza o del pueblo, concebía que la sola presencia de alguien así rebajaba la libertas. De este modo, estamos ante quien asume la política como una directa expresión de una ciudadanía carente de amo. Por ende, las magistraturas se someten a las leyes. Ellas son la voz del pueblo, por lo que será político el comportamiento de las autoridades que se ciñen a la normatividad.[149] Esta es una regla que no admite excusas. A pesar de estar ante un pensador que recoge la visión de que la guerra es una extensión de la política, no encontraremos en Maquiavelo una conceptualización que reivindique la violencia per se.[150] Su republicanismo se lo impide. Si con los griegos la política sólo era dable entre los ciudadanos de la polis, ello los republicanos bajomedievales como él lo tendrán más que presente desde su apuesta latina.
Mientras que el comunitarismo igualitario se petrificó para entender la política a partir del pequeño grupo, el republicanismo abrió sus compuertas. Ese carácter de comunidad extendida Roma la tuvo desde su génesis. La sola mención de etruscos, latinos y sabinos conviviendo nos habla de la ausencia de un grupo capaz de imponerse fácilmente a los demás. Una situación que a la larga invitó a delimitar espacios de acción, relajando los rigores de la reciprocidad tribal. Se perforan férreos cotos cerrados, derribando sacralidades y rigores gentilicios que harán brotar un ámbito publicum nacido de la suma de particularismos. Por ello de la profusión de divinidades, pues cada núcleo familiar llevaba a cuestas sus invisibles guardianes de vidas y patrimonios. Una religión de la propiedad innegablemente práctica, ajena a cualquier invocación sideral o metafísica. Ese será el tenor del derecho de los quirites, por el cual los bienes de los ciudadanos y sus pactos eran intocables (sacros).[151] En cuanto a la “palabra empeñada”, ella será la fuente de una libertas que se independizará del clan sin perder su tenor deliberativo.
En el eclipse de estas ciudades, Jean Bodin recordará que no existe república si no hay nada público.[152] Y definirá a la respublica como la multitud de familias y de su propiedad común.[153] ¿No había anotado Cicerón en Los oficios que la principal razón de la existencia del gobierno era la seguridad de la propiedad privada?[154] ¿No hay nada más común que salvaguardar los intereses particulares, lo que liga a entrelazar las virtudes con los derechos? Invoca un consensus iuris (una constitución) que no escapa del cuerpo de ciudadanos, que los hace compartir un mismo ideal de justicia.[155]
La traza patrimonialista es palmaria. Por eso Aristóteles tuvo a la república como una mezcla de oligarquía y democracia.[156] En el ya citado De regimine principum se rescatará la precisión antibelicista de Catón, recordado por Salustio: No creáis que nuestros antepasados acrecentaron la República, haciéndola grande y gloriosa, como hoy lo es, por la fuerza de las armas.[157] Un detalle que Polibio no dejó de advertir: Ningún hombre con algo de inteligencia va a la guerra con sus vecinos simplemente por el placer de destruir a su adversario.[158] Como resumen, Fiadoni será tajante: los romanos se hicieron merecedores del imperio porque establecieron leyes sabias.[159] Es la remembranza de los que prefirieron ser regidos por normas antes que por hombres, labrando una noción de civis que será sinónimo de política.[160]
Aunque Tomás de Aquino haya carecido de mayor experiencia mundana y Maquiavelo confiese no saber nada de economía, ambos vivirán en un orden de cosas imposible de medir fuera de los mercados. En Theorie und Praxis (1963) Jürgen Habermas develará que la célebre traducción del aquinense del zoon politikon aristotélico por animal sociale corresponde a una confusión que el estagirita siempre quiso evitar: ver los asuntos del gobierno como temas domésticos, ver lo público desde lo particular.[161] ¿Aquino comprendía que insistir en la rígida comunidad de la polis era anacrónico? En cuanto a Maquiavelo, este sólo hablará de civitas y de ciudadanos libres. Para él no hay política fuera de esos marcos que están lejos de albergar en su interior un orden soso y estrecho, por lo que el que “nada sabe de economía” resalta la novedad que significa que el Banco de San Jorge se encargue del gobierno de varias ciudades y territorios para beneplácito de sus habitantes.[162] ¿No era esa la labor de la comuna?
En principio, Maquiavelo tiene este prodigio como un hecho que no niega lo republicano. No coloca al Banco de San Jorge en el rubro de los tiranos, siendo que para él lo político se amolda a los tiempos sin perder su esencia. En su Historia de Florencia escribió que raras veces ocurre que las pasiones personales no redunden en perjuicio del bien común.[163] Las distancias con Adam Smith lo salvan que se le acuse de “ideologización economicista”, cuando únicamente recogía —como lo hizo Montesquieu en Del espíritu de las leyes — lo que acontecía en su mundo. Justo lo que empujó a Poggio Bracciolini a mirar con embeleso el soporte institucional de una república que nació en un lugar palustre y malsano: Venecia. Como Pisa y su clima maligno, estos obstáculos no impidieron a la Serenissima que se hiciera rica y poderosa.[164] Se engrandeció en base al tráfico comercial antes que por las armas. Incluso Poggio amenazó con marcharse a Venecia por los desproporcionados impuestos que Florencia le imponía.[165]
El prestigio de la constitución de Venecia fue celebrado en su día por Petrarca. Las familias principales —que tenían el origen de su riqueza en el comercio— entendían que dicha institucionalidad republicana coaligaba perfectamente sus intereses con el “buen gobierno”. No obstante ello, desde el discurso primó el recuerdo de que los romanos despreciaron sus intereses particulares por el interés común.[166] Pero la sinceridad de personajes como Poggio Bracciolini no puede ser tomada como la mera excentricidad de un adinerado humanista. Su presencia en la corte papal y el haber ocupado el cargo de canciller de Florencia deben ser tomadas en cuenta a la hora de medir sus palabras: todas las iniciativas se emprenden por dinero, todos somos movidos por el deseo de lucro. ¿Quién haría cosa alguna si no tuviera la esperanza de una utilidad?[167]
Si en la última década del siglo XVIII Burke advirtió que es mejor seguir la fortuna que se produce en un país que el intentar guiarla,[168] en la primera mitad del Quattrocento intelectuales y estadistas como Poggio no pensaban diferente. Concebían que la ausencia de los ricos daña especialmente a los más débiles y necesitados. Recurriendo a la ironía, propuso obsequiar avaros a los pobres en lugar de trigo. A su entender, esa era la mejor manera de socorrerlos: ¿Quiénes son los que buscan el bien público sin atender a su propia ganancia? Yo no he conocido a nadie hasta hoy que pueda hacerlo sin perjudicarse. Los filósofos hablan mucho de que la utilidad común debe ser preferida, pero sus afirmaciones son más especiosas que verdaderas.[169]
Poggio escribió estas líneas sin rubor, en medio de una Florencia sumida en una severa crisis institucional propiciada precisamente por la arremetida plutocrática. Por entonces, la solución que se blandía era apartar de la ciudad a los magnates del comercio y las finanzas. El legado de la antigüedad así lo exigía, resistiéndose a aceptar el cambio que el cada vez más creciente orden mercantil demandaba. Al respecto, Bruni teorizó que los desequilibrios materiales tenían que ser equiparados para que la república siga siendo una relación entre iguales. Delatando la influencia de Aristóteles, asumió que sólo el económicamente autónomo era libre. Para él un asalariado era semejante a un esclavo, dejando de ser apto para cultivar los valores cívicos. Coincidentemente, Bruni —aunque nacido en Arezzo— fue también un florentino orgulloso del pasado conquistador y guerrero de su ciudad.
Como Bruni, Maquiavelo y Francesco Guicciardini coincidirán en el gusto por la narrativa de una ciudad rica y poderosa habitada por ciudadanos pobres. O por lo menos severamente controlados en ese factor, sin grandes disparidades de riqueza del tipo que suele causar envidia y promover así disturbios políticos.[170] Empero, la dinámica de la realidad retaba a este republicanismo más apegado al igualitarismo comunal. Sin duda, un desafío para los nuevos tiempos que se vivían y que ni siquiera los más duros defensores del republicanismo florentino —más afines al popolo que a los ottimate, al pueblo que a la nobleza— pudieron soslayar. Tal es como Bruni se pregunta: ¿cómo rehabilitar la virtud cívica y la igualdad ciudadana ahí donde fluye el comercio?[171] Lamentablemente para los florentinos, será demasiado tarde cuando decidan replicar la institucionalidad veneciana en su ciudad (las figuras venecianas del vitalicio Dux en 1502, bajo el nombre de gonfaloniere, y del senado en 1512). Ya en sí la república de Venecia comenzaba a dejar atrás su época de apogeo, dando inicio a una larga decadencia en medio del surgimiento de estados absolutistas.
Si para los paladines de la “política clásica” el tráfico de mercancías, los negocios internacionales y la compra de trabajo ponían en riesgo a la polis, ello para los romanos y para los ciudadanos de las ciudades-repúblicas bajomedievales siempre supo ser el soporte de su libertad. Así pues, la igualdad ciudadana (la aequalitas) siguió abriéndose paso desde la insistencia patrimonialista. Aunque ahora sus máximos portavoces estarán en el campo anglosajón.
¿UNA INVENCIÓN LOCKEANA?
Es muy probable que antes de su experiencia norteamericana Tocqueville pensara que las repúblicas únicamente se hallaban —como los ornitorrincos— en los libros. Ello fue así hasta que se dio de bruces con una joven nación que ostentaba una administración imperceptible, que no presenta en su constitución nada de central ni de jerárquico. Sorprendido, escribirá en Democracia en América (1835): Por ningún lado descubrimos el motor. La mano que dirige la máquina social se oculta en todo instante. (…) El poder existe, mas no se sabe dónde se puede hallar su representante.[172]
Como Otón de Freising, estamos ante quien ve a una sociedad actuando por sí misma. Palpa una libertas supérstite del orden urbano bajomedieval, pero en clave moderna. Es decir, individualista. Que es lo que la convicción de que el hombre posee “derechos naturales” canalizó desde fines del medievo, lo que surgió inmediatamente después del eclipse del romanismo ciceroniano cultivado desde fines del siglo XI.[173] Claramente, todo esto acontece mucho antes de los aportes de pensadores como Giovanni Pico de la Mirándola (siglo XV), Francisco Suárez (siglo XVI), Comenius y Hugo Grocio (siglo XVII).[174] Entre otros, reivindicadores del hombre libre que en la tradición clásica es sinónimo de autogobierno, o de la mera elección personal del lugar donde se quiera vivir. Esto último es lo que encontramos en una carta del valenciano Juan Luis Vives, fechada en Oxford el 11 de marzo de 1523: No tengas ningún miedo a que embrujado por las sirenas de aquí me olvide de mi patria. Y llamo mi patria a Flandes y Brabante. ¿Cómo podría olvidar la patria que he elegido por mi propia voluntad? Ella me está atada hasta lo más profundo de mi ser. Ya su solo recuerdo me es dulcísimo y sola la esperanza de volver a ella me hará revivir.[175]
Sobre la base de estos coros protoliberales, John Locke recreará un discurso político que calzará perfectamente con la res publica comercial que neerlandeses e ingleses erigieron inmediatamente después del colapso de la civilización urbana bajomedieval. Ya para entonces era imposible argumentar desde los marcos institucionales de las ciudades. Estos habían sido barridos por los estados, los que secuestraron para sí las iniciativas empresariales y su soporte constitucional. Impusieron a sus cortesanos sobre los mercaderes y connaturales magistrados, limitándose a replicar la economía corporativista medieval.[176] Ferdinand Braudel pone como ejemplo que en Nápoles el cargo de sindaco dell’Arte della lana pasa a la nobleza en 1550.[177] ¿No era que a la aristocracia le repelían los negocios? Ello nunca fue verdad, por eso reactivan a gran escala su espíritu bélico. Las sucesivas guerras contra Países Bajos por parte de Inglaterra en el siglo XVII tuvieron por objetivo sacar de carrera a un directo competidor comercial.[178] Francia no se quedó atrás. Su embajador (el conde de Courson) acusó en 1648 de que el lucro es la única brújula que guía a los neerlandeses.[179]
Los estados prefirieron el pillaje a los negocios. Es la hora de las parasitarias ciudades capitales de los príncipes europeos.[180] Así las cosas, los ciudadanos ven que el fin de su libertas venía acompañada por una carta de nacionalidad que no les garantizaba la integridad de sus bienes y personas. Es la inmediata consecuencia de convertirse en súbditos. Es el arribo de la “razón de estado” que anulará no sólo la política republicana, sino también la propia idea de política. Incluso en Milán Giangaleazzo Visconti prohibió el uso del término popolo.[181] Las distancias son abismales. Desde ese momento las rebeliones por impuestos proliferarán. Como antaño, serán combatidos con argumentos constitucionales. Pero no a través de una retórica de derechos imaginarios, sino palpables. Por eso ahí donde los comerciantes alcanzaron un elevado grado de riqueza la oposición a las pretensiones monárquicas tuvieron éxito. Pero si las “buenas razones” no surtían efecto, se pasaba a las armas. Es fue lo que acaeció en los Países Bajos por décadas, buscando impedir que los Habsburgo se sirvan a sus anchas de su añeja prosperidad comercial.
A partir de la emergencia de los príncipes soberanos, lo que la ciudad produzca dejará de ser de provecho para sus ciudadanos. El arte del estado —sentenciará Guicciardini en su Discorso di Logrogno (1512)— estará en disolver la città,[182] dando paso a una institucionalidad que tendrá el dudoso don de caer en bancarrota las veces que quiera. De ese modo, la piscología urbanita sucumbe. Esto invita al adolescente Étienne de la Boëtie a redactar en 1548 su Discours sur la servitude voluntaire.
Obviamente la sustentación patrimonialista de los derechos se afectó. La narrativa localista tampoco bastaba, había que elevarse por ese estadio. Sirviéndose de un repotenciado iusnaturalismo, el republicanismo procederá a recrear la historia. Reacomoda las “viejas tradiciones”, las que le permiten al pueblo inglés (el Parlamento) arrancarle a Carlos I el reconocimiento de su “heredada libertad”. Ello es lo que consigue con la Petition of Rights de 1628. Cuando en 1649 el señalado rey se atreva a invertir a su favor el brocardo que rezaba lex facit regem (la ley hace al rey), se le decapitará.[183] Torpemente olvidó que desde la Charta Magna de 1215 Inglaterra era un reino con alma de república, que él sólo era un primur inter pares. En 1688 nuevamente el mismo peso de la historia sellará una revolución que tuvo como único cometido “preservar las antiguas leyes”,[184] procediendo a desbravar definitivamente a la monarquía. Por lo que indicamos, ¿el convulso siglo XVII inglés también participa de la decadencia de la política clásica que caracteriza al resto de Europa? ¿Acaso su resistencia constitucionalista —que años después fascinará a Montesquieu— no fue parte de una apuesta de paz con la libertad individual a cuestas?[185]
Como remarcó A. J. Carlyle, Locke retuvo los principios generales de los grandes pensadores políticos de la Edad Media.[186] No ofreció una alocución completamente liquidadora del ancien régimen. No obstante su confeso cartesianismo, se mantuvo dentro de la tradición política precedente. Al margen de su puritanismo, lo único nuevo fue su racionalismo. Esto lo ligó a un Baruch Spinoza que —como Locke— tampoco concibió que el derecho natural de cada uno cese en el estado político.[187] De cultura judeo-hispana, Spinoza (o Espinosa, como lo llamó Marcelino Menéndez Pelayo[188]) disfrutó con orgullo de la cara invención de los republicanos neerlandeses liderados por Jan de Witt: la democracia moderna, la que requiere el comercio para ser libre.[189]
Esta actualización del constitucionalismo —con sus legalidades inmanentes, como advirtió György Lukács— será el mejor de los acompañantes para un tipo de sociedad imposible de encontrar en sociedades anteriores.[190] Por primera vez en la historia de la humanidad los derechos se entenderán a nivel de los hombres en singular. Esa la razón por la que en Ámsterdam hay barrio judío, pero no gueto.[191] La comunidad tradicional como el corporativismo gremial y los “derechos de clase” son minados por la lógica contractualista, que es la única posibilidad que tienen los particulares para escapar del inmovilismo social. Una herramienta ética y legal que los colonos ingleses —en verdad, colonos multinacionales— trasladaron a los desiertos del Nuevo Mundo antes de que Locke aparezca en escena.[192]
Aquí no hay geopolítica ni “visión de futuro” de por medio, únicamente derechos. Y como dijo Raymond Aron, con los derechos del hombre no se hace política.[193] Estos son el núcleo de un concierto que no se mide por las consecuencias, sino por sus fundamentos. Si hay escepticismo con respecto al gobierno, abunda el optimismo con relación a lo que la gente puede realizar por cuenta propia. Claramente, no se puede decir que se apuesta por un orden de respeto a derechos y a la vez temer los efectos del libre ejercicio de estos. Así, cuando en 1810 Jefferson exprese que he basado mi vida en principios de sincero republicanismo estará confesando que hizo valer sus principios políticos por sobre la veleidad de las circunstancias.[194] Sin duda, Jefferson y su generación sabían que ese era su reto. Los romanos les habían aleccionado a los que luego serían conocidos como los founding fathers que los elementos de la república eran instrumentales, que el fin máximo era la libertad.[195] Como buenos clasicistas, estos comprendieron de sobra que ir a acorde a un corpus de pensamiento que siempre demostró capacidad de adaptación significaba mantenerse en la senda de aquella virtus romana que dos mil años atrás encandiló a Polibio.[196]
Sin casualidades de por medio, Polibio será empleado alrededor de 1740 por los ingleses para medir los alcances de su constitución de cara a su anhelo de hegemonía mundial.[197] El cada vez más visible tráfico de mercancías entre diferentes regiones del planeta demandaba una pax análoga a la romana, completamente ajena a la guerra. Un acontecer que se radicalizará con la “revolución industrial”, que al activar una grandiosa reacción en cadena de economías y negocios exigió a las instituciones un necesario reacomodo.[198] Como fácilmente se desprende, los textos antiguos no podían ayudar en este panorama atiborrado de primicias. De partida, el pueblo estaba lejos de ser aquella fracción de gente que gozaba de privilegios. No, ahora el pueblo era más numeroso. Una extendida y variopinta asociación de hombres libres que se asumían portadores de derecho innatos por el sólo hecho de existir sobre la tierra.
LA INNOVACIÓN AMERICANA
En su primer discurso como presidente de los Estados Unidos (4 de marzo de 1801), Thomas Jefferson lanzó un buen deseo que pronto vio diluirse a nivel ético, pero no en el campo institucional: We are all republicans, we are all federalists. Su alocución hacía referencia a aquellas facciones que siempre fueron un dolor de cabeza, sea para la polis griega, la civitas romana o la città bajomedieval. Obviamente, también lo fueron en las Provincias Unidas de los Países Bajos e Inglaterra. Por ende, ¿cómo frenar a una poliarquía de elites cada vez más ambiciosas en su brega hacia el poder?
Como convencidos republicanos, los founding fathers apostaron por la ley. Que las facciones compitan entre sí dentro de la legalidad, sin favoritismos para ninguna minoría cívica. Ciñéndose a las reglas, cualquiera de ellas tendrá la oportunidad de representar al pueblo.[199] Tal es como se da paso a que los “ciudadanos prestigiosos” sirvan a la república, pero forzándolos a medirse electoralmente con un universo de desconocidos conciudadanos.
Con este esquema se rebajaba significativamente el temor de Maquiavelo y de Burke por este tipo de ambiciosos y díscolos actores.[200] Curiosamente, dos décadas antes de la declaración de independencia norteamericana David Hume advirtió que equilibrar un estado grande con leyes generales es una labor tan intensa y difícil, que ningún genio humano, por más omnicomprensivo que sea, puede realizarla con la simple ayuda de la razón o la reflexión. Incluso profetizó: El juicio de muchos hombres debe concurrir a esta tarea, la experiencia debe guiar esa labor y sólo el tiempo la puede llevar a la perfección.[201] Precisamente, eso fue lo que acometieron los founding fathers. Sus pretensiones fueron sencillas. No propugnaron una simetría social, se limitaron a conservar libertades dentro de una dinámica democrática y republicana ceñida a su numerosa ciudadanía con derechos. En M. Guizot et ses amis. De la démocratie en France (1849), François Guizot preguntó: ¿Soñaron los estadounidenses con darse una república democrática?[202]
Alumbró una originalidad. Nunca antes la política tuvo ese tratamiento, era un hecho sin precedentes. El patriotismo y la fraternidad con sabor tribal son echadas a un lado, su congénita carga de agresividad se confiesa desfasada para garantizar patrimonios. Por ese motivo, en esos predios de Norteamérica nunca encajó la premisa de Rousseau de que la finalidad de la asociación política era conservar a sus miembros —su número y su población— y hacerlos prosperar, debido que desde antes de lograr la independencia de Inglaterra eran prósperos y su población aumentaba constantemente sin ningún perjuicio.[203] Les era natural la desigualdad, el que algunos fuesen ricos y otros pobres, algunos eminentes y otros oscuros, algunos poderosos y otros débiles.[204] Como igualmente les era natural que todo ser humano tuviese derechos, lo que les permitió relacionarse de un modo altamente productivo. La abundancia de sociedades anónimas —que sorprendió gratamente a Tocqueville— fue demostración de esa vitalidad.[205]
En una epístola de septiembre de 1814, Jefferson escribió: (…) no tenemos pobres. La gran mayoría de nuestra población está compuesta por trabajadores (…) La mayor parte de la clase trabajadora posee propiedades, cultiva su propia tierra, tiene familia (…) Los ricos, por su parte, y los acomodados, ni siquiera conocen lo que los europeos llaman lujo. Simplemente disfrutan de más bienes y comodidades que sus proveedores. ¿Puede concebirse condición social más deseable que ésta?[206] Dos décadas antes Thomas Paine había descrito un panorama análogo: Veo que en América la generalidad de la gente vive con una abundancia desconocida en los países monárquicos, y veo que el principio de su gobierno, que es el de la igualdad de los Derechos del Hombre, va realizando rápidos progresos en el mundo.[207]
Es imposible no dejar de evocar al remoto Hesíodo —un campesino-comerciante como Jefferson—, para quien los hombres se hacen ricos por el trabajo.[208] Al respecto, ¿no decía Aristóteles que el verdadero demócrata debe velar para que el pueblo no sea demasiado pobre, pues esto es la causa de que la democracia sea mala? ¿Qué había que ingeniárselas para que se produzca una prosperidad duradera?[209]
Este último parecer le hizo decir a Tocqueville que estaba ante una república que no se podía comparar con las griegas y romanas.[210] ¿Cómo encontrarlas, si nunca antes la humanidad supo de un lugar donde todas las clases se mezclan y destruyen los privilegio?[211] No hay registro de una movilidad social de tal envergadura. Empero, el discurso agrario será difícil de extirpar. Hombre de campo al fin, en diciembre de 1787 Jefferson le manifestó a James Madison desde su embajada parisina: Cuando nos apilemos los unos sobre los otros en grandes ciudades nos corromperemos tanto como en Europa, y procederemos a devorarnos mutuamente.[212] Le escribía midiendo las siderales distancias entre su país y aquella Francia en crisis, pobre y sobrecargada de limitaciones a las libertades. Poco antes (en 1785) Jefferson había resaltado el gusto de su pueblo por la navegación y el comercio y en 1799 se confesó partidario del comercio con todas las naciones.[213] Si en Francia le peuple designaba a los carentes de propiedades, en los Estados Unidos the people la tenía ganada por su propio esfuerzo.[214] En palabras de Tocqueville (admirado testigo de la industrialización del campo): en América no hay proletarios.[215] Será la preservación de esta magna capitalización la misión que Jefferson y su generación tomen como suya. Será el fuego sagrado que el mundo les había confiado que preserven.[216]
He aquí una evocación que nos aproxima al rigor del mito, que en el caso republicano es volver a Roma. Por esa vía, los founding fathers fueron plenamente conscientes de lo que significaba apuntalar libertades patrimoniales. Sus lecturas de Livio, Cicerón y Maquiavelo— reforzadas con las de Heródoto, Polibio, Montesquieu y Smith—, se los habían hecho saber. Pero fueron conscientes de manera defensiva, por eso lo plasmaron en la Declaración de Independencia y en la Constitución. Republicanamente hablando, dieron vida a un orden político a carta cabal. Si lo único que les impedía para cumplir ese anhelo era sacudirse del yugo de la tiranía del rey Jorge IV y su corte palaciega —esa suerte de hombres que son una corrupta confederación que conspira contra la felicidad de la masa popular[217]—, ahora que lo habían logrado la buena nueva de su gesta se expandirá a todos los rincones del mundo usando las vías del comercio internacional.
Esta es la gran innovación norteamericana. Puntualmente, una fabulosa puesta al día de un añejo saber. Sin duda, una remozada versión del buen gobierno. El basarse en principios no utilitarios ni conductistas le permitió a cada quien apuntar por una personalísima ruta a la felicidad. Ello fue lo que George Washington resaltó en su discurso de despedida del 17 de septiembre de 1796. Una fascinación por vencer que otrora se daba en el campo de batalla. Justo esa calentura que Tocqueville vio trasladada a los negocios en aquella parte del Nuevo Mundo y que lo hizo clamar por una ciencia política nueva, pues en esa dichosa tierra los vicios de los hombres son casi tan útiles a la sociedad como sus virtudes.[218] Sin embargo, en el resto de las naciones la política se entendía al estilo absolutista.
CONCLUSIÓN
Como recomendaba Maquiavelo, sólo hay que volver a los principios para restituirle a la república su reputación.[219] Por eso mismo, ¿por qué el casi general rechazo a lo patrimonial cuando se habla de política? ¿Por qué se ha preferido privilegiar sobre el tema la apuesta ética ateniense (la artesanía del alma, dirá Hankins[220]) y su karma bélico antes que la apuesta institucional de los romanos y su espíritu de lucha trasladada a los negocios? ¿Por qué se rebuscan soluciones en un fracaso tribal y no el éxito en una aldea que se hizo ciudad-mundo a partir de la interconexión de mercados? En esa línea, cuando Maquiavelo habló de procurarse de buenos ordenamientos tanto como de buenos hombres invitó a recurrir a un marco ético-legal donde los individuos concurran desde sus derechos innatos. En su nostálgica demanda republicana, reivindicó lo que dio vida a la polis, a la civitas, a las cittá bajomedieval y ahora a las democracias modernas. Exactamente aquello que desde inicios del siglo XIX el liberalismo defiende, tomando la posta de un tipo de pensamiento donde la política es de todos en general y de nadie en particular.
NOTAS
[1] Stefan Zweig, Fouché, Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1993, p. 19.
[2] Cit. George Steiner, «Matar al tiempo», en George Steiner en The New Yorker, trad. María Condor, Fondo de Cultura Económica/Siruela, México, D.F., 2009, p. 138.
[3] Alejo Carpentier, El siglo de las luces, Editorial Oveja Negra, Bogotá, 1984, p. 111.
[4] Antony Beevor, La Segunda Guerra Mundial, trad. Teófilo de Lozoya y Juan Rabasseda, Pasado & Presente, Barcelona, 2014, p. 55.
[5] Cit. Isaiah Berlin, «Las ideas políticas en el siglo XX», en Sobre la libertad, trad. Julio Bayón, Ángel Rivero, Natalia Rodríguez y Belén Urrutia, Alianza Editorial, Madrid, 2004, p. 93.
[6] Primo Levi, «Los hundidos y los salvados», en Trilogía de Auschwitz, trad. Pilar Gómez Bedate, Océano/El Aleph Editores, Barcelona, 2006, p. 526.
[7] Cfr. Max Weber, La política como profesión, trad. Joaquín Abellán, Espasa, Madrid, 2007, p. 148 y Peter Sloterdijk, En el mismo barco: ensayo sobre la hiperpolítica, trad. Manuel Fontán del Junco, Siruela, Madrid, 2002, p. 88.
[8] Gore Vidal, Creación, trad. Carlos Peralta, Edhasa, Barcelona, 2008, pp. 20-21.
[9] Cfr. Harry Neumann, «The Philosophy of Individualism: An Interpretation of Thucydides», en Journal of the History of Philosophy, Vol. 7, N° 3, July, 1969, p. 243.
[10] Edmund Burke, Vindicación de la sociedad natural, trad. Javier Alcoriza y Antonio Lastra, Trotta/Liberty Fund, Madrid, 2009, pp. 45 y 76.
[11] Benjamín Constant, «Principios de política», en Curso de política constitucional, trad. F. L. de Yturbe, Taurus, Madrid, 1968, p. 24.
[12] Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal, trad. Andrés Sánchez Pascual, Orbis, Barcelona, 1984, p. 195.
[13] Vid. Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Vol. I, Sarpe, Madrid, 1984, p. 29; Giovanni Sartori, La política. Lógica y método en las ciencias sociales, trad. Marcos Lara, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1995, p. 219; y César Cansino, La muerte de la ciencia política, La Nación/Sudamericana, Buenos Aires, 2008, p. 255.
[14] Cfr. Hannah Arendt, ¿Qué es política?, trad. Rosa Sala Carbó, Paidós, Barcelona, 1997, pp. 51 y 94; Peter Sloterdijk, op. cit., p. 88; y Pierre Grimal, Los extravíos de la libertad, trad. Alberto Bixio, Gedisa, Barcelona, 1998, p. 94.
[15] Vid. Max Weber, op. cit., p. 87.
[16] Cfr. Jacques Derrida, «Fuerza de ley: El “Fundamento místico de la autoridad”», en Doxa, 11, trad. Adolfo Barberá y Antonio Peñalver, 1992, p. 132.
[17] Hannah Arendt, «Introducción a la política», en La promesa de la política, trad. Eduardo Cañas y Fina Birulés, Booket, Ciudad de México, 2016, p. 216.
[18] Max Weber, op. cit., p. 88.
[19] Cfr. Hannah Arendt, La condición humana, trad. Ramón Gil Novales, Paidós, Buenos Aires, 1996, p. 49.
[20] Vid. Aristóteles, Política, trad. Manuela García Valdés, Gredos, Madrid, 1988, 1, 8, 1256b, 12.
[21] Id., III, 7, 1279b, 4 y V, 5, 1305a, 7 y Pierre Grimal, op. cit., p. 74.
[22] Platón, Diálogos IV, La República, trad. Conrado Eggers Lan, Gredos, Madrid, 1988, II, 373d-e.
[23] Cfr. Cornelius Castoriadis, Lo que hace a Grecia. 1. De Homero a Heráclito. Seminarios 1982-1983. La creación humana II, trad. Sandra Garzonio y Hernán Martignone, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006, p. 135.
[24] Vid. Pierre Grimal, op. cit., p. 95 y Cornelius Castoriadis, op. cit., p. 363.
[25] Elias Canetti, Masa y poder, trad. Juan José del Solar, Obra completa I, Debolsillo, México, D.F., 2005, p. 347.
[26] Hesíodo, «Certamen», en Obras y fragmentos, trad. Aurelio Pérez Jiménez y Alfonso Martínez Díez, Gredos, Madrid, 2000, 310.
[27] Vid. Aristóteles, op. cit., III, 5, 1278a, 2 y III, 1, 1275a, 3.
[28] Cfr. id., III, 5, 1278a, 3-4 y VII, 9, 1328b, 4-1329a, 1 y 10, 1329a, 9; Platón, op. cit., II 370b-d y III 394e y Diálogos IX, Las leyes (Libros VII-XII), trad. Francisco Lisi, Gredos, Madrid, 1999, VIII 846a y 847b-c; y Cornelius Castoriadis, op. cit., p. 278.
[29] Edmund Burke, Reflexiones sobre la Revolución en Francia, trad. Carlos Mellizo, Alianza Editorial, Madrid, 2003, p. 162.
[30] Cit. Arnaldo Momigliano, La sabiduría de los bárbaros. Los límites de la helenización, trad. Gabriela Ordiales, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1999, p. 44.
[31] Montesquieu, Grandeza y decadencia de los romanos, trad. Matilde Huici, Alba, Madrid, 1998, pp. 53 y 56.
[32] Id., pp. 68-69.
[33] Vid. Hannah Arendt, ¿Qué es política?…, p. 124.
[34] Cfr. Pierre Grimal, op. cit., p. 30.
[35] Cit. Nicolás Maquiavelo, Discurso sobre la primera década de Tito Livio, trad. Ana Martínez Arancón, Alianza Editorial, Madrid, 2005, pp. 360-361.
[36] Cfr. Gastón Boissier, Cicerón y sus amigos. Estudio de la sociedad romana del tiempo de César, trad. Antonio Salazar, Librería El Ateneo Editorial, Buenos Aires, 1944, p. 219.
[37] Cfr. Cornelius Castoriadis, op. cit., p. 325.
[38] Vid. Hannah Arendt, La condición humana…, p. 43 y ¿Qué es política?…, p. 95; Walter Benjamin, Para una crítica de la violencia y otros ensayos, trad. Roberto Blatt, Leviatán, Buenos Aires, 1995, p. 72; y Alexis de Tocqueville, op. cit., p. 386.
[39] Heródoto, Historia, trad. Carlos Schrader, Gredos, Madrid, 2000, V, 78.
[40] Cfr. Hannah Arendt, ¿Qué es política?…, p. 117.
[41] Cfr. Maurizio Viroli, De la política a la razón de estado. La adquisición y transformación del lenguaje político (1250-1600), trad. Sandra Chaparro Martínez, Akal, Madrid, 2009, pp. 163-164 y 166-167.
[42] Montesquieu, op. cit., p. 70.
[43] Henri Pirenne, La democracia urbana: una vieja historia (Las antiguas democracias en los Países Bajos), trad. Iñigo Jáuregui, Capitán Swing Libros, Madrid, 2009, p. 104.
[44] Vid. Hannah Arendt, La condición humana…, pp. 219-220.
[45] Vid. Fina Birulés, «¿Por qué debe haber alguien y no nadie?, en Hannah Arendt, ¿Qué es política?, Paidós, Barcelona, 1997, p. 25, n. 61.
[46] Thomas Hobbes, Elementos de derecho natural y político, trad. Dalmacio Negro Pavón, Alianza Editorial, Madrid, 2005, II, II, 5 y II, V, 3.
[47] Cayo Cornelio Tácito, Diálogo de los oradores, trad. Alamos Barrientos, Sexito y Ezquerra, Calpe, Madrid-Barcelona, 1919, pp. 100-101.
[48] Moses I. Finley, El nacimiento de la política, trad. Teresa Sempere, Crítica, Barcelona, 2015, p. 75.
[49] Cfr. Pierre Grimal, op. cit., pp. 74 y 171; Maurizio Viroli, op. cit., p. 190; Hannah Arendt, op. cit., pp. 177; y Polibio, Historias, trad. Manuel Balasch Recort, Gredos, Madrid, 1981, II, 38, 4-11.
[50] Numa Dionisio Fustel de Coulanges, La ciudad antigua, trad. Carlos A. Martín, PEISA, Lima, s/f, p. 188 y Aristóteles, op. cit., I, 2, 1252a, 8.
[51] Vid. Maurice Bowra, «Atenas en la época de Pericles», en Arnold Toynbee (ed.), Ciudades de destino, trad. G. Castro, Sarpe, Madrid, 1985, p. 68.
[52] Cit. Hannah Arendt, op. cit., pp. 220-221. Vid. Cornelius Castoriadis, La ciudad y las leyes. Lo que hace a Grecia. 2. Seminarios 1983-1984. La creación humana III, trad. Horacio Pons, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2012, pp. 119 y 143.
[53] Cfr. Moses I. Finley, op. cit., p. 149.
[54] Vid. Cornelius Castoriadis, Lo que hace a Grecia. 1..., p. 75 y Pierre Vidal-Naquet, El mundo de Homero. Breve historia de mitología griega, trad. María José Aubet, Península, Barcelona, 2002, pp. 16-17.
[55] Vid. Cornelius Castoriadis, op. cit., pp. 44, 86-88, 104, 217 y 333; y Werner Jaeger, Paideia: los ideales de la cultura griega, trad. Joaquín Xirau y Wenceslao Roces, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1996, p. 147.
[56] K. H. Waters, Heródoto el historiador. Su problemas, métodos y originalidad, trad. Eduardo Guerrero Tapia, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1996, p. 17. Vid. Pedro Barceló y David Hernández de la Fuente, Historia del pensamiento político griego. Teoría y praxis, Trotta, Madrid, 2014ERHARD, LudwigHistoria del pensamiento político griegoHisoti. Teoría y praxis., pp. 144 y 189.
[57] Cit. Moses I. Finley, op. cit., p. 116.
[58] Cfr. Alain Peyrefitte, La sociedad de la confianza. Ensayo sobre los orígenes y la naturaleza del desarrollo, trad. Pierre Jacomet, Editorial Andrés Bello, Barcelona, 1996, p. 268.
[59] Vid. Cary J. Nederman, «Commercial Society and Republican Government in the Latin Middle Ages. The Economic Dimensions of Brunetto Latini’s Republicanism», Political Theory, Vol. 3, N° 5, Octuber, 2003, pp. 647-648 y 659.
[60] Alain Peyrefitte, op. cit., p. 299.
[61] Vid. Aristóteles, op. cit., V, 3, 1303a, 11 y K. H. Waters, op. cit., p. 34.
[62] Cornelius Castoriadis, La ciudad y las leyes. Lo que hace a Grecia. 2…, p. 299.
[63] Cfr. Giovanni Sartori, Aspectos de la democracia, trad. Rafael Castillo Dibildox, Limusa-Wiley, México, D. F., 1965, p. 270; Eduardo Meyer, «La trayectoria de la historia antigua: Grecia y Roma», en El historiador y la Historia antigua. Estudios sobre la teoría de la historia y la historia económica y política de la Antigüedad, trad. Carlos Silva, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1982, p. 213; y Paul Veyne, Séneca y el estoicismo, trad. Mónica Utrilla, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1996, p. 17.
[64] Cfr. Hannah Arendt, op. cit., p. 39; Moses I. Finley, op. cit., p. 67; Platón, La República, V 460b-c y Las leyes, V 740c-e; y Aristóteles, op. cit., VII, 17, 1335b, 15.
[65] Alain Peyrefitte, op. cit., pp. 87, 90 y 93 y Arnaldo Momigliano, op. cit., p. 216.
[66] Aristóteles, op. cit., VII, 2, 1324a, 1-2 y VIII, 1337a, 25-30.
[67] Platón, La República, IV 704a y V 737e.
[68] Aristóteles, op. cit., VII, 4, 1326a, 7-9 y 1326b, 11.
[69] Id., I, 2, 1252a, 8; III, 1, 1276a, 12; VII, 4, 1326a, 7-9 y 4, 1326b, 11; y 5, 1326b, 1-2; y Jacques Lafaye, Por amor al griego. La nación europea, señorío humanista (siglos XIV-XVII), Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 2005, p. 38.
[70] Aristóteles, op. cit., VIII, 1337a; VIII, 2, 1337a, 30; V, 9, 1310a, 11-13; y 1, 13, 1260b, 15.
[71] Cfr. id., III, 1, 1275a, 6; IV, 14, 1298a, 3; y VI, 2,1317a-b, 2.
[72] Id., V, 5, 1305a, 11.
[73] Vid. Cornelius Castoriadis, Lo que hace a Grecia. 1..., p. 155 y Raymond Aron, Ensayo sobre las libertades, trad. Ricardo Ciudad Andreu, Alianza Editorial, Madrid, 2017, p. 176.
[74] Moses I. Finley, op. cit., p. 43.
[75] Id., pp. 19 y 129.
[76] Cornelius Castoriadis, op. cit., pp. 48, 358 y 364.
[77] Aristóteles, op. cit., II, 2, 1261a, 4.
[78] Vid. Pierre Grimal, op. cit., p. 93.
[79] Vid. Nicolás Maquiavelo, op. cit., p. 38.
[80] Hannah Arendt, ¿Qué es política?…, p. 120.
[81] Cfr. Aristóteles, op. cit., I, 1, 1252a, 2.
[82] Cit. Moses I. Finley, op. cit., p. 179.
[83] K. H. Waters, op. cit., p. 51.
[84] Cfr. David Casassas, La ciudad en llamas. La vigencia del republicanismo comercial de Adam Smith, Montesinos, Barcelona, 2010, p. 164.
[85] Hannah Arendt, La condición humana…, pp. 65 y 99-100.
[86] Peter Sloterdijk, op. cit., p. 102.
[87] Cornelius Castoriadis, op. cit., p. 339.
[88] Cfr. Oswald Spengler, La decadencia de Occidente. Bosquejo de una morfología de la historia universal, Primera parte, Forma y realidad, Vol. I, trad. Manuel G. Morente, Calpe, Madrid, 1925, p. 182.
[89] Cfr. Werner Jaeger, op. cit., p. 521, n. 18; Moses I. Finley, op. cit., pp. 98-99; Hannah Arendt, «Introducción a la política»…, p. 163; y Cornelius Castoriadis, La ciudad y las leyes. Lo que hace a Grecia. 2…, pp. 101 y 103.
[90] Pierre Vidal-Naquet, op. cit., p. 108; Cornelius Castoriadis, Sobre el político de Platón, trad. Horacio Pons, Trotta, Madrid, 2004, pp. 26-27, 159, 133 y 135; y La ciudad y las leyes. Lo que hace a Grecia. 2…, p. 311.
[91] K. H. Waters, op. cit., p. 43.
[92] Cornelius Castoriadis, La ciudad y las leyes. Lo que hace a Grecia. 2…, pp. 249-250.
[93] Heródoto, Los nueve libros de la historia, trad. María Rosa Lida de Malkiel, W. M. Jackson Editores, México, D. F., 1963, p. 462.
[94] Cornelius Castoriadis, Lo que hace a Grecia. 1…, p. 345 y Thomas Hobbes, De Cive, trad. Carlos Mellizo, Alianza Editorial, Madrid, 2000, 13, 2, p. 212.
[95] Platón, «El político», en Diálogos, T. II, trad. Patricio de Azcárate, Obras completas, Madrid, Medina y Navarro Editores, Madrid, 1872, p. 92 y Cornelius Castoriadis, Sobre el político de Platón…, p. 23.
[96] Cornelius Castoriadis, id., pp. 56-57.
[97] Cfr. Cornelius Castoriadis, La ciudad y las leyes. Lo que hace a Grecia. 2.., pp. 112, 259 y 282.
[98] Platón, op. cit., p. 90 y Cornelius Castoriadis, Sobre el político de Platón…, pp. 116-117, 123-124, 131, 135, 141, 153 y 158.
[99] Vid. C. J. Friedrich, La filosofía del derecho, trad. Margarita Álvarez Franco, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2004, pp. 28-29.
[100] Cfr. Antonio Rivera García, «El republicanismo de Cicerón: Retórica, constitución mixta y ley natural en De republica», en Doxa, Cuadernos de Filosofía del Derecho, N° 29, 2006, p. 376.
[101] Vid. Maurizio Viroli, op. cit., p. 43.
[102] Id., p. 46; Henri Pirenne, op. cit., p. 247; y Quentin Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno, Vol. I. El Renacimiento, trad. Juan José Utrilla, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1993, pp. 23-24.
[103] Vid. Hans Baron, The Crisis of the Early Italian Renaissance. Civic Humanism and Republican Liberty in an Age of Classicicm and Tyranny, Vol 1, Princeton University Press, Princeton, 1955.
[104] Umberto Eco, Baudolino, trad. Helena Lozano Miralles, DeBolsillo, Barcelona, 2001, pp. 61-62.
[105] Quentin Skinner, op. cit., p. 23.
[106] Fernand Braudel, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, T. II, trad. Mario Monteforte Toledo, Wenceslao Roces y Vicente Simón, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1997, p. 517.
[107] Vid. Isaac Asimov, La formación de Francia, trad. Néstor A. Miguez, Alianza Editorial, Madrid, 1982, pp. 66 y 115 y Henri Pirenne, op. cit., pp. 96 y 129.
[108] Cit. Perry Anderson, El Estado absolutista, trad. Santos Juliá, Siglo Veintiuno Editores, México, D.F., 2002, p. 149, n. 12.
[109] Tomás de Aquino, De regimine principum, trad. León Carbonero y Sol, Imprenta y Librería de D. A. Izquierdo, Sevilla, 1861, I, II y La monarquía, trad. Laureano Robles y Ángel Chueca, Tecnos, Madrid, 2012, I, V, 16; y Werner Jaeger, Aristóteles. Bases para la historia de su desarrollo intelectual, trad. José Gaos, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 2013, p. 521, n. 18.
[110] Hannah Arendt, La condición humana…, p. 155.
[111] Cfr. Jacques Lafaye, op. cit., p. 288.
[112] G. K. Chesterton, Santo Tomás de Aquino, trad. Juan Carlos de Pablos, 2014, VIII, 10. (www.chestertonblog.com)
[113] Vid. James M. Blythe, The Life and Works of Tolomeo Fiadoni (Ptolemy of Lucca), Brepols, Turnhout, 2009, pp. 157-159.
[114] Eudaldo Forment, «Introducción», en Tomás de Aquino, La monarquía, Tecnos, Madrid, 2012, p. XVII.
[115] Vid. James M. Blythe, op. cit.
[116] James Hankins, Virtue Politics. Soulcraft and Statecraft in Renaissance Italy, Harvard University Press, Cambridge, Massachussets, 2019, p. 80. Cfr. Cary J. Nederman y Mary Elizabeth Sullivan, «Reading Aristotle through Rome: Republicanism and History in Ptolemy of Lucca’s De regimine principum», European Journal of Political Theory, Vol. 7, N° 2, 2008, p. 223.
[117] Vid. Tomás de Aquino, De regimine principum…, IV, V.
[118] Cary J. Nederman y Mary Elizabeth Sullivan, op. cit., pp. 232-233 y 235.
[119] Cit. James M. Blythe, op. cit., pp. 33, 35-36 y 41.
[120] Pieter de la Court, The True Interest and Political Maxims, of the Republic of Holland, John Campbel, London, 1746, p. 367.
[121] Nicolás Maquiavelo, Historia de Florencia, trad. Félix Fernández Murga, Tecnos, Madrid, 2009, II, XXXI.
[122] James Harrington, The Commonwealth of Oceana and A System of Politics, Cambridge University Press, Cambridge, 1992, p. 116.
[123] James M. Blythe, «Introduction», en Ptolomeo de Lucca, On the Government of Rulers De Regimine Principum. Ptolomy of Lucca with portions attributed to Thomas Aquinas, trad. id., University of Pennsylvania Press, Philadelphia, 1997, p. 1; Hans Baron, op. cit., p. 44; y Charles T. Davis, «Roman Patriotism and Republican Propaganda: Ptolomy of Lucca and Pope Nicholas III», en Speculum. A Journal of Medieval Studies, Vol L, N° 3, 1975, pp. 415-417 y 431-433.
[124] Quentin Skinner, op. cit., p. 73; Eudaldo Forment, op. cit., p. XVI; y James M. Blythe, The Life and Works of Tolomeo Fiadoni (Ptolemy of Lucca)…, p. 157.
[125] Vid. Tomás de Aquino, op. cit., II, VIII-IX; III, XII y XXII; IV, I-V y VIII.
[126] Cfr. Pablo Ney Ferreira, «El Humanismo Cívico: Leonardo Bruni y el debate en torno a Florencia y Venecia», en Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Política, N° 4, Diciembre, pp. 63-64.
[127] James M. Blythe, «Introduction»…, pp. 17-18; James Hankins, op. cit., pp. 23, 272 y 285; y Cary J. Nederman y Mary Elizabeth Sullivan, op. cit., pp. 223-224 y 228.
[128] Cfr. Quentin Skinner, El artista y la filosofía política. El buen gobierno de Ambrogio Lorenzetti, trad. Eloy García y Pedro Aguado, Trotta/Fundación Alfonso Martín Escudero, Madrid, 2009, pp. 51 y 115-116; James Hankins, op. cit., p. 64; y Nicolai Rubinstein, «Political Ideas in Sienese Art: The Frescoes by Ambrogio Lorenzetti and Taddeo di Bartolo in the Palazzo», en Journal of the Warburg and Courtauld Institutes, Vol. 21, No. 3/4 (Jul.-Dec.), 1958, p. 179.
[129] Tzvetan Todorov, Elogio del individuo. Ensayo sobre la pintura flamenca del Renacimiento, trad. Noemí Sobregués, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2006, pp. 72 y 101 y Jacques Lafaye, op. cit., p. 289.
[130] Vid. Pablo Ney Ferreira, op. cit., pp. 65 y 67.
[131] Maurizio Viroli, op. cit., p. 143.
[132] Quentin Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno, Vol. I…, p. 164.
[133] Cfr. Agapito Maestre, Modernidad, historia y política, Tecnos, Madrid, 2011, p. 157.
[134] Pierre Corneille, «La mort de Pompée», en Oeuvres des Deux Corneille, T. I, K. Fuhri, Libraire-Éditeur, La Haye, 1854, I, I.
[135] Vid. Francesco Guicciardini, «Recomendaciones y advertencias relativas a la vida pública y a la vida privada», en Historia de Florencia, 1378-1509, trad. Hernán Gutiérrez García, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 2006, 13 y Maurizio Viroli, op. cit., p. 296.
[136] Vid. Lucien Jaume, Tocqueville. Los orígenes aristocráticos de la libertad. Una biografía intelectual, trad. Nere Basabe Martínez, Tecnos, Madrid, 2015, pp. 426-427.
[137] Quentin Skinner, El nacimiento del estado, trad. Mariana Gainza, Gorla, Buenos Aires, 2003, p. 58.
[138] Perry Anderson, op. cit., p. 170, n. 52.
[139] Quentin Skinner, El artista y la filosofía política…, p. 116 y Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación, trad. José Antonio Villar Vidal, Gredos, Madrid, 2001, III, 15, 7.
[140] Cfr. Arnaldo Momigliano, op. cit., p. 79.
[141] Vid. Paul Feyerabend, Adiós a la razón, trad. José R. de Rivera, Tecnos, Madrid, 2005, p. 9.
[142] François Rabelais, «Gargantúa», en Gargantúa y Pantagruel, trad. Fernando Ávila, El Ateneo, Buenos Aires, 1966, cap. LVII.
[143] Jacques Lafaye, op. cit., p. 306.
[144] Cfr. Tzvetan Todorov, Nosotros y los otros. Reflexión sobre la diversidad humana, trad. Martí Mur Ubasart, Siglo XII, México, D.F., 2005, p. 428.
[145] Cfr. Thomas Jefferson, «[Carta a John Adams. Monticello, 5 de julio de 1814]», en Escritos políticos, trad. Antonio Escohotado, Tecnos, Madrid, 2014, p. 533.
[146] Giovanni Sartori, La política…, p. 204.
[147] Cit. Juan de Salisbury, Policraticus o de las frivolidades de los cortesanos y de los vestigios de los filósofos, trad. José Palacios Royán, Libros I-IV, Universidad de Málaga, Málaga, 2008, II, 18.
[148] Giovanni Sartori, op. cit., pp. 204-205.
[149] Cfr. Maurizio Viroli, op. cit., p. 189.
[150] Cfr. Marcel Brion, Maquiavelo, trad. Judith Viaplana, Byblos, Buenos Aires, 2006, p. 219.
[151] Cfr. Pierre Grimal, op. cit., pp. 53-54 y Oswald Spengler, op. cit., p. 224.
[152] Jean Bodin, Los seis libros de la República, trad. Pedro Bravo Gala, Tecnos, Madrid, 2010, p. 17.
[153] Cit. C. J. Friedrich, op. cit., pp. 89-90, n. 1. Cfr. Jean Bodin, op. cit., p. 9.
[154] Vid. Marco Tulio Cicerón, «Los oficios», en Tratados morales, trad. Marcelino Menéndez y Pelayo, M. de Valbuena y Gallegos Roca Full, Clásicos Jackson, Vol. XXIV, W. M. México, D. F., 1963, II, XXI.
[155] Vid. Martin van Gelderen, The Political Thought of the Dutch Revolt 1555-1590, Cambridge University Press, Cambridge, 1992, pp. 286-287 y Maurizio Viroli, op. cit., p. 37.
[156] Aristóteles, op. cit., IV, 8,1293b.
[157] Cfr. Tomás de Aquino, op. cit., III, IV-V.
[158] Cit. Arnaldo Momigliano, op. cit., p. 56.
[159] Cfr. Tomás de Aquino, op. cit., III, IV-V.
[160] Cfr. Maurizio Viroli, op. cit., p. 189 y Giovanni Sartori, op. cit., p. 204.
[161] Vid. Francisco Bertelloni, «La teoría política medieval en la tradición clásica y la modernidad», en Pedro Roche Arnas (coord.), El pensamiento político en la Edad Media, Centro de Estudios Ramón Areces, Madrid, pp. 25-27.
[162] Nicolás Maquiavelo, op. cit., VIII, XXIX.
[163] Id., V, XXXI.
[164] Id., II, I.
[165] Cfr. Pablo Ney Ferreira, op. cit., p. 70.
[166] Vid. Agustín de Hipona, La ciudad de Dios, Porrúa, México, D.F., 2008, 426, V, XV.
[167] Cit. Joaquín Barceló, «Selección de escritos teórico-políticos del humanismo italiano», en Estudios Públicos, N° 45, Santiago de Chile, pp. 18 y 20.
[168] Edmund Burke, op. cit., p. 355.
[169] Cit. Joaquín Barceló, op. cit., p. 20.
[170] Quentin Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno, Vol. I…, p. 195.
[171] Cfr. Pablo Ney Ferreira, op. cit., pp. 68 y 74.
[172] Alexis de Tocqueville, op. cit., pp. 84-85.
[173] Vid. Francisco Carpintero Benítez, Historia del derecho natural, Universidad Nacional Autónoma de México, México, D.F., 1999, pp. 13, 16, 38 y 43 y 44.
[174] Cit. Jacques Lafaye, op. cit., pp. 324, 329, 364 y 367.
[175] Cit. Jean-Jacques Rousseau, El contrato social, trad. José López y López y Consuelo Berges, Orbis, Buenos Aires, 1984, III, XVIII y Pierre Groult, «Escritores españoles del siglo XVI en los Países Bajos», Actas del Primer Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas celebrado en Oxford del 6 al 11 de septiembre de 1962, The Dolphin Book, Oxford, 1964, pp. 89.
[176] Hugh Trevor-Roper, La crisis del siglo XVII. Religión, reforma y cambio social, trad. Lilia Mosconi, Katz/Liberty Fund, Colonia Suiza, 2009, p. 86.
[177] Fernand Braudel, op. cit., pp. 103-104.
[178] Fernand Braudel, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, T. I, trad. Mario Monteforte Toledo, Wenceslao Roces y Vicente Simón, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 2005, pp. 596 y 705 y Perry Anderson, op. cit., p. 100.
[179] Vid. Alain Peyrefitte, op. cit., p. 222.
[180] Hugh Trevor-Roper, op. cit., pp. 69 y 71 y Fernand Braudel, op. cit. T. I, pp. 458-459 y T. II, pp. 46, 48 y 52.
[181] Quentin Skinner, op. cit., pp. 139-141.
[182] Vid. Maurizio Viroli, op. cit., p. 217.
[183] Vid. Martin Kriele, Introducción a la teoría del estado, trad. Eugenio Bulygin, Depalma, Buenos Aires, 1980, p. 21.
[184] Edmund Burke, op. cit., pp. 65 y 67.
[185] Cfr. Maurizio Viroli, op. cit., p. 307 y Quentin Skinner, op. cit., p. 87.
[186] A. J. Carlyle, La libertad política, trad. Vicente Herrero, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1982, p. 188.
[187] Baruch Spinoza, Tratado político, trad. Atiliano Domínguez, Alianza Editorial, Madrid, 2010, III §3.
[188] Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, Vol. 1, Homo Legens, Madrid, 2007, p. 54, n. 6.
[189] Vid. Gabriel Albiac, La sinagoga vacía. Un estudio de las fuentes marranas del espinosismo, Tecnos, Madrid, 2013, p. 116.
[190] György Lukács, Historia y conciencia de clase, Vol. I, trad. Manuel Sacristán, Sarpe, Madrid, 1985, p. 176.
[191] Vid. Gabriel Albiac, Sumisiones voluntarias. La invención del sujeto político: De Maquiavelo a Spinoza, Tecnos, Madrid, 2011, p. 235.
[192] Alexis de Tocqueville, op. cit., p. 59.
[193] Cit. Tzvetan Todorov, La experiencia totalitaria, trad. Noemí Sobregués, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2010, p. 92.
[194] Thomas Jefferson, «[Carta al reverendo Samuel Knox. Monticello, 12 de febrero de 1810]», en op. cit., p. 501.
[195] Vid. Moses I. Finley, op. cit., p. 131.
[196] Cfr. Polibio, op. cit., III, 2, 6, III, 4, 7-11 y III, 118, 9; y Arnaldo Momigliano, op. cit., p. 54.
[197] Vid. Arnaldo Momigliano, id., p. 83 y Michael Grant, Historiadores de Grecia y Roma. Información y desinformación, trad. Antonio Guzmán Guerra, Alianza Editorial, Madrid, 2003, p. 21.
[198] Cfr. Alain Peyrefitte, op. cit., p. 139.
[199] Giovanni Sartori, Aspectos de la democracia…, pp. 102 y 136-137.
[200] Nicolás Maquiavelo, Discurso sobre la primera década de Tito Livio…, p. 399 y Edmund Burke, op. cit., p. 194.
[201] David Hume, Essays, Moral, Political and Literary, Indianapolis, 1985, p. 124.
[202] Cit. Lucien Jaume, op. cit., p. 410.
[203] Jean-Jacques Rousseau, op. cit., III, IX.
[204] Bernard Bailyn, Los orígenes ideológicos de la revolución norteamericana, trad. Alberto Vanasco, Paidós, Buenos Aires, 1972, pp. 271-272.
[205] Vid. James T. Schleofer, Cómo nació “La democracia en América” de Tocqueville, trad. Rodrigo Ruza, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1984, 426pp.
[206] Thomas Jefferson, «[Carta al Dr. Thomas Cooper. Monticello, 10 de septiembre de 1814]», en op. cit., p. 543.
[207] Thomas Paine, Derechos del hombre. Respuesta al ataque realizado por el Sr. Burke contra la Revolución Francesa, trad. Fernando Santos Fontenla, Alianza Editorial Madrid, 1984, p. 127.
[208] Hesíodo, «Trabajos y días», en Obras y fragmentos, trad. Aurelio Pérez Jiménez y Alfonso Martínez Díez, Gredos, Madrid, 2000, 305-310.
[209] Aristóteles, op. cit., VI, 5, 1320a, 7-8.
[210] Cfr. Alexis de Tocqueville, op. cit., p. 302.
[211] Cfr. Alexis de Tocqueville, La democracia en América, trad. Luis R. Cuéllar, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1984, p. 577.
[212] Thomas Jefferson, «[Carta a James Madison. París, 20 de diciembre de 1787]», en op. cit., p. 384.
[213] Thomas Jefferson, «[Carta a Hogendorp. París, 13 de octubre 1785]», en op. cit., p. 343 y «[Carta a Elbridge Gerry. Filadelfia, 26 de enero de 1799]», en id., p. 462.
[214] Cfr. Hannah Arendt, op. cit., p. 272.
[215] Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Vol. I…, p. 240 y Vol. II…, p. 133 y 135.
[216] Thomas Jefferson, «[Carta al reverendo Samuel Knox. Monticello, 12 de febrero de 1810]»…, p. 501.
[217] Thomas Jefferson, «[Carta al Sr. Wythe. París, 13 de agosto 1786]», en op. cit., p. 351.
[218] Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Vol. I…, pp. 29, 285 y 392 y Aristóteles, op. cit., III, 17, 1288a, 4. Cit. James T. Schleofer, op. cit., p. 67.
[219] Nicolás Maquiavelo, op. cit., pp. 305 y 310-311.
[220] Vid. James Hankins, op. cit.
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