Para Ludwig von Mises, las ideas y sólo las ideas pueden iluminar la oscuridad. Testigo del azaroso siglo XX, el liberal austriaco padeció el drama de la desaparición de los últimos destellos de la civilización librecambista que floreció entre 1830 y 1870, dos guerras mundiales, el impacto de la revolución rusa y el surgimiento de gobiernos autocráticos, dictatoriales y totalitarios. Afín al legado ilustrado, su convicción de que los acontecimientos son precedidos por arremetidas intelectuales lo llegó a convertir en uno de los máximos difusores del liberalismo.

Para el dogmático Mises la historia de la humanidad es la historia de las ideas. Juzgó que ellas son las que guían la acción del hombre y trazan su derrotero. Coincidiendo con Karl Popper, coligió que lo ideológico es autónomo (sobrehumano a pesar de su origen humano).

Colocado ese factor en lo puramente político, David Hume dirá que ello es quizá el fenómeno más extraordinario e inexplicable surgido hasta ahora en los asuntos humanos. Advirtiendo los beneficios y peligros que ello acarrea, ya en su día (mediados del siglo XVIII) no se entendía una facción palaciega sin una filosofía a cuestas. No es que lo abstracto y especulativo estuviera ausente antes de ese período, sino que la dimensión de esa postura adquiere por entonces ribetes antes no conocidos.

Desde antaño las pugnas en torno al poder habían demostrado su alto nivel de virulencia y nula consideración moral, mas al mismo tiempo esos pequeños grupos de posesos eran capaces de —sacrificando sus privilegios— apuntalar determinados valores sobre el buen gobierno y la justicia. La historia está cargada de esas inmolaciones, siendo que la novedad que asombró a Hume se dio porque en materia de gobierno lo que predomina son los sucesos inesperados o coyunturales que requieren soluciones prácticas. Por eso era absurdo enterarse que un monarca consulte a monjes, espiritistas o videntes sus problemas de estado. En días en lo que lo racional marcaba la pauta, ese era abiertamente un proceder irracional.

Mientras que por un lado se abandonaba la superstición, por el otro se ingresaba a los predios de la ilustración. En su flanco más furibundo, había partidarios de las luces que concebían que nada les era incomprensible. Se asienta una convicción optimista del progreso. De la intransigencia de los sacerdotes se pasa a la de los librepensadores. Se seculariza el fanatismo religioso. Obviamente es consecuencia de la explosión de individualidades que la modernidad trajo consigo, dándole la posibilidad a nuevos actores sociales de hacer sentir su voz y hasta reclamar un lugar en el debate público en una dimensión nunca antes vista. No obstante este mare magnun de subjetividades —propiamente un caos de voces—, determinadas corrientes de pensamiento político logran erigirse por sobre el desmoronamiento de las “viejas certidumbres”.

Este es el espacio en el que se gestan ideales de sociedad de colores varios. Allende del festival de ocurrencias por doquier — que había brotado del ímpetu de personajes como el cientista Francis Bacon y el delirante Tommaso Campanella a inicios del siglo XVII—, la semilla de lo que luego será lo ideológico, programático o doctrinario se da en esta etapa. Aplacadas las guerras de religión —y ante la urgencia de instaurar una firme convivencia pacífica—, las ideas que iluminen la oscuridad de la modernidad harán su aparición. Ese será el tema que desvelará al grueso de los publicistas de esa hora.

Tal es como el liberalismo se hace presente. Sobre los escombros dejados por la lucha entre protestantes y católicos (y de protestantes contra protestantes y de católicos contra católicos), el clamor por un mínimo consenso político se hizo patente. De reinos a repúblicas, ningún gobierno es viable sin ese respaldo. Si los teóricos y apologistas medievales del papado y del imperio lo asumieron como una premisa fundamental, los que los reemplacen en el escenario posterior no discutirán esa regla de oro de la legitimidad del que detentar la soberanía. Con un panorama de ciudades demográficamente cargadas, de estados con vocación absolutista, con mercados y mercaderes globalizados y con una amplia masa de ciudadanos mejor informados en temas varios gracias a la imprenta y a los editores, se ve la premura de recurrir a la difusión de doctrinas que afinen y afiancen la dinámica que comienza a expandirse.

Claramente la preeminencia del comercio invocará una paz adscrita a su rigor. Justamente el peso del liberalismo como doctrina estará en la comprensión de ese novus ordo seclorum, donde la propiedad privada y los derechos que de ella emanan harán que no se pueda comprender el proceso capitalista sin dicha ideología innegablemente ad hoc.

 

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