(Extracto del libro Summa ácrata. Ensayo sobre el individuo, su derecho, su justicia, Nomos & Thesis, Lima, 2da ed., 2009, pp. 37-39)

Paul Laurent

§12. Barrunto que el primer síntoma de afectación a lo sublime y diferenciado sucedió en el campo bélico. En los días cuando fenecía el siglo XVI, exactamente aquella edad cuando el hidalgo entraba en inconsolables lamentos y plañideras porque, a partir de la tecnología (léase, la aparición de las armas de fuego portátiles), se equiparaba el bribón con el caballero. Indudable, con estos pertrechos se van haciendo añicos las distancias. Desde aquel momento los estamentos se socavan ante el más leve resollar del más plebeyo magín. A todas luces, es la definitiva entrada en escena del ser estrecho, del apogeo del vulgo, donde «los pocos espíritus penetrantes no tienen lugar».[1]

Cómo hacerle entender ello a quien únicamente vive al día, pues aquí ya no hay superiores. Es imposible reconocer a los bien nacidos. En essentia, ya casi todos somos esos seres que Homero describía como los miserables que se arrastran sobre la tierra. Ahora no hay que extrañarse que impere una preocupación mayor por la ganancia y el lucro que por la libertad. Así es, la chusma ha irrumpido. Es la irreversible expiración de una era, la certificación de un desenlace. Como para que ya no prosigamos dándoles las espaldas a estas multitudes. Es el auge de este gentío abrumador, la “novedad” de una enorme cantidad que pulula por doquier, paradójicamente, aquello que los humanistas temen sobremanera.

Absurdo, los que aman a los hombres detestan su abundancia. Son los que quisieran, como cuales baratos émulos de Erasístrato y Erófilo, deshacerse de algunos millones de seres de carne y hueso para, desde su escasez, gozarlos mejor. Cierto, estamos ante los que justifican su amor al saber desmenuzando cuerpos. Claro, el problema no se encuentra en ese montón que nunca entiende su valía por motu proprio, sino que el problema está en quienes hacen de la multitud el soporte contra todo lo que pueda resultarles una manifestación de lúcida disidencia. Sólo entonces surge una insana percepción acerca del conjunto, ya radicalmente extraño a ese nietzscheano Zaratustra que marchaba por sobre la superficie de cabezas, siendo testigo de un universo en el que todavía el pueblo era pueblo, es decir, netos conglomerados, bulto, cantidad, gentes de existencia simple que, en su profusión, aún sabían desconfiar de la menor de las interferencias; por ello, desde su rudeza, no sólo no comprendían al Príncipe y a su corte, sino que los odiaban, considerándolos, desde las aprensiones de su rusticidad, mal de ojo y pecado. Mas ello no va más, desde el genésico afloramiento de este gregario y confesional Occidente la muchedumbre se inviste de todas las sinrazones para proceder bajo el imperio de la intolerancia. Lejos quedan ya los días cuando el populus de la República Romana era una generosa y consciente fictio iuris. Empero, ahora bajo la férula del Poder, como el esqueleto que devora la carne que está a su alrededor, el país se convierte en alimento de este ente que se irrita ante el más tenue signo de desemejanza. Ese es el Estado. No hay duda, estamos regidos por los homologadores paradigmas espartanos. Quien escape a ello ya solamente puede aguardar el escarnio, la mofa, la expulsión. Así es como se crea ese Endriago que no es más que el terrenal receptáculo de un nubífero Creador que, en una forzada catarsis, lapida a quien se configura como distinto.


[1] Nicolás Maquiavelo, El príncipe, El Comercio, Barcelona, 2000, p. 86.

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