Paul Laurent

Siempre pensé que instituciones como el indulto presidencial ofenden al estado de derecho. Y lo sigo pensando, hoy más que nunca. Si un juez (o una corte) ha tenido a bien sentenciar contra alguien es porque ha llegado a la humana conclusión de que se lo merece, y se lo merece porque la conducta de ese “alguien” ha encajado perfectamente en cada uno de los tipos penales que la ley establece.

Podemos discrepar de esa humana conclusión y hasta de la teoría que dicho magistrado (o magistrados) se sirvió para condenar al infractor de la norma, pero no podemos discutir la validez institucional de su decisión. Al fin y al cabo se asume que el juez ha llevado a cabo todo un proceso que le ha permitido decidir con la mayor de las certidumbres. Y ese proceso no brota de la nada, sino del cauce que la Constitución y las leyes señalan, más allá de las subjetividades interpretativas (hasta donde ellas sean dables).

Por lo mismo, toda decisión presidencial que se inmiscuya en una decisión judicial no haría más que vulnerar una noción de justicia propiamente atada al derecho para empujarnos a alternativas innegablemente arbitrarias. Puntualmente, muchas más arbitrarias que el imperante y arbitrario (y a veces ocurrente) derecho positivo. Empero, esa es la formalidad en la que nos movemos y debemos respetar, si es que asumimos el valor y pertinencia de vivir bajo un estado de derecho.

Desde la sensibilidad de quien pide justicia, todo proceder que provenga de elementos ajenos a los propiamente judiciales es una injusticia. Ya suficiente se tiene con que los jueces lleven a cabo su labor de acuerdo a ley (y a los hechos) como para por sobre esa frágil conducta se impongan salidas que rompen la cadena procesal de quien clama justicia. Esas son las “soluciones políticas” que tanto daño hacen. Así es, figuras como las del indulto presidencial rompen la legalidad a la que el común de mortales nos sometemos y aspiramos: un orden adscrito al estado de derecho nacido de una auténtica división de poderes y no a la mera política (la confusión e involucramiento de unos poderes sobre otros).

Mera política es lo que se nos ofrece con la figura del indulto presidencial. Un ente foráneo a todo viso de justicia procesal. Es más, viene a ser la total negación de esas reglas de juego que le imploramos al juez para hacer valer un derecho. Desde esa lógica, permitir que una autoridad extraña a ese proceso se imponga fácticamente (sin necesidad de dar mayor justificación) es renunciar a un orden adscrito a la legalidad. Es preferir un rezago propiamente absolutista, que se pierde en los tiempos de la más añeja arbitrariedad, con su carga mágica de por medio: así como los príncipes medievales curaban enfermos con la sola imposición de manos (especialmente a los portadores de escrófulas), los príncipes de hoy harán el prodigio de aliviar moribundos por decreto.

Si de “humanidad” (crudamente, el derecho a morir con los suyos) se trata, ¿una autoridad apartada de lo puramente judicial tiene mayor capacidad para sustraer del castigo a “alguien” (por muy expresidente que diga ser) que la misma judicatura? ¿No es más comprensible que ese tipo de resoluciones salga del propio cuerpo de magistrados que vio el caso? ¿No es ello lo pertinente para evitar manipulaciones y alteraciones de la real situación del peticionante de “humanidad”?

No tengo duda de que si la decisión de proceder a indultar a alguien por motivos humanitarios (el único tipo de indulto que un estado derecho debe de aceptar) proviene de la misma institución que condena y manda a prisión, la posibilidad de que el beneficiado se burle de la justicia que lo castigó disminuye grandemente. Exactamente todo lo opuesto a lo que se da cuando esa prerrogativa queda en manos de quienes son constitucionalmente irresponsables (pagará el ministro que lo avale, si es que lo avala, pero no el presidente). Una situación que no ocurre con los magistrados, siempre más frágiles que los políticos.

(Reproducido en la revista Contrapoder)

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