Una revolución sólo comparable con el paso del paleolítico al neolítico, esa es la magnitud de la incomprendida Revolución Industrial. Tan incomprendida como negada, como suele suceder con todas las cosas que no están controladas directamente por el designio humano.
Nadie la planificó. No fue producto de académicos ni de políticos. Ningún estadista con visión de futuro siquiera la vislumbró. Mucho menos fue consecuencia de reforma educativa alguna. Como recordó Paul Johnson, el primer ministro Lord North (1770-1782) bajó a la tumba sin darse por enterado de lo que le tocó presidir.
Sin duda, fue empresarialidad pura. Inventiva que en su máxima expresión cambiará radicalmente la suerte de millones de personas a lo largo y ancho del planeta. Un hecho que activará la mayor movilidad social que la historia de la humanidad ha conocido. El punto de partida de un capitalismo ahogado hasta ese momento por los rigores de lo comunitario, de lo estamental y del privilegio mercantilista.
Como muchos, James Watt construyó su máquina de explosión a vapor de manera absolutamente marginal. Y como él, ingentes cantidades de inventores venían procediendo en esos precisos instantes de idéntica manera. ¿Qué es lo que había generado esa situación? ¿Por qué en Inglaterra y no en Francia?
No hay casualidades. Lo que ocurría en Gran Bretaña era la masificación de un comportamiento (Watt vivió y trabajó en Glasgow y en Birmingham) que muy bien puede remontase al siglo XVI. El momento cuando Inglaterra decide seguir los pasos de una pequeña nación de tenderos (despectivamente así se les llamó) que hizo del mar su gran vía de comunicación con el mundo: los Países Bajos. Desde dicho ejemplo, Inglaterra expandió sus vías comerciales a escala global.
Empero, ello no se generó sin un soporte idóneo. El derecho anglosajón, con su sistema judicial y su constitucionalismo limitador de la arbitrariedad gubernamental, coadyuvaron a que la creatividad individual, los contratos y patrimonios se expandan grandemente. Es la búsqueda de nuevos mercados. Uno de los primeros que recibió el eco de ese discurrir fue Escocia, nación calvinista que hasta mediados del siglo XVIII era un paraje pobre, sin esperanza y adscrita a una legalidad más próxima a la francesa que a la inglesa.
Como es de verse, la tesis weberianas del protestantismo impulsor del capitalismo no encajaban con el paralizado panorama escocés. El viraje de ese país no se debió a su confesión religiosa, sino a los ecos de esa apabullante revolución que involucraría básicamente a campesinos pobres que hasta ese instante veía la vida pasar sin mayor aprovechamiento ni fortuna.
Ciertamente un fenómeno que no sólo cambió la destino de ingleses y escoses, sino que el radio de sus beneficiarios se extendió por parajes tan lejanos como culturalmente diferentes. Una inmensa expansión que elevó los niveles de vida hombres y mujeres de todas las razas y credos en los cinco continentes.
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