Eric Hobsbawm abre su Historia del siglo XX (1994) con una lista de impresiones personales de célebres testigos del tiempo que les tocó vivir. De la docena de confesiones, me quedo con la del violinista Yehudi Menuhin: «Si tuviera que resumir el siglo XX, diría que despertó las mayores esperanzas que haya concebido nunca la humanidad y destruyó todas las ilusiones e ideales».
Apenas cinco años antes de esa publicación, el Muro de Berlín se había desplomado, poniendo término a una centuria que fue parte de un sueño (realmente un delirio) igualitarista que unió a toda una variopinta gama de radicalismos antiliberales: tradicionalistas, socialdemócratas, socialistas-comunistas y nazi-fascistas.
He ahí pues, un universo de doctrinas que se alzaron contra el mundo precedente: el liberalismo del laissez-faire que caracterizó al siglo XIX. ¿Se alzaron porque este no funcionó o porque simplemente llevaban a cuestas un sueño mejor? Sin duda, la realidad no les gustaba. Prefirieron liquidar ese orden para dar paso a una ilusión que invierta la matriz sustentada en la empresa privada, en la libre circulación de bienes y servicios tanto como de seres humanos. Es decir, que se abrogue un esquema donde las fronteras eran laxas, los mercados abiertos y las regulaciones casi inexistentes.
Como el mismo Hobsbawm rememoró, la dinámica de la competencia globalizada hizo descender los precios, permitiendo que amplios sectores de población en diferentes puntos del planeta se beneficien de ese acontecimiento. Como en la baja edad media, la servidumbre tendía a desaparecer. Se volvía a la senda de la integración social a través de librecambio. Digo se volvía porque ello fue una experiencia truncada por los nacientes estados nacionales del siglo XVI.
El impulso a todo este mare magnun de viejas novedad no vino de súbito, sobre todo si advertimos que los estados no estaban para relajar tan fácilmente sus linderos. Si ello ocurrió fue porque los tomó de sorpresa el apabullante proceso de mejora tecnológica que a su vez produjo una generosa movilidad social. Desde entonces fabricar a niveles masivos prendas de vestir, utensilios domésticos, tanto como proporcionar alumbrado público, mejoras sanitarias y medios de transporte más rápidos y seguros cambiaron el día a día de la gente.
Eso fue lo que hizo la Revolución Industrial. Mientras los estados no advirtieron sus efectos, la capitalización mundial siguió su curso. Cuando los estados reaccionen, reconducirán ese portento hacía sus intereses. Así, darán vida a una era de pugna entre “economías nacionales” que antes de ese momento eran globales, poniendo fin a una fase de prosperidad mundial sin precedentes.
Son los inicios de una desconfianza que concluirá en 1914. En palabras del propio Hobsbawm, la era del capital no se había extendido más allá de 1875. Si hasta ese entonces la revolución industrial se había tragado a la revolución política, lo que vendría luego será una inversión de los ideales.
(Reproducido en Diario Altavoz.pe)