Paul Laurent

PuenteSólo hay que asomarse por la ventana para percatarnos que pensar desde la ciudad es someterse al imperio de lo insignificante, de la poca cosa. Como refunfuñaba Platón, ahí donde será vano aguardar la llegada del hombre regio. ¿Por las pequeñeces? Sí, pero pequeñeces que suman.

Precisamente aquel orden labrado tanto por el “dinero superfluo” como por “hombres superfluos”, tal como despectivamente acusaba Hannah Arendt. Obviamente, pasar la mirada por la fracción de urbanidad que habitamos estropea cualquier amague de impoluta evocación. Y si advertimos en un rincón un calco de lo perfecto, en el acto lo inoportuno nos despertará con el escupitajo de su presencia.

A fines de la Roma republicana, Cicerón solicitaba la venía de la civitas para alejarse de ella con el fin de solazarse con el estudio de la retórica y la filosofía. Doce siglos más tarde, san Bernardo rogaba a los profesores y estudiantes de París huir hacia los bosques. Y les pedía que no lleven libro alguno. A su entender, la verdad no los necesitaba. Para él la naturaleza era el mejor de los maestros.

La postura de Juan de Salisbury será totalmente opuesta. Acaso fascinado con el impacto de la renacida urbanidad, era de los que la asumían como un Paradisus, mundi rosa, balsamun orbis. En una carta de 1164 le decía a Tomás Becket: «He andado por París. Cuando vi la abundancia de víveres, la alegría de las gentes, la consideración de que gozan los clérigos, la majestad y la gloria de la Iglesia toda, las diversas actividades de los filósofos, creía, admirado, ver la escala de Jacob, cuya cúspide tocaba el cielo, y que los ángeles recorrían subiendo y bajando. Entusiasmado por aquel feliz peregrinaje tuve que confesar que allí estaba el Señor…»

Exceso de entusiasmo. No estaba ningún Señor, mas sí muchos señores. También damas, y al escoger. Eso es la urbe. El emporio del comercio, del tráfico, del ir y venir, de la fluidez más radicalmente anónima, variopinta y sensual. Exactamente lo que se detesta desde el absoluto, ese entramado que ya en Hesíodo era lo perfecto.

Tal es su complexión, fortaleza y sanidad. Por ello es que en su piso no suele encajar ninguna Civitas Dei, pues abundan los hombres y su humanidad. A decir de un moribundo Hume (en 1776), el verdadero escenario para un hombre de letras.

Así es, desde su vocinglera estancia se suceden los vislumbres del tendero y de sus exigentes clientes tanto como los del por primera vez (y para siempre) obnubilado Dante ante el paso de su inmortal amada sobre un puente florentino. Ciertamente, un paraje imposible de deducir fuera de los irrelevantes e inasibles detalles. Ese escurridizo diálogo que la abundancia de fragmentos aparenta una rotura. A todas luces, el inmenso y abrumador campo de los comunes. También de los excelsos, como el propio Dante.

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