Paul Laurent
Vástagos de una vida activa antes que contemplativa, he ahí la progenie de los hijos de la ciudad. Esos que han invertido el paisaje de lo inamovible y estamental, los que con su sudorosa presencia han diluido una calma tan agreste como abúlica. Son estos los que han inventado una nueva forma de enfrentarnos y de entendernos con los demás.
Así, la retórica que brotará de esa fricción será evidente muestra de su peso y alcance. ¿Alguien podrá entender la puja entre lo mío y lo tuyo fuera de este rigor? El derecho no tiene otro origen. Su gestación no escapa a la vorágine de ese concierto citadino, a los rigores de ese saber concreto, de esa savia que sobra en las calles.
Esa razón es la que ingresará a tropel. Como caballo furioso, irrumpe sin importar si levanta polvo o provoca estruendo con los cascos y el herraje. Igual, la magia de lo inexplicable cederá. Y cederá al mismo tiempo y ritmo que las demandas del que más de sus habitantes por un espacio más amplio. Tan amplio como la propia independencia. Esa desenfadada libertad que a los sofistas les permitía llevar a cabo el noble oficio de la docencia sin sentir ningún rubor por cobrar.
Una proeza que sólo el urbanita puede concebir. Así es, meros hombres de ciudad, no ciudadanos. Meros transeúntes, escapistas, cínicos paseantes, antes que individuos reglamentados de moral. Una naturalidad homínida que es capaz de frenar al poder de las ridiculeces de los príncipes. Los amos de aquellos predios donde sólo sus extravagancias imperan. Espacios muy diferentes a los de urbanos, en los que ninguna singularidad subyuga en exclusiva.
En el presente, la salud de la civitas depende de la abundancia de esas soberanas ridiculeces. De su profusión, la respublica se nutrirá. ¿Ese es el soporte del novísimo excogitar? A lo mejor. Por lo pronto, Juan de Salisbury pudo redactar su Policraticus precisamente porque llevaba a cuestas la lógica del que razona desde lo inmediato. Exactamente ese tipo de calma mercatorum que Dickens delineó (en Historia de dos ciudades) a la perfección: si se trata sólo de negocios, señorita, y vuestras emociones me confunden. ¿Cómo voy a despachar ningún negocio con el ánimo conturbado? Vamos a procurar serenarnos.
La novela es citadina. Patria del antihéroe. Desde Chrétien de Troyes, la sustancia de toda novela (Deleuze dixit). Detalle a resaltar, pues recién la ciudad se ha erigido en el albergue de la mayoría de los mortales. Un hecho inédito. Ahora estamos ante la urgente necesidad de cavilar fuera de la muelle calma del vergel, el original ámbito de la religión tradicional, de los cultos fraternales y del eleático meditar.
No por algo nos enseña Le Goff que el intelectual solo aparece con las ciudades, junto sus artesanos y viandantes. Como es de ver, obra del mercado, plaza o mercadillo.