Un accidental lector (no pudo evitar leerme), me acusa de irresponsable y peligroso. Me acusa de plantear ideas desenfocadas con nuestra singular realidad (¿las “ricas montañas”?), de no saber distinguir entre los diferentes tipos de estado (siempre los confundo con Vito Corleone) y sobre todo de no decir cosas con las que nunca ganaré una elección (realmente, ¡si seré desubicado!).
Esto último es lo que más me conmueve. ¿Piensa realmente el lector que uno especula, habla y escribe midiendo cuánto aplauso se puede atraer? ¿Así es la cosa? ¿Así es como funciona nuestra intelligentsia, apuntando sus neuronas hacia el objetivo de alcanzar alguna curul congresal, un ministerio o un cargo públic0? Ello sería intelectualmente deshonesto.
No creo que esa sea la aspiración del accidental lector, pero de ser ello cierto (que el intelectual debe ser orgánico y comprometido) bien se puede entender la aridez en la vida intelectual local. La aridez, la angurria y las bajas pasiones que han hecho que más de un creador haya tenido que cruzar las fronteras o simplemente hacerla de ermitaño ante tanto aspirante a tocarle la pandereta al discurso ganador de turno. Por otra, que frustrante debe de ser dejar de decir lo que realmente piensa aquel que tiene el oficio de decir lo que piensa. Pero los hay. Y a montones.
La inmensa lista de intelectuales que han hecho el ridículo al buscar la aprobación oficial o de las simples mayorías (las reales y las imaginarias) es por demás abundante. A esa lista hay que sumarle una camada más numerosa de académicos, profesionales liberales y técnicos que juzgan que sin sus métodos racionales (jerga baconiana que muchos creen propiamente racional) el mundo es un desastre. Y más desastre aún si el estado no los engríe con un buen puesto gubernamental para que den rienda suelta a lo que aprendieron (¿o desaprendieron?) en clase.
¿Esos “doctores” también juegan a no disentir con el clamor de las multitudes cuando realizan sus investigaciones y escriben sus libros? Pobres, qué será de ellos si no calibran sus descubrimientos con la próxima elección.
¿No es esta una manera anacrónica de entender la ciudadanía? Tal parece que hay muchos que no se han enterado que el mundo de la ciudanía compulsiva, estrictamente reglamentada y carente de autonomía individual se quedó en lo premoderno. No pertenece (o no debería de pertenecer) a nuestro tiempo.
Así es, no les han avisado que expresar ideas sólo tiene los límites del propio rigor intelectual. Límites éticos, se entiende. Esos límites que el bizantino Procopio descubrió en medio de la oscuridad: aprovechaba las madrugadas y la soledad para relatar los verdaderos sucesos de la corte del emperador Justiniano y su esposa. De día narraba sus hazañas y virtudes; de noche el célebre historiador simplemente decía lo que realmente pensaba de ellos. Especialmente de la doña, la triple XXX Teodora.
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