Carlos Sabino
Llegué a Chile en abril de 1971, dispuesto a trabajar con entusiasmo por ese socialismo en libertad que se ofrecía al mundo como una nueva alternativa que despertaba inmensas esperanzas. Era en ese entonces un marxista convencido, deseoso de luchar por el socialismo sobre todo si éste podía ser encarrilado por senderos democráticos. Lo que viví en los veintiún meses que estuve allí sirvió para que cambiara radicalmente mi forma de pensar y de concebir el mundo, lo que se solía llamar mi cosmovisión, y me proporcionó además material de reflexión durante muchos años. (…)
La ironía es que mucho tiempo después, viviendo ya en Venezuela, me ha tocado asistir —y por cierto participar— en otra lucha política que, sin ser igual, tiene la particularidad de evocar la que vivieron los chilenos en los mil días del gobierno de Allende. He podido así hacer, aunque no por mi gusto, la curiosa experiencia de vivir lo que se siente de ambos lados de la escena, de ser testigo directo de dos de las pocas ocasiones en que es posible percibir las debilidades y los límites de la democracia como forma de gobierno. (…)
Llegué precisamente la noche en que se celebraron las elecciones municipales de abril de 1971 (…)
Pero la empresa no era fácil. (…) Varios problemas de fondo presentaba esta alternativa: ¿cómo lograr, en primer lugar, avanzar hacia el socialismo a un ritmo tal que se garantizara la consumación del proceso pero sin despertar la oposición cerrada e implacable de los sectores adversos al proyecto? ¿Qué hacer, llegado el caso, cuando la burguesía y el imperialismo percibieran el éxito del intento socialista y decidieran arrojar todo por la borda y emprender una resistencia desesperada? Para ganar terreno, para lograr una posición favorable hasta que arribara este momento —que para mí era inevitable, aunque esta opinión no fuese compartida en general por los chilenos— era preciso mantener y ampliar el apoyo popular que tenía la UP. Claro, con una política de aumentos de salarios por decreto y de congelación de precios, parecía relativamente sencillo conservar y extender el capital político actual del gobierno, al que podrían contribuir andando el tiempo los frutos de ese socialismo que comenzaría a consolidarse. (…)
En primer lugar la política económica del gobierno comenzaba a mostrar ya las serias dificultades que luego aparecerían en toda su extensión. La decisión de aumentar los salarios congelando los precios resultaba, sin duda, adecuada para cosechar un apoyo mayoritario entre la población, pues incrementaba los salarios reales y producía una mayor demanda que, a su vez, dinamizaba todo el aparato productivo y hacía crecer las importaciones. Pero resultaba, en definitiva, un recurso artificial que no podía sostenerse más allá de unos pocos meses: algunas empresas podían aumentar hasta cierto punto la producción para aprovechar las favorables condiciones que se ofrecían, pero tal aumento estaba limitado —obviamente— por la voluntad de realizar inversiones que permitieran expandir la oferta de productos. (…)
Las importaciones, que habían crecido inicialmente para responder a la acrecentada demanda, tuvieron luego que descender: el gobierno no tenía ya dólares para seguir entregando al precio irreal al que los vendía y debía administrarlos ahora con mucha más prudencia. En una economía totalmente intervenida por el estado, que no podía ajustar sus precios y no tenía estímulo alguno para que se realizaran inversiones privadas, con un gobierno que ampliaba sus gastos sin tener en cuenta los recursos a su alcance, las consecuencias comenzaban a hacerse sentir de un modo particularmente preocupante para los sectores populares: la restringida oferta generaba un desabastecimiento al que no podían compensar las menguadas importaciones, los precios de algunos productos subían —cuando así lo permitían los controles— mientras que en otros casos iban generándose mercados negros parciales y se desarrollaban formas de trueque que aliviaban en algo el entorno de escasez en que ahora vivía la población.
Todo esto, no hace falta decirlo, representaba un brusco descenso del nivel de vida popular que se sucedía a la sensación de bonanza experimentada durante los primeros meses del gobierno. El apoyo a la UP, por tal motivo, comenzaba a descender, y ya no era posible soñar con alcanzar ese amplio respaldo con el que los líderes del proceso habían contado para impulsar sus reformas. En un país donde hubiese reinado la normalidad democrática esta situación hubiese implicado, simplemente, una presión para que el gobierno —anticipando una posible derrota electoral en las próximas elecciones— diese un viraje en sus políticas con el fin de recuperar popularidad. Pero la situación, y aquí encontramos una de las peculiaridades del proceso, distaba bastante de poder considerarse como normal. (…)
La evolución del proceso me había llevado a reflexionar profundamente sobre todo lo que ocurría, a releer los clásicos del marxismo para encontrar claves interpretativas, a discutir incansablemente sobre los hechos y sus posibles derivaciones en el futuro cercano. El primer problema para mí, como revolucionario que me consideraba, no era ya tanto la viabilidad en sí del proceso sino lo que podríamos llamar la calidad del mismo. Lo que más me preocupaba en ese sentido era que en Chile se estaba desarrollando ya, perceptiblemente, una tendencia que conducía al país hacia varios de los peores rasgos propios de las naciones comunistas, hacia el burocratismo y la falta de libertad en general.
No es que Chile fuese entonces una dictadura, por cierto, pero era imposible cerrar los ojos ante lo que se incubaba en una sociedad profundamente dividida, con contradicciones tales que no resultaría fácil resolver. La marcha hacia el socialismo en libertad mostraba, en los hechos, mucho de ese comunismo tradicional que yo recusaba y una tendencia constante hacia la disminución de la libertad. Las empresas socializadas no pasaban a manos de los trabajadores, bajo ninguna fórmula práctica de autogestión o “propiedad social”, sino que quedaban administradas por funcionarios de los partidos de la UP quienes se comportaban por lo general como verdaderos sátrapas y asumían poderes absolutos, respetando como norma de conducta sólo a la llamada “línea” de su partido. La burocracia crecía en todas las instancias, ya sea para comerciar o adquirir productos -gracias al “estanco” que se había creado para los automóviles y otros bienes-, para salir del país, pagar los impuestos o realizar mil trámites que teníamos que sufrir los simples ciudadanos. En instituciones como la universidad -yo trabajaba en Arica, en la Universidad del Norte- no se había suprimido el debate, es cierto, pero las decisiones eran siempre impuestas desde arriba. El sectarismo, la lucha por posiciones de poder y la intolerancia ideológica crecían con velocidad durante 1972. Todo hacía entrever que el socialismo al que arribaríamos sería un calco del modelo cubano o del soviético, quizás con algunas diferencias menores, pero esencialmente con el mismo poder de los funcionarios sobre los ciudadanos, la misma férrea centralización y control, la misma miseria económica que supeditaba las vidas de los consumidores a los designios de unos burócratas lejanos que decidían por él.
Mientras hacía una intensa vida universitaria y soportaba -como cualquier ciudadano- las penurias económicas que vivía el país, comencé a elaborar y afinar la tesis de que el socialismo, tal cual lo conocíamos y no como lo soñabamos, no era otra cosa que una “dictadura de la tecno-burocracia”: a la familiar “dictadura de la burguesía” que postulaban los textos del marxismo, no le seguía entonces, según la experiencia histórica verificable, una “dictadura del proletariado” capaz de llevar a una sociedad sin clases, sin explotación y sin estado, sino una más pedrestre forma de dominación, la que ejercían quienes controlaban de facto el aparato productivo, la distribución y, en general, toda la vida económica y política de los países socialistas. (…)
Salí de Chile el 29 de diciembre de 1972, rumbo a Perú, donde me aguardaba un destino completamente incierto. (…)
(Breve resumen del ensayo publicado en Bicentenario, Revista de Historia de Chile y América, Vol. 2, No. 2, Centro de Estudios Bicentenario, Santiago de Chile, Septiembre de 2003, pp. 199-225)
Muy bueno tu blog. Felicitaciones.
Lo que sospechaba: eres un marxista reciclado.