Quizá la base del error de considerar a J. J. Rousseau como defensor de la libertad esté en su apuesta por el pueblo decidiendo su propio futuro. Vea el detalle: el pueblo decidiendo su propio futuro, no los individuos el suyo.
Este es el punto. Rousseau es un autor más próximo a los rigores comunales de la antigüedad antes que a los de la modernidad. Incluso en el amplio mosaico de la edad media, el ginebrino se ubica en un plano altamente oscuro y represivo, el que de haberse concretado no hubiera alumbrado el admirado Renacimiento.
Obviamente, el ideal teocrático de una comunidad de creyentes actuando como un todo compacto colisionaba con el anhelo igualmente bajomedieval de una república pletórica en humanidad (incluso hasta pagana). ¿Fue esa visión a favor de un consenso al estilo del discurso eclesiástico el que inspiró la noción rousseauniana de la voluntad general que rápidamente se asumió como una voluntad de todos?
Sobre esa propuesta, Carl Schmitt alabará en la primera mitad del siglo XX al nacional-socialismo. Sabido es que su apuesta por Rousseau precede a la aparición de Hitler en el escenario político alemán. En su Teoría de la Constitución (1928) reivindica la justicia popular (en su calidad de linchamiento) como mecanismo para resolver conflictos. Y ello porque para él (como para Rousseau) el pueblo es el soberano.
Estamos ante la predilección por la manada. Según Schmitt, el demos procede como un príncipe absolutista. Ninguna ley ni constitución lo limita, él es juez y legislador supremo. Como la mayoría decide, ella subsume al todo. A su entender, democracia es homogeneidad: el pueblo unido.
Desde esa lógica, el voto secreto es rechazado porque se colige que por su intermedio el votante actúa más como un mero particular (propio del liberalismo burgués) que como un “ciudadano”. Como dice Schmitt: De una suma de la opinión privada de particulares no resulta ni una opinión pública, ni una auténtica decisión política. Así, la mejor manera de elegir era a través de la aclamación. Y si era a mano alzada, mucho mejor.
Empero, Schmitt no estaba para formalidades. Se contentaba con expresar que la opinión pública era la forma moderna de aclamación. Hacia 1940 (en pleno avance de las tropas germanas por Europa), juzgará que las constituciones bolchevique y fascista son por demás modernas, unas verdaderas “constituciones económicas”.
¿Tuvo algo que ver en esa conclusión la ocurrencia de Rousseau (en su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres de 1755) de que la libertad es como esos alimentos sólidos y suculentos, o como esos vinos generosos apropiados para la nutrición y fortificación de los temperamentos robustos a ellos habituados, pero que enervan, arruinan y embriagan a los débiles y delicados que no tienen costumbre de paladearlos?
No hay duda que sí. El impacto de Rousseau en los programas antiliberales (de izquierdas y derechas) no podía producir otra cosa. Si su premoderna visión de la vida en sociedad inspiró a Schmitt (para quien el intenso sentimiento de filiación con la antigüedad no era ningún adorno), entonces dónde está su entroncamiento con el liberalismo. ¿Cómo ligar las ideas de una sociedad abierta, dinámica y altamente dependiente de la calidad de la interacción de sus integrantes con las premisas de un autor que considera esa civilidad como un lastre?
(Publicado en Diario Altavoz)
La representación política
La vida de relación, es decir la vida política, ha generado – y eso se pudiera decir “lógico”— formas de interpretación de los porqués que producen la Representación, la Legalidad y la Legitimidad. La mayor parte se ha apoyado en la Legalidad que les ha parecido la forma de poner el discurso “claro y distinto”, es decir de hacerlo racional. Desde Platón cuya fortuna en la vida política de su amigo el tirano de Siracusa no fue precisamente afortunada, la ambición ideológica de imponer a la realidad un Orden ha planeado como una ominosa tormenta sobre la concreta realidad de los hombres.
Pero debajo de la Legalidad que es un emergente, está la montaña que hace ver la isla. Esa masa crítica es la Legitimidad que Rousseau llamó “voluntad general” y Carl Schmidt el “demos” de la aclamación. Platón por arriba y Rousseau por abajo, ambos tratan de “leer” la realidad como una coherencia que la vida humana no tiene. Porque si la Política, como algo distinto del individuo, es insoslayable, el individuo – que también es un emergente de la vida social, que de ella sale y a ella vuelve – debe ser respetado como una necesidad colectiva más que como una importancia individual.
Al igual que en la guerra un piloto era preservado por encima de un costoso avión, porque su habilidad para conducirlo no se forma de un día para el otro, así también el individuo, con un perfil propio, depositario inconsciente de los valores de una cultura, es demasiado valioso para ser sacrificado en el altar del “demos”. Desde luego, eso sucede como el caso paradigmático de Lavoisier. “Lavoisier fue guillotinado el 8 de mayo de 1794, cuando tenía 50 años. Joseph Louis Lagrange dijo al día siguiente: «Ha bastado un instante para cortarle la cabeza, pero Francia necesitará un siglo para que aparezca otra que se le pueda comparar»
La conciliación de los intereses colectivos y las disposiciones individuales es la forma en que una política logra una representación a la vez legítima y ordenada y es entonces cuadno se plasma en una Legalidd. Cuando eso sucede es que se ha creado una cultura que — como París — no se hace en un día. Y ese arbitraje lo hace el Estado que siempre es el resultado de choques sangrientos. Si quienes lo crean tienen la perspicacia suficiente, nunca dejan afuera a nadie y su producto es la paz. Si con torpeza lo ignoran, se restablece la lucha política que se apoya en la fuerza, sea del número o de las armas, con lo que, al igual que la Paz, se aleja la Representación.