«si consentimos que hay propiedades y que el criterio de pertenencia es válido y constitucional, no podemos, a la par, pronunciar las consecuencias que se deben de afrontar cuando hacemos uso de las mismas. El ejemplo más claro lo tenemos en la libertad de expresión, la que, al ser sesgada, fenece en el acto, sea cual sea la naturaleza de la restricción, pues, ante esta Ley, no son viables argumentos que justifiquen su reducción y/o anulación. De este modo, señalar que quien está al abrigo de tal fuero debe, conjuntamente, afrontar las derivaciones de su impropiedad o perversión declamativa, no es más que un exabrupto de quien teme oír, escuchar o ver lo desagradable, develándose un ser y un mundo de rara sensibilidad, donde los derechos pueden convertirse en guarradas. O somos libres a plenitud o no lo somos. No hay término medio. El ius no puede estar constreñido. Como en la recomendación de Atenea al perínclito Aquiles en su amargura contra Agamenón: Ea, cesa de disputar, no desenvaines la espada e injúriale de palabra como te parezca.[1] Palmario, el día en que yo te insulte di lo que quieras, mucho menos que estoy menoscabando tus mercedes.» (Paul Laurent, Summa ácrata. Ensayo sobre el individuo, su derecho, su justicia, Nomos & Thesis, Lima, 2da ed., 2009, pp. 148-149)
[1] Homero, La Iliada, Canto I, frag. 206.