Si hasta antes de la pandemia pululaban los entusiastas que vociferaban que el Perú ya no era un país pobre, una vez llegada la misma “descubrimos” que solo 4 de cada 10 personas poseen una cuenta bancaria, que casi la mitad de los hogares no tiene una nevera, que buena parte de la población urbana vive en predios tugurizados y que alrededor de 7 millones de compatriotas carecen de agua potable.

Eso no desmiente la capitalización que ha venido beneficiando al país desde hace tres décadas, simplemente informa que quedó un abanico de temas pendientes. Un campo de liberalización de mercados más afín al legislador ordinario y a las autoridades gubernamentales (en todos los niveles) que al de un constituyente.

Por ende, si nos quedamos bajo el umbral de lo que estableció la Carta de 1993 no se estará entendiendo por qué ese irrefutable crecimiento le sabe a poco a una significativa cantidad de peruanos. Un descontento fácilmente aprovechable por demagogos y populistas que no tienen que hacer mucho esfuerzo para gritar que el progreso alcanzado se guarece entre cartones y bolsas de plástico.

A estas alturas de la historia, no hay nada nuevo bajo el sol. Si la institucionalidad sólo mira a una pequeña porción de la población —la que no es más del 30% de la economía—, de qué nos sorprendemos. Si se habla de desigualdad, ésta es la causa. Así pues, ¿seguimos en los días cuando algunos eran virtuosos mientras que otros no? Obviamente el virtuoso era el ciudadano adscrito a lo oficial, ¿pero qué sucede cuando se tiene al 70% la ciudadanía en la marginalidad?

En la Atenas del siglo VI a.C. la solución de Solón fue proceder a romper el molde tribal que obstaculizaba el paso a un sociedad más abierta, dinámica y competitiva. No pretendió alterar el panorama sin mayor norte que su furia y delirios, sino que vio la necesidad de acompañar las crecientes demandas de sectores excluidos que no por ello dejaban de producir riqueza. Viendo que esa gente vivía del comercio y de la venta de su fuerza laboral, buscó garantizar su existencia empleando el sistema de “tres leyes” que el filósofo escoces David Hume detectó que son afines a toda gran sociedad: la propiedad privada, los contratos y un eficiente sistema de justicia.

¿Algo de esto gozamos? ¿Cuánto nos cuesta hacer valer un contrato ante un juez? ¿Por qué unos tienen el favor de un contrato-ley que hace de su contrato un contrato de verdad —con todas las seguridades del caso— y los demás no? ¿No sería justo que todo acuerdo de voluntades tenga análogo nivel de protección?

A mediados del siglo XVIII Hume tuvo en claro que la receta de Solón era una constante en cada pueblo que apostaba por el bienestar y la riqueza, siendo que ahí donde los ciudadanos son protagonistas de su propio destino —a través del intercambio de bienes y servicios— ninguna ocurrencia constituyente o “refundacional” tiene sentido.

(Publicado en “Contrapoder”, suplemento dominical del diario “Expreso”, Lima, 8 de enero de 2023, p. 8)

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