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¿Qué buscaron defender nuestros “padres fundadores”?

La interrogante es tanto inocente como intencionada. Inocente porque hablar de “padres fundadores” es propio de la historiografía estadounidense antes que de la nuestra. E intencionada porque los resultados no fueron precisamente los mejores luego de la independencia de España. ¿Ese es el motivo por el que preferimos llamar “próceres” a aquellos que en la América del Norte se llamó founding fathers? Desde igual impulso, también hablamos de “precursores”.

Con este último personaje, estamos ante el que precede al que habrá de llegar: el prócer o libertador. Como se decanta, todo queda en una nebulosa promesa personal. En cambio, el “padre fundador” no se va con subterfugios. Para comenzar, se les denomina así porque erigieron la primera república moderna. Y la erigieron para salvaguardar de mejor manera los ya preexistentes derechos y patrimonios de sus conciudadanos. ¿Algo así se dio en la América española?

En una misiva del 10 de septiembre de 1814, Thomas Jefferson le precisaba a Thomas Cooper: «no tenemos pobres (…) La gran mayoría de nuestra población está compuesta por trabajadores (…) La mayor parte de las clases trabajadora posee propiedades, cultiva su propia tierra, tiene familia (…) Los ricos, por su parte, y los acomodados, ni siquiera conocen lo que los europeos llaman lujo. Simplemente disfrutan de más bienes y comodidades que sus proveedores. ¿Puede concebirse condición social más deseable que ésta?»

La deseable condición social a la que Jefferson hacía referencia no fue producto de la ruptura con Inglaterra. Mucho antes de 1776 (año de la Declaración de Independencia) los súbditos del rey inglés de la América del Norte disfrutaban de un elevado nivel de prosperidad, siendo que la causa por la que decidieron tomar las armas estuvo lejos de querer fundar un “mundo mejor”. No, simplemente se rebelaron para conservar el mundo que ya tenían. Únicamente buscaban impedir que el arbitrario accionar del “loco” rey de Jorge III destruya su modo de vida.

Es difícil pensar que nuestros precursores, próceres o libertadores entraron en escena con idéntico objetivo. ¿Qué podían conservar? Por lo mismo, ¿qué es lo que fundaron? ¿Se puede dar vida a repúblicas con inmensas mayorías carentes de propiedad, jurídicamente reprimidas, nulamente capitalizadas y ajenas a los puntuales rigores de quienes fundan su existencia en el respeto a la ley?

Si a lo que hoy es América Latina estos puntos aún están en déficit, lo que hoy son los EE.UU. lo poseen desde mucho antes de ser independientes. Su libertad nunca fue una promesa, fue una realidad duramente forjada por el concurso de generaciones de individuos de diferentes grupos nacionales. Contrario a lo que fue la América española, EE.UU. se formó con la concurrencia de diferentes pueblos. Si en nuestra América sólo los aborígenes y los españoles podían morar legalmente, en América del Norte los ingleses y nativos convivieron —desde mediados del siglo XVII— con alemanes, franceses, neerlandeses, suecos y los propios españoles.

Por lo que se infiere, todo indica que las verdaderas repúblicas están lejos de fundarse por unos cuantos iluminados. No hay lugar para caudillos, que es lo que hemos padecido en abundancia. En esa línea, es palmario que las repúblicas no nacen por decreto. Como las mejoras cosas de la vida, ellas también son hechura de la perseverancia liberal y del tiempo.

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