Desde los años setenta los países del norte de Europa suelen ser mostrados como ejemplos vivos de sociedades prósperas, democráticas y libres. Prósperas, democráticas y libres no a semejanza de la América del Norte y su fascinación por el lucro y la competencia, sino a semejanza de los antiliberales cánones socialdemócratas enemigos de esos factores.

Esa es la imagen que tiene del escenario nórdico de cara al mundo. Acaso como una isla de éxito en medio de tanto fracaso con relación al mismo fin. Claro, ante ese aparente logro pocos repararán que esos países ya eran ricos antes de fundar su estado del bienestar. Y menos se recordará (si es que alguien se enteró) que esa idílica institucionalidad socialdemócrata tuvo serios problemas de sostenibilidad. Puntualmente ese fue el caso de Suecia, que a inicios de la década de 1990 prácticamente quebró.

Como es de prever, la recuperación sueca no fue muy diferente a la del resto de experiencias de naciones que ansían capitalizarse urgentemente. Su “revolución de la libertad de elección” (Valfrihetsrevolution) significó la implementación de severas políticas de austeridad fiscal, de privatizaciones de sus hasta entonces emblemáticos servicios públicos (escuelas, pensiones, telecomunicaciones, transportes, infraestructura, energía y servicio postal), de asociaciones público-privadas y de aperturas de mercados (en el sector salud ello propició la construcción del hospital privado más grande de Europa Occidental).

Todo ello ha hecho que hoy en día en Suecia poder montar un negocio sea mucho más sencillo que cuando imperaba a sus anchas el estado del bienestar, ocupando el puesto 20 de 178 países en el Índice 2014 de la Heritage Foundation y con un ingreso per cápita de U$41 mil.

Cabe anotar que hacia mediados de los años noventa el ambiente de negocios sueco era análogo al griego, siendo que el viraje sólo fue posible aplicando una sólida política de protección de derechos de propiedad (que incluye el resguardo de los contratos), combate contra la corrupción y apertura a los mercados internacionales. En pocas palabras, tuvieron que volver al esquema previo a la instauración del estado del bienestar.

Recordemos, la empresarialidad sueca es de vieja data. La longevidad de muchas de las transnacionales de ese origen nacional así lo demuestra. Según cifras de la OCDE, antes de su experimento socialdemócrata Suecia ocupaba el cuarto lugar en el ingreso per cápita más alto del mundo. Evidentemente, los máximos referentes del denominado “socialismo de mercado” no precisamente gestaron su hazaña desde la miseria.

Ya entre 1890 y 1913 Suecia era una de las naciones de mayor crecimiento económico en el mundo, basando inicialmente sus logros en la exportación de cobre, hierro y madera. Matriz de capitalización que sirvió para financiar su industrialización, la que recién perdería impulso hacia fines de los años sesenta.

El caso danés sólo es diferente porque apostó por reactivar su institucionalidad de mercado en la década de 1980, básicamente empujada desde medianas y pequeñas empresas. Empero, la presencia de numerosas y grandes transnacionales tampoco le era extraña. Mucho menos le es extraña la explotación de recursos naturales, como el petróleo y el gas natural llevada a cabo básicamente por el sector privado. Todo ello sumado a un amplio nivel de libertades económicas (puesto 10 en el Índice de la Heritage Foundation), respeto a la propiedad, facilidad para hacer empresa y flexibilidad para contratar trabajadores que ha desembocado en un ingreso per cápita de U$37 mil. He ahí la cornucopia que (a través de un alto nivel impositivo) hace posible la viabilidad de su fabulosa asistencia social.

Respeto a Noruega, el panorama es aparentemente análogo al de las experiencias de desarrollo anteriores (su renta per cápita es de U$57.300, la cuarta más elevada del planeta). Se respeta el libre comercio (ampliamente promovido en la década de 1980), pero el estado tiene una gran presencia en los denominados servicios públicos y en las regulaciones laborales. Dentro de un espectro de coberturas gubernamentales típicas del estado del bienestar, la educación a todo nivel y la sanidad son gratuitas.

Quizá el dato más curioso y relevante está en la decisión política tomada en los años setenta, cuando se enteraron que su mar poseía una de las mayores reservas petroleras del planeta (actualmente son séptimos en productor de crudo y terceros en exportación, detrás de Rusia y Arabia Saudita): el colocar casi el íntegro de su renta petrolera y también gasífera (de la que es segundo exportador mundial) en un fondo de pensiones futuras (previendo el agotamiento de su “oro negro” en unos 100 años y del gas en 50), que por la envergadura de los yacimientos se erige en el presente como uno de los fondos pensionarios más ricos del mundo: unos U$161 mil por habitante.

Contrario a lo que ocurre en la Venezuela bolivariana o en Nigeria, en Noruega el estado sólo se limita a cobrar el íntegro de la renta petrolera. No interviene en el manejo empresarial, ello a pesar de ser accionista mayoritario en la mundialmente prestigiosa Statoil (opera en 36 países). El directorio es íntegramente privado, permitiendo que otras empresas participen de la exploración y explotación. Así es como medio centenar de empresas gozan de las mismas reglas de juego en ese rubro que deja para el tesoro público cuantiosas ganancias, las que (como noticia Juan Pablo de Santis) en un 96% pasan a ser reinvertidas fuera del país (para que no puedan ser utilizados políticamente), siendo que sólo el 4% queda disponible para financiar el gasto estatal.

Antes de ese suceso, la economía noruega era modesta tanto como políticamente estable y democrática. Empero la II Guerra Mundial le pasó una enorme factura (lo que no sucedió con Suecia, que no fue invadida por los nazis). Ni bien terminó el conflicto, se fundó el estado del bienestar. Y luego de la capitalización petrolera (que representa el 26% de su PBI y el 51% de sus exportaciones) dejó de depender básicamente de la industria pesquera, diversificando su economía hacia el campo de la industria de las nuevas tecnologías. Y siempre bajo la lógica de que la competencia es el mejor mecanismo para obtener lo que más les interesa: recaudar impuestos, que son tan elevados como la generalidad de los países nórdicos (alrededor del 60% de las ganancias de una persona, pudiendo llegar al 70% en algunos casos).

En lo que respecta a Finlandia e Islandia, el panorama no es mayormente diferente. Sus respectivos ingresos per cápita ilustran su situación: U$36 mil para el primer país y U$39 mil para el segundo. Por último, cabe siempre remarcar en cada uno de estos países la búsqueda de la eliminación de la pobreza no fue el eje central de su apuesta asistencialista. Su único objetivo fue el de montar un estado del bienestar que garantice un óptimo de cobertura de necesidades entendidas como “básicas” desde el clásico discurso socialdemócrata europeo.

Frente a la experiencia nórdica, ¿es posible que un país aún pobre como el Perú pueda apostar por esa vía? ¿Realmente la puede copiar?

Por lo pronto, la internacionalización de ciertas empresas peruana está muy lejos de significar el equivalente de las empresas transnacionales nórdicas (ni en el pujante Chile las AFP han logrado equiparárseles). Así pues, involucrarse en esa ruta del bienestar con una participación del 0.6% dentro de la economía mundial es moverse hacia un peligroso espejismo.

Para comenzar, Dinamarca, Finlandia, Islandia, Noruega y Suecia juntas no llegan a tener más de 25 millones de habitantes frente a los 30 millones de Perú. Culturalmente más homogéneos y partícipes de una fuerte tradición de democracia deliberativa (a pesar de haber conocido monarquías paternalmente absolutistas), cuentan a la vez con importantes recursos naturales que ayuda considerablemente a sustentar su elevado nivel de vida. Empero, ¿son esos recursos suficientes por sí mismos para financiar el estado del bienestar que los caracteriza? La interrogante se decanta en la medida que el estamos ante un país (el Perú) que desde el siglo XVI es eminentemente minero.

Quizá la estricta política antimigratoria (a pesar de su baja tasa de natalidad) que caracteriza a estos países (excepto Noruega) delate de por sí los inconvenientes que acompañan a ese modelo de estado. En el caso danés, las leyes migratorias son tan severas que impiden que un extranjero no europeo casado con un natural del país pueda instalarse con facilidad en la patria de este último. Para comenzar (entre otros retos burocráticos), se exige un ingreso mínimo de U$50 mil por año más un depósito de U$10 mil, tanto como “vínculos afectivos con Dinamarca” antes que cualquier otra nación (también se pide casa propia a los casados). Incluso se ofrecen importantes sumas de dinero a los inmigrantes para que abandonen el país.

Este tema no es accidental, lo que delata el lado no precisamente muy liberal del modelo del estado del bienestar. Involucrarse en el comercio libre para que sólo pasen divisas y no personas es mutilar lo más valioso de ese proceso que los griegos denominaban cataláctica (kattalatein). F. A. Hayek recogió ese término porque no se limitaba a asumir el comercio como un mero intercambio, sino que además significaba “admitir en la comunidad”, “cambiar de enemigo a amigo”. Así pues, el comerciar no sólo acarrea un interés material. Por ende, concebir el librecambio desde lo puramente utilitario es no comprender todo lo que el comercio activa consigo. No en vano desde los fisiócratas y Adam Smith el laissez-faire también era un laissez-passer.

En 1968 Garrett Hardin publicará en la revista Science el ensayo La tragedia de los comunes, donde anotará que si se quiere seguir viviendo cómodamente en los estados adscritos al discurso de las asistencia pública y del bienestar gubernamentalmente otorgado, se tenía que evitar todo aumento demográfico, sea tanto por motivos endógenos como exógenos. De otra manera, los recursos escasearían.

En dicho texto el fantasma de Thomas Malthus vuelve a aparecer. Si en el siglo XIX ese fantasma fue usado para poner en tela de juicio el aumento en el consumo de alimentos que el librecambio activó, pasada la segunda mitad del siglo XX ese temor resucitaba para advertir los límites de la sociedad del bienestar desde una pregunta muy sencilla: ¿cómo ligar los privilegios que el estado social brinda a la población en un plano de constante aumento de esa misma población?

Si antaño Malthus profetizaba estadísticamente que los alimentos mundialmente disponibles no serían suficientes para tanta gente (hacia el año 1800 unos mil millones de personas), en la década del sesenta Hardin (con 3.700 millones de habitantes a cuestas) juzgaba que los “derechos sociales” (los “privilegios”, tal como él los llamaba) que el estado del bienestar financia sólo pueden ser aprovechados por una escasa población. Ciertamente la profecía malthusiana ha sido desmentida por los hechos, y exactamente en el mismo tono en que desmintió el inminente colapso del capitalismo vislumbrado por Marx. Pero en el caso de Hardin no sólo se habla de alimentos propensos a escasear, sino de “derechos” que han empujado a los gobiernos a inflar artificialmente sus economías.

El año en el que Hardin hizo público su ensayo el auge de las economías del Asia oriental era más que visible. Ahí el dilema de la igualdad antes que el de la desigualdad no primó. El desarrollo del sudeste asiático se basó en ese esquema. Y gracias a él millones de personas lograron acceder a mejores niveles de vivienda, nutrición, asistencia médica y educación.

Evidentemente, para que esas mejoras se hayan dado los obsequios que suele brindar la naturaleza no bastarán. Ello explica el elevado nivel de impuestos a pagar en los países nórdicos. Por ejemplo, en Suecia las cargas impositivas comenzaron a elevarse cuando los socialdemócratas alcanzaron el poder en 1932. A pesar de ello, aún estaban lejos de convertirse en un serio obstáculo a la empresarialidad. Hasta la década de 1950 el nivel impositivo sueco (de un  9%) fue menor que el de los Estados Unidos y del resto de Europa Occidental (aunque menor era el de Dinamarca, 3%, comparado con el 26% de Alemania y el 14% de los EE.UU.).

Fue a partir la década de 1960 cuando ese panorama cambió, pues se apostó por hacer del estado el gestor de un ambicioso sistemas de seguridad social. Se pasó de una carga tributaria del 28 al 56%. Como directa consecuencia, el estado se erigió en el primer empleador (su gasto público llegó a ser de un 67% del PBI). Obviamente todo ello arrastró una excesiva regulación que desalentó la contratación de personal en el sector privado, una sobrecarga que aún está presente.

A diferencia de otras experiencias asistencialistas, el paternalismo del estado nórdico se limitó a nutrirse de los impuestos recaudados. No se arriesgó a ir más a allá, colectivizando o expropiando. Todo lo contrario, dejó en manos privadas los medios de producción. Esa fue su característica. Mas no por ello pudo eludir los efectos colaterales de esa solución socialdemócrata. Tal es como minó la hasta entonces (años cincuenta) pujante economía industrial sueca.

No hay que forzar mucho la imaginación para intuir que las dependencias de la asistencia social recibieron una sobrecarga de solicitantes de ayuda, incluido el “turismo de prestaciones sociales”. En igual proporción a la baja de la productividad, los impuestos disminuían. Ante ese negativo estímulo la calidad del servicio estatal se afectó. De ese modo, los antes casi inexistentes sectores marginales se hicieron visibles. En el presente, uno de estos sectores (los gitanos o romaní) sufren de una severa discriminación por parte de la ciudadanía y de las autoridades suecas. Una lamentable novedad, pues a diferencia de Dinamarca y de Noruega, en Suecia la xenofobia carecía de relevancia.

Abundando en el tema, el exparlamentario sueco de origen chileno Mauricio Rojas liga el asesinato del primer ministro Olof Palme en 1986 a la propia radicalización socialdemócrata contra el empresariado. Innegablemente, ese crimen preludió los síntomas más visibles de la decadencia del estado del bienestar sueco.

En el caso peruano, ¿cuál sería el margen de acción de un estado altamente recaudador en una sociedad donde un tercio de su población carece de agua potable (donde se incluye mayoritariamente a los pobres, pero también a sectores altos y medio-altos que en ciertas zonas de recreo tienen que adquirir agua potable de la misma forma que lo hacen los pobres porque el monopolio estatal de dicho servicio no los abastece)? ¿Cómo hablar de redistribución de riqueza cuando un tercio de la población no produce y cuando sólo el 16% de los contribuyentes cumple con pagar impuestos?

Aunque la economía peruana se ha expandido y dinamizado, todavía lleva como lastre una serie de características propias de su escaso desarrollo. La protección a la propiedad privada puede haber mejorado, pero sigue muy distante de lo medianamente óptimo (especialmente por la lentitud y corrupción de su sistema de administración de justicia).

Sin duda el éxito de estos últimos veinte años se centra en su apertura de mercados. Pero dentro de esa apertura se tienen obstáculos como el de la rigidez de la legislación laboral que encarece la compra de trabajo y el del excesivo burocratismo que hace que poner un negocio siga siendo complicado. Como habrá de suponerse, esas vallas a la inversión surgieron en su momento (con la dictadura de Velasco) para dar vida a un estado del bienestar que siempre careció de una significativa riqueza acumulada. Ya únicamente lo único acumulado (y en grandes cantidades) fue una inmensa pobreza alentada por una institucionalidad poco o nada afecta al mercado.

(Publicado en Diario Altavoz.pe, primera parte y segunda parte)

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