El área resaltada muestra la ubicación y dirección del alud

El área resaltada muestra la ubicación y dirección del alud

¿Cuánto influyen las tragedias en nuestra forma de ser? Mi abuelito Augusto era un hombre callado, casi sin palabras. De las pocas que hablaba en su breve castellano cultivado en el Callejón de los Conchucos, las expresaba con tristeza. Así es como lo recuerdo. Quizá mucho de esa imagen que conservo de él se deba a lo que le tocó vivir en Yungay el 31 de mayo de 1970. Iba con frecuencia a ese pueblo, tanto a visitar a amigos y acaso familiares. Y en esos trajines estaba cuando lo sorprendió un terremoto de 7.8 grados, y al poco tiempo la descarga de un alud proveniente de las faldas del Huascarán. Junto con otras personas, y con alrededor de ochenta años a cuestas, corrió hacia un cerro mientras el ruido de la avalancha atoraba los espantados tímpanos del que más. 20 mil personas morirían esa tarde. Sólo sobrevivieron trescientos, entre ellos mi abuelito. Como estos, él lo vio todo. Desafortunadamente, le tocó presenciar la desaparición de su compadre, esposa e hijos. Ante sus ojos, la tierra se los tragó. Maltrecho física y anímicamente, durante meses estuvo en condición de “no habido”. A la verdad, desde su juventud tenía por costumbre recorrer a sus anchas la sierra central sin mayor aviso a nadie. Pero por obvias razones, en esta ocasión lo dieron por muerto. Ello hasta el día en el que tocó la puerta de la casa. Comprensiblemente, nunca volvió a ser el de antes. Tal es como lo conocí.

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