En su incomprensiblemente famoso libro ¡Indignez-vous! (2010),[1] el diplomático y ex miembro de la resistencia francesa Stéphane Hessel manifestaba su emocional defensa del estado de bienestar y de los principios insertos en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. Exhibiendo la proclama de un hombre que confesaba estar cerca del final (en ese momento, en sus 93 años de edad), Hessel hizo de su escrito de treinta páginas lo que en la antigua Babilonia ciertos personajes realizaban con ensordecedora destreza y efectividad: ¡gritar!

El resultado, un rotundo éxito editorial. Sin duda el ambiente le era más que propicio. Si en situaciones normales Europa no se entiende sin un sobrecargado nivel de asistencialismo y sobreprotección estatal, es altamente comprensible que los pánicos apocalípticos resurjan ante el mero amago de sacudirse de su onerosa pax socialdemócrata. Así es, el miedo al futuro anula a Cartesius. Para los líderes políticos y la intelligentsia europea, la posibilidad de que el orden propiciado por el estado de bienestar desaparezca equivale a un cataclismo.

Miremos bien el terreno. Teniendo como telón de fondo una región de pasado confesional, asaz atiborrada de escatológicas turbaciones, el panfleto de Hessel no hace más que sacudir el nervio de una sociedad ahora sumida en una severa crisis causada por su propia necesidad de bien-estar. Un bien-estar forjado más allá de las premisas presupuestales y de la responsabilidad económica, y ello porque (a decir de sus defensores) se parte de una filosofía y de una institucionalidad que en su apuesta por el futuro se sustenta en un criterio de humanidad que trasciende lo material.

Adscrita a ese ideario, en 1996 Viviane Forrester publicó un ensayo igualmente estridente desde el título: El horror económico. Las razones que exponía eran exactamente las mismas que las de Hessel. El sentido era idéntico, aunque mucho más elaboradas retóricamente. Lo que resaltaba no eran sus mayores conocimientos sobre la economía, sino su fastidio ante ella: ¿es útil una vida que no le da ganancias a las ganancias?, se preguntaba. Asumo que esa sola interrogante le fue suficiente para que le adjudiquen el Premio Médicis de Ensayo y la traduzcan a casi treinta idiomas.

Sin menos arte que la escritora de oficio Forrester, Hessel irrumpió en la escena intelectual con un opúsculo menos pretensioso literariamente pero análogamente lacrimoso. Empero expondrá un agregado muy particular, casi imposible de superar: su condición de miembro de la resistencia francesa ante los nazis (ostentaba la Legión de Honor) y de ser uno de los redactores de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948.

Incuestionablemente, una biografía azarosa y heroica que hace de Hessel un retrato vivo de lo que fue el siglo XX. Ello es lo que sonoramente reivindicaba, su condición de sobreviviente de un tiempo signado por la demencia totalitaria. Prisionero en los campos de concentración de Buchenwald y de Dora-Mittelbau, el autor de ¡Indignaos! ha exhibido su foja de servicios a la humanidad para advertirle a la misma los peligros que corre si es que abandona los principios que con su puño y letra ayudó a redactar.

He ahí el motivo de su indignación, la que se ha convertido en el evangelio de los opositores a la aplicación de políticas de mercado como remedio al desbalance que diferentes estados europeos tienen con relación a sus ingresos fiscales y a los gastos que realizan para mantener su opulento modus vivendi. En pocas palabras, lo que Hessel reclama es no dejar a la gente a su suerte. Por ello alzó su voz como los otrora desaforados babilonios para invocar a la divinidad que ponga en vereda a los elementos de la naturaleza, exactamente a aquello que desde los fisiócratas se denomina laissez-faire, laissez-passer.

Como se decanta, estamos ante quien le resultaba baladí el amplio abanico de déficits fiscales y endeudamiento público que esa exigencia ha producido en el Viejo Continente y en Norteamérica.

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En un breve ensayo, Peter Sloterdijk juzga que el homo politicus y el homo methapysicus van históricamente juntos: «los buscadores del Estado y los buscadores de Dios son, evolutivamente, gemelos.»[2] No es complicado de advertir que Hessel y los que exigen con él que el modus vivendi europeo no se desmantele encajan en esa dimensión, una dimensión a favor del rey-sacerdote.

Quienes solicitan que los derechos sociales perduren al margen de las circunstancias (en este caso, de las economías) parten de la premisa de una ciudadanía nacida exclusivamente por una invocación política adscrita a un imaginario. Por ende, muy poco importará lo que previamente se requiera para financiar un derecho fraguado de esa manera. Y no sólo “financiar”, sino también “justificar”.

Esa es la complexión del vientre desde donde se gesta cualquiera de las ocurrencias que el legislador de turno logra convertir en ley. Fuera de los adornos formales, que la norma sea hechura de un individuo en particular o de un grupo de personas (sean estas calificadas o no), no borrará su sustrato arbitrario. A lo mucho una gama de pautas procesales podrán atemperar esa arbitrariedad, pero nunca suprimirla del todo.

No obstante lo anotado, Hessel expondrá un argumento no poco desdeñable para justificar lo que un grupo de personas puede establecer. Establecer ya no sólo para una nación, ni siquiera para un continente, sino para todos los habitantes de la tierra y para todas las generaciones (tanto las presentes como las futuras). El argumento que ofrecerá no será otro que el de haber vencido en combate a los nazis y fascistas (los otros socialistas), una amenaza que aún no ha desaparecido. Al fin y al cabo, como buen hegeliano parte de la convicción de que la historia se hace de sucesivos choques. Lo importante (según sus premisas filosóficas) es que el hombre se imponga y construya un mundo a su imagen y semejanza.

Ahí estará el fundamento de su magna pretensión legisladora. Y lo hará recordando que fue el Consejo Nacional de la Resistencia (liderado por el socialista radical francés Jean Moulin, la víctima de mayor relieve del criminal nazi Klaus Barbie) el que propuso un programa de derechos sociales que luego el general Charles de Gaulle aprobó para la Francia que renacerá después del fin de la Segunda Guerra Mundial.

Al respecto, ¿no era acaso el filósofo judío-marxista Walter Benjamin el que decía que la violencia divina es la violencia que gobierna? ¿Habrá sido la lucha contra Hitler un evento de magnitudes equivalentes a la derrota de Moloc por parte de los hijos del dios verdadero? ¿Esa fabulosa gesta que luego los justificaría para gobernar a los hombres?

Para un autoproclamado hegeliano como Hessel esa concepción mística de la violencia no debió de haberle sido ajena, especialmente si el propio recuerdo de Benjamin (amigo de su padre) le venía con la confesión que le hizo personalmente el célebre crítico literario de que intentó traducir al alemán En busca del tiempo perdido de Proust.

En sí mismo, el élan vital del hecho bélico incineraba un ayer tanto como alumbraba un mañana. Ese fue el argumento desde donde Hessel justificará una ley que se eleva por sobre cualquier otra ley ordinaria. En términos prácticos, en el hábitat nacional la convicción de ese mañana mejor diseñado desde esa lex suprema fue lo que hizo que el programa del Consejo Nacional de la Resistencia moldee la democracia gala. La Constitución de la IV República (1946-1958) dio pase a ese programa elucubrado en la clandestinidad, dando vida a un amplio sistema de asistencia médica, de pensiones a jubilados y a incapacitados y la implementación de subvenciones a los desempleados.

A todas luces, la situación de una población duramente castigada por la guerra y el alto nivel de gente adscrita al ideal del estado benefactor tornaba comprensible el auxilio (con Plan Marshall incluido). Paralelamente en la derrotada, destruida y dividida Alemania, el canciller germano-occidental Ludwig Erhard procedería de manera semejante. En respeto a la fuerte tradición religiosa (tanto de católicos como de protestantes) que veía en la asistencia pública un mecanismo de ayuda que contaba con más de medio siglo de existencia y que sólo concluyó con la capitulación nacional-socialista, el liberal Erhard llevó a cabo una radical apertura de mercados y el consiguiente repliegue del estado proteccionista bajo el calculado rótulo de “economía social de mercado”. Por lo menos que las palabras sirvan de consuelo, dado que el estado alemán se hallaba bajo escombros.

Todo hace suponer que si el programa máximo en favor de una “organización racional de la economía” no había sido íntegramente aceptado por los planificadores de la recuperación financiera francesa, el núcleo duro del criterio centralista se trasladaría con suma facilidad al campo del derecho (de las palabras). En ese rubro sería más sencillo preceptuar la idea de que los intereses privados deben de estar subordinados a los intereses generales.

Salvando las distancias entre lo que significa legislar dentro de una democracia local y redactar declaraciones de principios en un documento sólo moralmente exigible para toda la humanidad, los autores (y redactores como Hessel) de la Declaración Universal de Derechos Humanos procedieron a insertar las aspiraciones ya presentes en el texto que los partisanos del difunto Moulin tenían completamente listo desde marzo de 1944 (en plena guerra mundial). Como es de ver, la hegemonía del discurso antimercado dominaba el panorama, y con mayoritarios aplausos. Así, a pesar de lo que se diga, la fuerza de los valores morales era (y es) indiscutible. Siendo que desde ese campo se fraguará para la posteridad una legalidad que activará una noción de ciudadanía más afín a la del súbdito y hasta del siervo que a la del hombre libre.

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Desde la perspectiva del viejo Catón, la ciudadanía que se dibujó luego de la hecatombe sellada en 1945 correspondía a un tipo inferior de república. Inferior porque a diferencia de su Roma republicana la generalidad de naciones suelen fundarse y engrandecerse desde el rigor de decisiones autocráticas: Ahí donde las leyes, magistraturas e instituciones corresponderán más al ingenio de un “solo hombre” (o al de una oligarquía de “notables”) antes que al de muchos.

El orgullo de Catón estaba en que su amada civitas disentía de esa forma de progresar. No requería de ningún Minos, Licurgo o Solón, pues nuestra república no ha sido construida por un solo ingenio, sino por el concurso de muchos; ni se consolidó por una sola edad, sino por el transcurso de bastantes generaciones y bastantes siglos. Por ende, no es posible encontrar un ingenio tan grande que todo lo abarque, siendo que el concurso de todos los varones esclarecidos de una época no conseguiría, en achaques de previsión y prudencia, suplir las lecciones de la experiencia y del tiempo.[3]

El estado de bienestar apuntalado inmediatamente concluida la Segunda Guerra Mundial se erigirá de espaldas a esa visión evolutiva. La república a la que se aspiró fue en directa proporción al tipo de legislador (y legislación) que Catón y los viejos republicanos tenían como impropios a un orbe de ciudadanos libres. Sólo cuando Roma abandone el legado de sus ancestros es que conocerá una libertad diseñada deliberadamente desde el poder, que es lo que en puridad acontecerá con el imperio.

Así, no será para nada accidental que sea la Roma imperial el espejo desde donde el grueso de los príncipes, pensadores y publicistas medievales se inspiren para dar vida a lo que posteriormente será el estado moderno. Un estado hecho a partir de la evocación de lo que el divino Augusto y sus sucesores legaron. Y desde ellos una interminable lista de referentes que remarcarán la convicción de que sin reyes no hay orden ni justicia. A ese discurso la Iglesia le dará su bendición, soslayando a personajes como Calígula y Nerón. Centurias más tarde arribarán los que no mencionen a tipos como Hitler y Stalin.

Los modernos redactores de derechos fundamentales (tanto a nivel nacional como universal) partirán de ese mismo espejo, un espejo roto y empañado que únicamente les permitirá ver la última (y decadente) parte de una larga historia. Los finales cuatro siglos de una existencia total de un poco más de mil doscientos años (de los cuales alrededor de cinco siglos fueron república) serán evocados con el exclusivo fin de rescatar un absolutismo altamente ponderado por el imaginario político-legal desde el siglo XII, cuando se suscitó el reencuentro con los códices justinianeos que acentuaban la fascinación por lo que el rex legislator puede acometer. Unos cánones que no advierten que fuera del ámbito de lo “oficial” hay todo un concierto de pautas y regularidades que notician una sana vitalidad. Innegablemente, la presencia de dos concepciones de derecho altamente diferenciadas: una generada desde lo social para el propio reforzamiento de lo social y la otra proveniente de lo gubernamental para el propio reforzamiento de lo gubernamental. ¿Se mirarán?

Tendrán que hacerlo, pues si una de ellas se basta a sí misma la otra sólo podrá ser posible si es que es costeada por la que se basta a sí misma. Cuando ésta última se ponga ocasionalmente a la defensiva es que brotará el clásico constitucionalismo. Empero será la visión de una legalidad subvencionada por terceros la que de vida a una idea de libertad no precisamente moderna, aunque será entendida como tal. Esa es la libertad que la Declaración Universal de Derechos Humanos reivindicará. Un preclaro monumento imaginario que sin embargo demandará alimento de verdad; y de ser el caso, derramará sangre tan roja como auténtica.

Desde esa libertad se juzgará que si se quiere tener hombres dignos de ser hombres, sus semejantes, su comunidad, su patria, su región y el mundo deberán contribuir a esa elevación. Ello es lo que está inserto en el artículo 22 de aquella Declaración Universal redactada por Hessel a mitad del siglo XX. A pesar de ser solamente un imperativo moral, ello no significa que el anhelo ahí inserto no trascienda. ¿Tal es como Europa vuelve a ser la “vieja cristiandad”? ¿He ahí el sustrato de la proclamada “indignación” de los habitantes del “primer mundo”? ¿Esa “indignación” que se activa ante la imposibilidad de que los derechos delineados por los partisanos del revolucionario Moulin sean negados por la cruda realidad de un presupuesto nacional desfinanciado por el exceso de derechos?

Advirtamos un detalle: los revolucionarios como Moulin (y Hessel) tomaron su Kremlin imaginario y llevaron a cabo su gesta de “octubre de 1917” enfrentando al fascismo y al nacionalsocialismo. Son años de extremismos. Si la izquierda radical consideraba que la salida era socialismo o barbarie (barbarie que se daba en Alemania y sus anexos), la derecha radical no tenía más que mostrar la barbarie stalinista y los sangrientos intentos sediciosos que los internacionalizados bolcheviques ya habían llevado a cabo en innumerables ocasiones. Entre ambos practicaron el viejo arte de echar más leña al fuego, un fuego encendido y alimentado por su mutuo frenesí ideológico.

Si colegimos que la virulencia política de los años 20 y 30 privilegiaba las soluciones radicales y totalitarias, nos encontraremos con un universo de gente dividida entre dos bandos predominantes muy a pesar de que estos a su vez muestren sus respectivas subdivisiones. En un espectro consolidado, lo común fue encontrar a comunistas-socialistas-progresistas por un lado y nazi-fascistas-conservadores por el otro. Los demo-liberales en sus diferentes versiones habían sido expectorados del escenario o simplemente conminados a escoger entre los totalitarismos hegemónicos.

Vistas así las cosas, la resistencia francesa fue una extensión de la toma del poder por los bolcheviques en Rusia. Como los hombres de Lenin, eran pocos pero activos. Ciertamente no pudieron hacerse con el poder real. Recordemos, era la época de los “frentes populares” y de las alianzas con los “enemigos de clase”. Así pues, se conformaban con hacerse del poder espiritual e inmolarse por la humanidad. Durante la ocupación nazi lo demostrarían. La enorme cantidad de comunistas apresados, torturados y fusilados marcará una mayúscula impronta. Nadie como ellos para saber a ciencia cierta del peso y del valor de los gestos y de las ideas.

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Cuestión de opinión pública: Hessel reclamaba que los valores que su generación impuso en combate corren el riesgo de desaparecer. Si durante la tercera gran crisis del estado de bienestar de los noventa (la primera fue en los treinta y la segunda en los setenta) la señora Forrester denunciaba que impera una atmósfera totalitaria y aterradora, Hessel le agregará a esa acusación el argumento de que esa nueva amenaza totalitaria es el equivalente al totalitarismo nazi-fascista. Es decir, para el padre de los “indignados” los límites presupuestales a un estado despilfarrador y delirantemente promotor de “derechos fundamentales” a diestra y siniestra son análogos al paso de ganso, al saludo hitleriano y a las camisas pardas. Por lo mismo, ¿debemos asumir que para él y para sus lectores libros como La riqueza de las naciones de Adam Smith, La acción humana de Ludwig von Mises y las obras de divulgación económica de Milton Friedman son equivalentes a Mi lucha de Adolph Hitler?

Partiendo de esas bases, es por demás comprensible que la toma de calles, plazas y parques por parte de los “indignados” (manifestantes “antisistema” inspirados por Hessel) en las principales ciudades del “primer mundo” entre el 2011 y el 2012 haya estado llena de exabruptos de todo tipo. La variedad de razones y sinrazones para secuestrar para sí los espacios públicos y algunos privados viajaron por casi todo el espectro de las justificaciones. Místicos, revolucionarios, anarquistas, ecologistas, los infaltables antisociales de siempre y una inmensa variedad de pintorescos personajes anularon sus profundas diferencias para coincidir en un enemigo común: el capitalismo.

Curioso. Si en el presente los “indignados” pertenecen al panorama urbano (es más, no los podemos entender fuera de él), en la Antigüedad esos personajes estaban muy lejos de pertenecer a la ciudad. Ello en términos económicos significaba que no formaban parte activa del esquema de los mercados, que estaban fuera del comercio. ¿Todo lo contrario a los “indignados” de hoy, quienes rehúyen al caos de los negocios optando por “salidas políticas” a sus problemas de cotidiana existencia? Obviamente esas huidas de la realidad no las terminaban pagando los dioses.

Si en tiempos del imperio romano la divinidad acompañaba a los mortales césares, ello no significaba que el estado sufragaba por propia cuenta los gastos de los ciudadanos nacidos a su amparo (ciudadanos estatales). Como siempre ha ocurrido, serán los carentes del privilegio de ser parte de esa discutida civitas romanorum los que honren la factura de los lujos y goces de los auténticamente “inviolables”. ¿He aquí la variante occidental del premoderno sistema de castas?

Esto es relevante. La ciudadanía que se reclama hoy (formalmente desde la Declaración Universal de Derecho Humanos) es una ciudadanía diseñada desde el imaginario señorial y principesco de los estados antes que desde lo propiamente urbano. Ello no es un detalle baladí ni ninguna exquisitez intelectual. El urbanita de nuestros tiempos es un personaje adscrito a las políticas públicas del estado benefactor. Unas políticas altamente efectivas para corromper la lógica más elemental y el propio sentido común (si es que aún existe). Y esto último como hazaña sólo achacable a ese aparato que ha forjado pequeños déspotas que en el entorno familiar no están preparados para aceptar un no hay ni un no se puede. En ese sentido, se ha parido un tipo de individuo muy distante del tipo de ciudadanos que iba anexa a la civitas romana que tanto impactó en la baja edad media y en el renacimiento. Imposible comprender la dinámica urbana del siglo XV sin ese factor, que terminó ofreciendo una seria alternativa política frente al dominium que reclamaban para sí la Iglesia y el emperador. Verdad: en medio de la pugna entre los portadores de la espada espiritual (del papa) y la espada terrenal (de los príncipes), las ciudades bajomedievales se alzaron desde su singularísimo discurrir y vitalidad como una alternativa nada despreciable. Tanto así que terminaron siendo el botín preferido de los dos viejos rivales. El máximo anhelo de ambos contrincantes era fagocitarse a aquellos prósperos emporios comerciales y convertir en súbditos a sus independientes habitantes, que es lo que al fin de cuentas hicieron las monarquías europeas cuando el poder de la Iglesia se apagó.

El industrialismo tempranamente activado en las pequeñas ciudades-repúblicas renacentistas que revolucionó las finanzas, las ciencias y las artes propició un discurso y unos valores acordes con esa urbanidad. Un orden de mercaderes que no requirió más ayuda que lo que la (a su entender) buena ventura y la gracia divina pudieran darle. Puntualmente, gente que no necesitó de la caridad de príncipes benefactores, pues tempranamente estructuraron y condujeron una república capaz de cumplir con los requerimientos de su fe cristiana. Una fe que no era ningún adorno, sino un motor de constante expiación de culpas que se pagaban sufragando al hacer el bien a los pobres y enfermos.

Las diferencias saltan a la vista. Lo que las ciudades comerciales e industriales como Brujas, Amberes, Lieja, Venecia, Milán y Florencia promovieron desde su prosperidad, fue una noción de ciudadanía radicalmente antagónica a lo que desde el poder de un monarca o emperador (el estado) se pudo concebir. Y esto último no es muy complicado de colegir, dado que los príncipes estaban más que acostumbrados a someter que a ser sometidos. No en vano durante centurias habían sido educados para mandar, por lo que sus víctimas predilectas eran los siervos y campesinos. A ellos se solían dirigir, siendo que cuando pretendían imponer su espada sobre hombres libres de todo yugo corrían el riesgo de ser conminados a respetar unos derechos y unas leyes ajenas a sus regias investiduras. Exactamente lo que le aconteció al rey Juan de Inglaterra en 1215, cuando un puñado de magnates lo forzaron a firmar una Charta Magna que siglos después inspirará a los colonos ingleses de América del Norte.

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Se puede desaprender a pensar, escribía Forrester ante el proceso de apertura de mercados de la última década del siglo XX. Enfadada, arremetía contra el liberalismo económico que se proponía como remedio frente al colapso del “socialismo real” de Europa oriental y del socialismo por “pequeñas dosis” (muchas “pequeñas dosis”) de Europa occidental. La en su momento aplaudida Forrester y compañía (incluido Hessel) nunca lamentaron con el mismo énfasis y publicidad el gulag soviético ni mucho menos el parasitismo que el estado de bienestar incubó. ¿Por lo menos intuyeron que todo ese orbe que se derrumbaba luego de décadas de seguir los dictados de los ocurrentes manuales de economía marxista y de las líricas declaraciones de derechos no fue también parte de un desaprendizaje?

A fines del siglo XIX Friedrich Nietzsche acusaba la inversión de todos los valores. Especialmente los valores de un específico grupo de personas; técnicamente, de una oligarquía. Indubitablemente se refería al desplazamiento de los valores demo-liberales por parte de un credo abiertamente antagónico a los mismos: el socialismo, el discurso de los resentidos, el programa de los que juzgan que no disfrutan lo que merecen.

Ello es a lo que llamará la “rebelión de los esclavos”, unos esclavos a los que un puñado de ilustrados les obsequiará unas arengas (o gritos) que no tardarán en convertirse en valores. ¿Los otrora siervos y campesinos allende los muros de la ciudad? Por ello Nietzsche apostó por el nihilismo. Ya suficiente se tenía con soportar unos cánones lo suficientemente justificados para limitar a su Zaratustra (el que pisa cabezas) como para ahora tener que regirse por un igualitarismo que niega de plano todo viso de diferenciación… ¿Donde acaso todos se podrán sentir zaratustras?

Los “falsos valores” y las “palabras ilusas” eran para el pensador alemán los peores monstruos para los mortales, ello lo decía justamente en Así habló Zaratustra. Un libro para todos y para nadie. ¿Ese tipo de monstruos que comenzaban a crear los “social progresistas” de las primeras horas?

Una alegoría para resaltar. Hastiado a su manera del convulso escenario que le tocó presenciar (las guerras de religión, el fin del Renacimiento y el colapso del mundo urbano bajomedieval), Thomas Hobbes invocó la presencia de un monstruo bíblico para poner fin a tanto desorden: el Leviathan. Ello en el siglo XVII, una centuria igualmente revolucionaria, de mentes agitadas y rupturas sociales como la que le tocaría participar a Hessel trescientos años después.

Lo que Hobbes reclamará para apaciguar las aguas de una “cristiandad” resquebrajada en sus cimientos será precisamente aquello que destruyó la civilización urbana que tantos réditos le brindó a los que la gozaron. Eso fue lo que las monarquías absolutistas lograron. Si su primera hazaña fue derrotar al papado, su segundo logro fue tomar para sí la mayor cantidad de poder posible. En esas miras por capturar para su provecho todas las magistraturas existentes y lo mejor de lo que la “cristiandad” había producido, es como el estado se hace moderno.

La premisa será que nada quede fuera de la sombra del rey y de su corte, que ninguna república respire al margen de su novísima “república”. Es el momento en el que la autonomía de las ciudades gestadas durante la baja edad media llega a su fin. El viejo anhelo de los emperadores germanos de someter a los afrentosos residentes de las villas y urbes que durante centurias se les opusieron se cumplía definitivamente. Es el instante de la antirrepublicana y xenofóbica conjunción entre el estado y la nación.

Esto último es relevante, la sociedad que sustituyó a la precedente fue la del esquema señorial y burocrático que rápidamente instalaron las diferentes casas reales europeas que desde su celo centralizador liquidaron un concierto internacional altamente integrado. A fin de cuentas las ciudades-repúblicas no practicaban la autarquía, sino el comercio a gran intensidad. Así el tráfico de mercancías y de inversiones (con inversionistas incluidos) respondía a una dinámica que el recién estrenado patriotismo monárquico (con su religión oficial a cuestas) no estaba dispuesto a tolerar. En reemplazo de esa propuesta globalizadora medieval y renacentista, el estado-nación convirtió el disperso universo de privilegios que las ciudades daban a sus favoritos en una torpe constante: el mercantilismo.

Si hasta no hace mucho la competencia internacional paliaba grandemente las excesivas regulaciones y barreras impositivas que las repúblicas urbanas solían establecer internamente, con el afianzamiento de una Europa de estados-nacionales se anuló la posibilidad de eludir las vallas que ahora los reinos independientes de la Iglesia y del imperio imponían en sus amplias jurisdicciones. Así es como el monstruo bíblico reclamado por Hobbes se hace realidad.

Ese es el de los peores monstruos para los mortales del que hablará Nietzsche, y lo será porque no será ninguna fantasía. Como realidad que era, había comenzado por monopolizar la judicatura, la educación, la emisión de moneda, a prescindir del permiso de los estamentos para imponer tributos, a forzar a comunicarse en una sola lengua, entre otras ingeniosidades. En suma, se habían convertido en la representación viva de la justicia, la socialización y el derecho. Tal es como el mundo de los funcionarios se anteponía al de los ciudadanos-comerciantes. La imposición de un orden que preceptúa que las ganancias no deben de ser exclusivamente privadas, pues hay un interés mayor que salvaguardar. ¿Y ello porque si se deja que las ganancias se concentren en los particulares se tendrá un escenario semejante al que describe Hessel, donde los propietarios con sus egoísmos verán todo asomo de justicia (la revolución bolchevique) como una amenaza? A su entender, ello es lo que causó el fascismo.

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¿El pánico a ser despojados de sus inmensas riquezas es lo que empujó a los potentados de Europa (y del mundo) a los brazos de Hitler, Mussolini y a sus pequeños ecos? Hessel simplifica el drama humano de esa forma. Si Stalin no era precisamente un imán para atraer grandes inversiones e inversionistas, mucho menos lo será para atraer a la gente común y corriente. ¿Qué pasó con los magnates de la banca, de las finanzas y de la industria zarista previa a la revolución de 1917? ¿Acaso no le sucedió lo mismo que al mediano y al pequeño negociante, incluidos los mujiks? Ya en vida de Lenin, fueron espantados por medio de expropiaciones, prohibiciones y crímenes.

No fue necesario esperar al arribo de Stalin y sus purgas de 1936-1938 para que millones de personas sientan la necesidad de arrimarse a la sombra de un mejor árbol, pues desde la toma del poder por los bolcheviques el país vivió en una perenne razia. De uno a dos millones de emigrados se estima la diáspora que provocó la caída del régimen zarista. Los cálculos van de 1917 a 1922, año en el que se cierran definitivamente las fronteras. Es decir, estamos ante un nutrido número de “indignados” que optan por escapar de su patria porque asumen que no tendrán la más mínima posibilidad de hacer sentir su protesta. Detrás de ellos quedarán muchos más, muchísimos que sólo podrán ser libres de manifestarse en contra del régimen en la intimidad de sus espíritus.

¿Cuánta vitalidad fue secuestrada y asesinada por el totalitarismo comunista?

Según la maniquea premisa de Hessel (que es exactamente la misma que siempre manejó el comunismo militante), debe entenderse que los que no se afiliaron a los ideales “igualitarios” lo hacían por su predilección al fascismo. Desde esa lógica, es de colegir que los cientos de miles o el par de millones de rusos que lograron salir de su país eran potencialmente fascistas. ¿Lo serían también el grueso número de sus compatriotas que se quedaron dentro de la entonces U.R.S.S. contra su voluntad?

No se repara que el frenesí de los años inmediatamente posteriores al fin de la Primera Guerra Mundial y de la Revolución Rusa fueron cualquier cosa menos una confirmación de los ideales demo-liberales y del comercio libre que caracterizaron a buena parte del siglo XIX. El orden donde los capitales fluían sin mayor estorbo había desaparecido. Y su desaparición comenzó con el abandonó del patrón oro como factor internacional de convertibilidad monetaria a partir de las urgencias bélicas de los estados. Estos últimos fueron los que decidieron imprimir el dinero necesario para financiar su existencia. Alquimia pura. El control de precios y la regulación de la economía de la gente por parte del gobierno entraron a tallar. Desde entonces las palabras inflación y crisis financiera serán expresiones del lenguaje cotidiano.

Para tener en cuenta: emulando a Atila, Lenin juzgaba (y juzgaba bien) que para destruir el “sistema burgués” bastaba con corromper su dorada moneda: «cuando triunfemos en escala mundial —escribía en noviembre de 1921—, construiremos evacuatorios públicos de oro en las calles de algunas de las más importantes ciudades del mundo. Este sería el empleo del oro más “equitativo”, gráfico e instructivo para las generaciones que no han olvidado que, a causa del oro, fueron sacrificados diez millones de hombres y mutilados treinta millones en la “gran guerra liberadora” de 1914-1918».[4]

Animó a que se ponga término al comercio internacional. Hayek dirá en 1944 (en Camino de servidumbre) que ese fue un error que habría de pagarse muy caro. Tal es como la civilización del laissez-faire, laissez-passer, lejano eco de la vieja civilización de las ciudades comerciales bajomedievales y renacentistas, fue oficialmente liquidada en julio de 1914. Se cierran los mercados laborales extranjeros para privilegiar el local. La globalidad se hace provincia. La idea era no proseguir con la “inhumana competencia”. El resultado fue que los sueldos se depreciaron. Así es como los actores principales de ese escenario (los capitalistas) fueron privados de seguir dando rienda suelta a su talento creativo. Si hasta no hacía mucho eran los impulsores del progreso y del bienestar, de pronto pasaron a ser los directos culpables de la miseria y la desigualdad. ¿Qué había sucedido?

Los “falsos valores” y las “palabras ilusas” advertidas por Nietzsche hicieron el prodigio. Un insospechado autor como Eric Hobsbawm (insospechado de liberal, ya que siempre se definió como marxista) resaltó el optimismo que había en los países desarrollados de Europa antes del inicio de la Gran Guerra, y lo resaltó anotando la siguiente paradoja: «ese optimismo incluía no sólo a quienes creían en el futuro del capitalismo, sino también a aquellos que aspiraban a hacerlo desaparecer.»[5]

Ciertamente eran días revolucionarios, días en que se repudiaba la ganancia y la riqueza, cuando se la despreciaba y despreciándola se alentaba reinventar el mundo al margen de ella. Mas si esa era la premisa, entonces ¿cómo se habrá de financiar el nuevo orbe?

En Mi lucha Hitler no entró en rodeos, pues habló de “espacios vitales” a conquistar y de pueblos a esclavizar. Se descontaba que los empresarios y propietarios de todo nivel deberían someterse al rigor de un Leviathan pangermano. No en vano siempre el nacional-socialismo se reclamó como el verdadero socialismo, el socialismo de los “arios”. En el campo del otro “verdadero socialismo” (el de los “proletarios”), Lenin y Stalin apuntalaron un Leviathan análogamente negado para soportar el menor asomo de autonomía empresarial y civil. En consecuencia, ¿la manera soviética de agenciarse recursos debía de ser diferente a la de Tercer Reich?

La virtud de paliar el hambre deglutiendo aire aún no ha sido comprobada por ningún estudio científico. Las sucesivas hambrunas que padecieron los rusos en los años 20 y 30 del siglo XX también fueron una muestra fehaciente de que sin comercio exterior no será posible que un país se capitalice para que a la vez sus ciudadanos adquieran (sea a nivel local como en el mercado internacional) alimentos, bienes y servicios. Sólo de ese modo se sostiene una nación.

Si Alemania no llegó a esos extremos es que (a pesar de la severa crisis) nunca dejó de ser una potencia industrial, por lo que la viabilidad de vivir bajo un rígido sistema burocrático y controlista (aplaudido por J. M. Keynes), antes que bajo el propiamente empresarial y capitalista, pudo extenderse en el tiempo. Empero, ese tiempo sólo se alargará en la medida en que los recursos disponibles lo permitan. En esa línea, la demanda geopolítica nazi de un lebensraum (espacio vital) correspondía a la necesidad de obtener insumos para el país. El raciocinio era simple: si los alemanes ya habían absorbido para sí la riqueza generada internamente, entonces tenían necesariamente que apuntar a los territorios allende sus fronteras. Les sería imposible evitarlo. Si no produces lo que necesitas sólo tienes dos alternativas: comprarlo o robarlo. La primera opción es la que activó el sistema de libre concurrencia que había sido anulado con la Gran Guerra; la segunda la que los nazis y bolcheviques aplicarán. Los nazis esclavizando las “razas inferiores” y acometiendo guerras de conquistas y los comunistas rusos haciendo trabajar a sus “proletarios” como esclavos y apresando y hasta liquidando físicamente a los que se resistían a ser “proletarios”, siendo que carecían de la capacidad logística para conquistar su lebensraum. La U.R.S.S. tendrá que esperar al fin del conflicto para proceder como los arios, aprovechando la capacidad logística que los estadounidenses les obsequiaron para enfrentar a sus antiguos aliados nacional-socialistas. Sobre esa base es que erigirán la lúgubre “cortina de hierro” sobre Europa Oriental.

Esas eran las alternativas que se alzaron sobre los escombros del liberalismo decimonónico. Mirando ese escenario (reforzado por la crisis de 1929), Keynes concebiría que las tesis insertas en su Teoría general del empleo, el interés y el dinero eran mucho más sencillas de aplicar dentro de las condiciones que el estado totalitario brindaba. Ello lo expresó en el prefacio a la edición alemana de septiembre de 1936. Obviamente el corporativismo germano y la política de emergencia nazi eran la cara visible (la más “simpática”, por cierto) de una realidad que la propaganda del Tercer Reich buscaba ocultar, una situación análoga a la que acontecía en la U.R.S.S. Es decir, ¿desde la lógica de Keynes también Stalin estaba en condiciones de valerse de sus premisas? ¿O ya lo hacían?

Ello en dictaduras totalitarias, ¿mas en las democracias ex liberales esa noción de repudio a la riqueza tuvo el mismo bárbaro y criminal efecto?

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En contraste con la economía que caracterizó a casi todo el siglo XX, la que se activó a fines de esa misma centuria respondió a un serio intento de resolver (pero no tanto liquidar) una forma de entender el progreso y el bienestar de la gente que era directa heredera de los estados totalitarios. Al fin y al cabo dichos sistemas no pretendían otra cosa que imponer radicalmente lo que el lento parlamentarismo democrático fue desgranando desde su tímida legislación social: el asistencialismo, la beneficencia, el bien-estar.

Superada “la solución totalitaria” que tanto le acomodaba a la reivindicación pro “pleno empleo” (como óptimo a alcanzar) de Keynes, ese programa máximo de nazis y bolcheviques fue proseguido por las democracias vencedoras. Sí, proseguido porque lo venían llevando a cabo desde fines de la segunda mitad del siglo XIX. Sólo es cuestión de recordar que fue el canciller Bismarck el que lo ejecutó inicialmente bajo el criterio de que las clases bajas eran más monárquicas que las clases medias. Las políticas de bienestar social de los Hohenzöllern se dieron a partir de esa premisa. No era de extrañar, socialismo y monarquía siempre sintonizaron sin esfuerzo. Ya únicamente había que ponerle la perorata.

Ya entrada la centuria siguiente, el Partido Laborista inglés se fundará en 1900 enarbolando esas banderas. Primero a través de sus parlamentarios, y luego cuando alcanzó el gobierno en 1924, aplicó el discurso de la política social hasta donde le fue democráticamente posible. Por obvias razones la Segunda República española jugó a no tener límites a partir del año de su alumbramiento (1931), y desde ese juego no sólo se destruyó al sistema político sino también al país. No olvidemos que Franco siempre sostuvo que se había ganado la guerra al comunismo, no a la república. Igualmente el estadounidense New Deal (1933-1938) de Franklin D. Roosevelt (emulando con creces a su tío Theodore, campeón de las medidas antitrust, antiferrocarril y antiempresas privadas de servicios públicos) se ciñó a dicha pauta, siendo que esa era su respuesta tanto a la crisis de 1929 como a la propia exigencia revolucionaria del momento.

Con mayor tradición socialista que los países antes citados, Francia no tenía por qué ser distinta. El efímero régimen del Frente Popular (1936-1937) marchaba como directa evocación del republicanismo de las comunas que tanto fascinó a Karl Marx (tanto en 1848 como en 1871) y al progresismo de izquierdas.

La diferencia que cada una de las democracias antes citadas tenían con los regímenes totalitarios es que aplicaron sus respectivos programas de políticas sociales desde la congénita y peligrosa flexibilidad de la democracia deliberativa, del sistema de elecciones, de las reglas del gobierno representativo y desde la formalidad de un estado de derecho que prontamente se afectará por esa misma implementación. Innegablemente era una manera de encarar a las dictaduras europeas y decirles que en “democracia” también era posible hacer primar la justicia y la igualdad. Y lo hacían sacando de la manga el argumento de “extrema necesidad”, el único recurso que la legalidad occidental brindaba para resolver problemas excepcionales.

Hasta 1914 la guerra y los desastres naturales muy bien encajaban en este tipo normativo, luego de ese año los pretextos se sumarán alegremente. No en balde en 1922 Carl Schmitt precisó que el soberano es el que decide el estado de excepción.

¿El ya líder del partido nacional-socialista tuvo ocasión de leer en ese momento la salida jurídica que años más tarde le permitirá hacerse del poder absoluto sin violar la Constitución de Weimar? Desde esa carta fundamental se dio la Ley para aliviar las penurias del pueblo y del Reich, la tristemente célebre “ley habilitante” de 1933 que hizo de Hitler en persona un poder constituyente permanente.

Contrariamente a la época precedente, la libertad y todo lo que le atañía (como el estado de derecho y la independencia de poderes) abandonaba su primacía sobre cualquier exigencia moral. Ahora se subordinaba a las mismas. Se cumplía el sueño hobbesiano de un Leviathan al fin hecho realidad, incluso hecho realidad ahí donde la tradición, la cultura y la propia legalidad siempre se mostraron reacias a su encumbramiento. Comprensiblemente, allí donde esas barreras no existían o eran demasiado febles ese monstruo se impondrá con más severidad. Así es, la instauración del estado de bienestar significó el desplazamiento del gobierno limitado de Locke por parte del gobierno sin límites de Hobbes.

Este será el piso desde donde los espiritualismos antiindividualistas nacional-socialista y comunista-soviético propondrán sus respectivos “hombres nuevos”. Exactamente el mismo piso desde donde Hessel reclamará que los “derechos ciudadanos” no sean suprimidos. Y lo hará básicamente en compañía de generaciones de personas que nacieron después de él y que crecieron y fueron educadas bajo el signo de una idea de libertad adscrita a las proezas liberadoras (la mención es Herbert Marcuse) de Fidel Castro, el “Che” Guevara y las guerrillas.

¿Qué tipo de ciudadanía es la que se solicitará al amparo de esas esfinges? Hoy en día el Viejo Continente no comprende que pueda existir un estado diferente al estado de bienestar. Bajo este tenor, ¿se puede entender la creación de la Unión Europea (1993) como resultado de esa añeja aversión de ir por la vida sin un pastor a cuestas? ¿Un pastor que aleje a su grey de los males del mundo?

A decir de John Laughland (en La fuente impura. Los orígenes antidemocráticos de la idea europeísta), la Unión Europea parte de una idea de integración originalmente planteada por los nazis y sus colaboradores en aras de dar vida a un orden directamente afín a las ideas económicas autárquicas de Friedrich List antes que a las liberales de Adam Smith. ¿Un continente puesto en sempiterna cuarentena, para no contaminarse de las rarezas externas?

Según Laughland, la Unión Europea responde en sus cimientos a un anhelo tanto políticamente autoritario como económicamente antimercado. No responde al esquema de apertura e internacionalización que a primera vista pudiera hacer creer. ¿Y ello acontece porque apunta a convertirse en un mero estado o en un complejo estado de bienestar? Sin duda, la segunda opción es la que encarna mejor la aspiración de quienes juzgan que los gobiernos deben explorar al máximo su congénito celo tuitivo y paritario.

La Declaración Universal de Derecho Humanos consagra esa exigencia, alzándose como un imperativo moral al que ninguna nación del planeta deberá de sustraerse. Un documento que no se limita a reivindicar libertades individuales por el simple hecho de que su universalidad no era un accidente, sino un acto absolutamente deliberado. De otro modo se hubieran denominado derechos internacionales, replicando los requerimientos estadounidenses y británicos. Empero, René Cassin (redactor principal de la referida declaración) hizo valer su criterio, para aplauso de Hessel. Y ello porque plegarse al particularismo anglosajón era mirar a etapas “ya superadas”; es decir, los días cuando los derechos individuales animaban desde su patrimonialidad el comercio libre y global que la Primera Guerra Mundial sepultó.

La visión de Cassin era análoga a la de su compatriota León Duguit (seguidor de Comte), para quien la evolución jurídica «se caracteriza por la substitución constante y progresiva de un sistema de orden metafísico e individualista, por un sistema jurídico de orden realista y socialista.»[6] Como Duguit, Cassin no cree en la propiedad privada. Concibe que esa propiedad-derecho está supeditada al conjunto de la sociedad, por lo que le correspondería cumplir un objetivo directamente social (es decir, gubernamental). Así es como propone el concepto de propiedad-función, que sólo un ente externo a su singular titular podrá direccionar hacia el fin que le corresponde: el estado, pues de otro modo devendría en un proceder antisocial.

Ese es el tenor de los catalogados por Cassin derechos-obligaciones, que no son otros que los derechos económicos, sociales y culturales con los que el moderno Leviathan garantiza su preponderancia sobre los elementos. Esa legalidad que en su pretensión liberadora hará posible que se planteen “derechos acreencia”, tal como imaginativamente Georges Burdeau (el mismo que justificó las disposiciones antisemitas del régimen pronazi de Vichy) rotuló.[7] Exactamente esa “deuda por cobrar” que oprime a los “indignados” de Hessel hasta hacerlos gritar.

Ya sólo dependerá del poder político apagar las voces de sus ciudadanos, sus ciudadanos estatales. Y lo hará estrujando a los otros, a los ciudadanos del mercado, esos que no se indignan porque no tienen tiempo para relajarse en calles, plazas y parques. Claramente, para ellos el tiempo es oro. Ocupadísimos en producir a su propia cuenta y riesgo, concentran sus energías en atender sus propios asuntos, que no son los mismos que los de los burócratas y políticos.

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Ante todo lo expresado, la interrogante que se decanta sin esfuerzo es la siguiente: ¿qué es lo más importante: el estado o la gente?

Si consideramos que la moderna premisa del “bueno gobierno” es no dejar que la economía marche por sí sola, entonces entenderemos que la modernidad que se acusa es muy vieja. Y si es de antigua data es comprensible que el procedimiento para relacionarse con el pueblo es igualmente anacrónico. Aunque es de resaltar que ningún príncipe del antiguo régimen estaba en condiciones técnicas de entrometerse en el día a día de sus súbditos. ¿Quizá por ello lo de “moderno”?

Podemos asumir que el rótulo se debe a ese factor. Otro elemento que a lo mejor justifique su diferenciación con el oprobioso ayer es la preeminencia del endeudamiento antes que la preeminencia de la creación de riqueza o el despojo de la misma, pues sin deuda pública el estado de bienestar de postguerra no se entiende.

Pero para ello hubieron de llevarse a cabo drásticas reformas monetarias para sincerar (aunque no del todo) las distorsiones que la manipulación política generó cuando anuló el patrón oro y para permitir a su vez que la denostada lógica del libre juego de la oferta y la demanda reaparezca altamente mediatizada luego de tres décadas de ausencia. Como lo rememoró Walter Laqueur con respecto a la Alemania de postguerra: «La reforma [económica] puso en movimiento grandes energías.» Fue el momento de mayor espectacularidad en su historia. El Wirtschaftswunder (“milagro económico”) nació por esa circunstancia. Para mediados de los años sesenta la mano de obra local no era suficiente, por lo que cientos de miles de trabajadores italianos, españoles, griegos, turcos y yugoslavos (entre otros) tuvieron que ser contratados «para mantener el ritmo expansivo de la economía germana.»[8]

Mas ese impulso postbélico no durará mucho. Sólo se dio pase a un comercio “casi libre” (comparado con el “bastante libre” del siglo XIX) para permitir que se respire el suficiente aire fresco y se llenen las arcas del tesoro público, para luego proceder a cerrarlo paulatinamente ya no al estilo de las dictaduras totalitarias, sino al estilo de las democracias totalitarias.

Como se lee. Si los “gobiernos libres” adscritos al programa del bien-estar habían derrotado en el campo de batalla a los fieros sistemas represivos que se ufanaban de ser más directos y efectivos en la concretización de ese objetivo, entonces procederían en consecuencia: ejecutarían el ideario asistencialista “democráticamente”.

¿Ello significó la implementación de políticas de bien-estar por medio de vías pacíficas? ¿Se proscribía del todo el afán depredador del Leviathan? Ya capitalizados con algunos años de aperturas al estilo laissezfaire, pero sin el patrón oro a cuestas, Occidente poco a poco se fue apartando de esa senda. Se dio pase a una retórica y a una acción completamente contraria a la que coadyuvó a la recuperación anímica y material del Viejo Continente, involucrándose en una visión utilitarista del crecimiento a través del mercado, las políticas monetarias y el saneamiento fiscal. Sólo se las aceptaría como una medida para financiar situaciones complicadas y no para financiar una existencia de bienestar a partir del librecambio, sino del bienestar a partir del estado.

Evidentemente, el efecto no deseado de las políticas sociales es que terminan dándole a los gobiernos más poder a costa de las libertades de la gente. Gente que a la vez se torna en dependiente del poder, sin reparar que el bien-estar que disfrutan correrá el riesgo tarde o temprano de no ser cubierto ni desde los impuestos, ni desde la expansión monetaria (impresión de papel moneda) ni desde el sempiterno endeudamiento.

Ciertamente, todo tiene un límite. Especialmente cuando se opta por no producir más, dejar de ser competitivos y dormirse recordando los lindos veranos pasados.

¿No era que el endeudamiento superaba el dilema de ser creador o de ser el destructor de riqueza? Por lo mismo, ¿es ello una veraz alternativa al comprobadamente imposible arte de alimentarse deglutiendo aire? ¿Tal es como se ha levantado la inmensa infraestructura y los cientos de miles de empleos que acompañan a la imagen del estado de bienestar? ¿Bien-estar para quién, para el estado o para la gente?

En el siglo XIX Marx partía de la convicción de que el estado siempre responde al interés de los que lo gobiernan (clase dirigente, diría él), por ello en su día propuso la abolición de ese soporte político invocando un futuro sin clases. Como buen hombre de su tiempo (un tiempo indiscutiblemente liberal), Marx se sumó al eco de quienes concebían que la libertad había alcanzado tal evolución que fácilmente se podía colegir un mundo sin estado. Empero, no reparaban en el detalle de que esa conclusión partía de la certidumbre de que los mercados y la lógica del librecambio eran más que suficientes para vivir pacífica y civilizadamente.

A pesar de que los escenarios directamente afines a la puesta en práctica de sus teorías eran Inglaterra, Francia y Alemania (en ese orden), el autor de El capital soslayó ese punto. Su mente no había sido entrenada para advertir realidades, sino solamente imaginarios. Desde ese rigor se apuntaló un credo que invitó a una revolución que tendría por única meta fundar una sociedad libre. Es decir, una sociedad sin estado ni clases. Pero también una sociedad sin negocios ni negociantes, sin propiedad privada ni derechos individuales. En puridad, una sociedad libre sin libertad.

Para el grueso de la opinión pública (que es el parecer de los medios de comunicación y de algunos “notables” antes que la del público) la crisis es del capitalismo, no de la “democracia” que lo succiona. A propósito de la opinión pública, el decisionista (o realista político) Carl Schmitt la tenía como propia de los estados modernos. Como buen rousseauniano, la ponderaba como una variante de la antigua aclamación del pueblo reunido en asamblea (como en los días de la tribu), lo que a su entender era más representativo de la voluntad popular que el método individualista del sufragio secreto. El pueblo como un todo y no como una mera suma de opciones privadas, justificaba en su tantas veces reeditada Teoría de la Constitución. Cono anota Silva-Herzog, «el fascismo, el bolchevismo, el cesarismo son ciertamente antiliberales, pero no antidemocráticos. Todo lo contrario.»[9]

La pretensión de inundar de cuidados a las personas hasta el extremo de conculcarles sus derechos patrimoniales y libre albedrío es concomitante a ese programa que Hessel busca salvar del “economicismo liberal”. Innegablemente, Hessel apuesta por la democracia, pero en términos de lo J. L. Talmon denominó “democracias totalitarias”.

Fungiendo de optimistas, ¿podrá ese Leviathan benefactor y democrático compartir espacio con el laissez-faire? Según de Anthony Jasay, ello es imposible. Y lo es porque la «democracia no se presta por sí misma a ser “incrustada en el capitalismo”. Tiende a devorarlo.»[10]

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En los años inmediatamente siguientes al 1917 bolchevique, el jurista soviético Evgenii Pašukanis descubrió (para su asombro) que sólo bajo el laissez-faire se podía hablar de derechos. A partir de sus investigaciones dedujo que sin intercambio de patrimonios ni tráfico de bienes ni de servicios la libertad jurídica carece de sustancia. Referirá que la caída del derecho burgués no significará el advenimiento de derecho proletario alguno, pues en el “nuevo orden” sólo habrá mandatos e imposiciones. No en balde el comunismo reemplazará al mercado por medio de la organización. Y si no hay mercado, no habrá mercancías ni gente de carne y hueso comportándose como tal, comportándose (según Hessel) desde la libertad ilimitada del zorro en el gallinero.

En ese discurrir, si el imperio de la oferta y de la demanda es suprimido, ¿habrá de entenderse que se abrogarán las posibilidades de que al hombre se le configure como cosa?

Cuestión de palabras. A nadie le gusta que le digan cosa, muy a pesar de que frente a los elementos de la naturaleza no se pase de ser un elemento más. Un tema de sensibilidades. La mística europea oriental encarnada en Marx y en Lenin no estaba para digerir tanta aspereza. En cambio a los rudos vikingos no les incomodaba mucho el tema, pues para ellos llegar a la instancia de thing (de cosa) era motivo de orgullo en la medida que a través del thing (su asamblea comunal) el otrora rústico nórdico pasaba a ser un rústico hombre libre.[11]

Ciertamente un parecer completamente antagónico al sustrato moral que exhiben los “indignados”, quienes no conciben una cultura adscrita al ideal de hombres que reivindican sus cosas, incluyendo sus personas. Estamos ante el olvido de un magno legado. Desde su simpleza y practicidad los romanos impusieron un orden donde la calidad de personas con derechos (sui iuris) no se limitó a los pequeños espacios de una asamblea tribal. Desde ese rigor la noción de ciudadanía que ofrecieron no respondía a los cánones de una dádiva o de un privilegio, como era el que disfrutaba el afortunado escandinavo que ingresaba en el liberador thing. A diferencia de la libertad del vikingo, la libertad del romano no se basaba en estar exento de las leyes y normas. Como era de desprenderse, su libertad era la ley y la norma.

Advertía Cicerón (en Las leyes) que esa era la razón por la cual las leyes no pueden ser ni rechazadas ni abrogadas. Serán anteriores y superiores a lo que tenga a bien promulgar el ocasional legislador. Así es como el manifiesto opositor a las apetencias imperiales de Julio César arguye en favor de un concierto legal que corría el riesgo de ser reemplazado. Y lo fue. Lo que en su hora los viejos republicanos defendieron como lo constitucional fue arrumbado a lo marginal.

Obviamente los límites a las pretensiones absolutistas provinieron desde una res publica distinta a la “república oficial”. No es muy complicado inferir que por aquellos años la marginalidad no estaba precisamente fuera del poder regio. Todo lo contrario, era el poder regio un elemento extraño a la res publica. Exactamente ese andamiaje que el principesco Octavio buscó consagrar con su inédita potestas, pero no pudo. Terminó dando vida a un imperio (un estado) que rápidamente se configuró como la decadencia de toda una civilización.

Como se ve, propiamente la república era un concierto que precede al que detenta la máxima autoridad. En esa medida la autoridad no estará en condiciones de fundar nada, sólo de salvaguardar lo existente, y lo existente desde visos de sacralidad. Lo que hizo que el que abjure de la palabra empeñada (el núcleo de todo contrato) incluso merezca la muerte. Así es como Roma recubre la res de su publicum; léase, preserva las cosas o bienes de sus ciudadanos. He ahí como todo acto de despojo trasciende lo humano, ofendiendo a los dioses y a la propia naturaleza, esa ley de la razón que —sentencia Cicerón— ordena lo que debe hacerse y prohíbe lo contrario.

Torpe será ver estos frenos como meros recursos folklóricos y no como el respeto a una civilidad en su más puro estado vivencial. Bajo esa invocación, ¿se puede decir que la respublica es algo así como una sociedad rigiéndose por sus propios medios? Algo así, pero desde una tremenda salvedad. La Roma republicana distaba mucho de estar adscrita al buen salvaje de Rousseau, de despreciar la propiedad privada y el comercio. No en vano las magistraturas de los cónsules y de los pretores (entre otras instituciones) marcaban la brecha entre un edénico estado de naturaleza y una pujante civitas.

Imposible que fuera de otra manera, pues la urbe fundada por los míticos Rómulo y Remo había dado vida en su discurrir a una fina lógica de pertenencia que trascenderá tiempos y culturas. A ello es a lo que denominamos derecho (ius), un instrumento nacido desde la reivindicación de las personales pertenencias. Ello será el núcleo de la respublica. El resultado de una sociabilización que en un determinado momento demandó una herramienta lo suficientemente idónea como para consagrar la libertad del momento de cara a un futuro con análogas o acaso mejores perspectivas. Ello es lo que el derecho viene a ser. Un aparejo que permite apuntalar lo que se posee en exclusividad en medio de la concurrencia de semejantes que igualmente solicitan hacer a un lado a los demás de aquello que juzgan como suyo.

¿La civitas como la reunión de los que se excluyen mutuamente? ¿De ciudadanos dueños de sí mismos y de sus cosas?

De ser de otra manera ella jamás hubiera alcanzado dimensiones mayores a las de una inicial aldea. Esto último es relevante. Si sopesamos la historia de Roma desde una perspectiva más amplia veremos que ella no trascendió por su espíritu guerrero, como erróneamente lo juzgó Maquiavelo. Como los Países Bajos e Inglaterra en la edad moderna, Roma no buscó imponer valores ni destruir, sino integrar comercialmente. Desde la distancia del tiempo ello es lo que se puede advertir. Si a Roma sólo el rigor de la conquista la hubiera animado, sólo la rememoraríamos como rememoramos las brutales incursiones de los vikingos.

Mas no hay forma de equiparar la impronta y legado romano con la de aquellos meros bárbaros saqueadores. Gracias a la ciudad-imperio el mundo antiguo conoció una inédita estancia de paz adscrita a una urbanidad en constante expansión. Una paz republicana, de gente que va sumándose a la civitas con algo a cuestas, comenzando con sus propias personas. En puridad, es una noción de ciudadanía totalmente opuesta a la del fascismo nazi e italiano, a la del comunismo bolchevique, al de la socialdemocracia, a la del welfare state, al del republicanismo francés y español, al de los partisanos, al de la Declaración Universal de Derecho Universales, al de Fidel Castro y de Perón, al de Hessel, al de sus “indignados”… En suma, una ciudanía situada en las antípodas del estado de bienestar.

[1] La versión que utilizó de este best-seller es la edición española de la editorial Destino (Barcelona) del año 2011, con prólogo de José Luis Sampedro.

[2] Peter Sloterdijk, En el mismo barco: ensayo sobre la hiperpolítica, Siruela, Madrid, 2002, p. 38.

[3] Cit. por Escipión, cit. a su vez por Marcus Tullius Cicerón, «La República» en Obras escogidas, El Ateneo, Buenos Aires, 1951, pp. 623-624.

[4] Lenin, «Acerca de la significación del oro ahora y después de la victoria completa del socialismo», en Obras escogidas, Progreso, Moscú, 1974, p. 683.

[5] Eric Hobsbawm, La era del Imperio, 1875-1914, Crítica, Buenos Aires, 2007, p. 18.

[6] León Duguit, Las transformaciones generales del Derecho privado desde el Código de Napoleón, Librería de Francisco Beltrán, Madrid, s/f, p. 5.

[7] Vid. Georges Burdeau, Les libertés publiques, Librarie Générale de Droit et Jurisprudence, Paris, 1961, p. 12.

[8] Walter Laqueur, Europa después de Hitler, Vol. I, Sarpe, Madrid, 1985, pp. 125 y 264.

[9] Jesús Silva-Herzog Márquez, «Sismología política. Un apunte sobre Carl Schmitt», en Isonomía, N° 4, 1996, p. 154.

[10] Anthony Jasay, El Estado. La lógica del poder político, Alianza Editorial, Madrid, 1993, p. 157, n. 14.

[11] Vid. José Antonio del Busto, Historia de los descubrimientos geográficos (Siglos V al XV), Editorial Arica, Lima, 1974, p. 17.

(Publicado en la revista Laissez-Faire, N° 43, Ciudad de Guatemala, 2015, pp. 63-81.)

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