Cuando en el primer volumen de Derecho, legislación y libertad (1973) Friedrich A. Hayek expresó que «una eficaz defensa de la libertad ha de ser de carácter dogmático», descartaba de plano cualquier justificación utilitaria de su causa. En rigor, reivindicaba su apuesta por adscribirse a principios.

Sin duda estamos ante toda una rareza, pues lo políticamente correcto es alardear de poseer un espíritu ecuménico antes que dogmático. En cambio Hayek no estuvo dispuesto a transigir, mas ello está lejos de significar cerrazón e intolerancia. Como corresponde a un humanista, su apego a la libertad liberal iba en directa relación a su vocación por aprender (que siempre es comprender) antes que por afirmar a ciegas.

Ello por el lado de su actitud. Por el lado de su apuesta filosófica, Hayek empalmó su fascinación por conocer con su postura evolucionista. Erróneamente ligado a la crudeza del darwinismo social, su evolucionismo puede empalmarse perfectamente a la vieja postura de los estoicos. Así pues, estamos ante quien asume que toda experiencia (por mala que sea) es buena porque enseña. A su entender, la humanidad se libera en base a las lecciones de lo vivido. Ese es el motivo por el cual para Hayek la historia juega un papel preponderante.

Tal es como dio paso a un racionalismo evolutivo o crítico (siguiendo Popper), el que colige que si se aprende de los errores es porque se tuvo la suficiente libertad para cometerlos. Y la inteligencia para no olvidarlos. Bajo ese canon, ya sólo será menester elegir los mejores legados. La propia experiencia social obsequia hitos de certidumbres, los que se representan a través de valores e instituciones que brindan a los hombres mayores esferas de predictibilidad que la libertad habrá de agradecer.

Debido a estas pautas normativas (tanto morales como legales) Occidente, forjó una cara civilización. El derecho, la división de poderes y el gobierno sometido a leyes asomaron bajo ese rigor. Ese será el mayor aporte de Europa al mundo, por lo que no se podrá hablar de sociedad libre si es que las personas no son legalmente dueñas de su destino.

He aquí el núcleo de la apuesta dogmática de Hayek. Su dogma no se dio en virtud de una idea preconcebida de libertad, para ser seguido al pie de la letra como los represivos manuales marxistas. Todo lo contrario, su dogma se centró en que las personas puedan descubrir su singular camino a la felicidad por propia cuenta y riesgo. Claro está, bajo este mismo rigor se entiende que la sociedad es la que acoge este tipo de libertades. Es decir, ella es la que al fin de cuentas las consagra.

Este último punto es lo que hace que Hayek se aproxime a las ideas de Edmund Burke, para quien los derechos no son para todos los hombres por el sólo hecho de existir. Ello no es suficiente, será menester darles sentido de modo singular para reivindicarlos y oponerlos. En ese sentido, las libertades no se dan en abstracto. Como especificaba Hayek en su «Note sull’evoluzione dei sistema di regole di condotta» (1978), un pueblo libre no es necesariamente un pueblo de hombres libres. Gran diferencia con Rousseau y los variopintos comunitaristas, para quienes los colectivos pueden ser libres al margen de la libertad de sus integrantes.

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