vI-internacional

Ponencia presentada en el VI Congreso Internacional “La Escuela Austriaca de Economía en el siglo XXI” (Rosario, 22 de agosto de 2016)

Abstract

Testigo de su tiempo, Alexis de Tocqueville manifestó la emergencia de una “nueva ciencia política” y la reorientación de los valores republicanos frente a los fenómenos sociales que caracterizan al mundo moderno: la dinámica de la capitalización y la alta movilidad social. Empero, la mayoría de los estudiosos los obviaron. Sólo excepciones como Frédéric Bastiat centraron la mirada en lo que no se ve antes que en lo que se ve. Así pues, éste será el tema a aproximarse. Una recuperación de una res publica que subyace a la vez que carcome desde su “marginalidad” a la imperante vieja política.

 

Introducción

Como sucede en la historia, los que se dedican a auscultar el derecho, la economía y la política han preferido apuntar sus reflectores a los príncipes y magnates antes que a las personas comunes y corrientes. Desde esa perspectiva, todo lo importante (y también lo no importante) brotará del arbitrio de los “hombres regios”. Por ende, se descarta o desvalora el impacto que sobre la sociedad tiene la sociedad misma. Así pues, la carga de la prueba de la sociabilización va por cuenta de la gente ordinaria. Sin rubor, se les asume disociadores por naturaleza. A la inversa, los que detentan el poder son poderados de la mejor manera. Siendo que a estos últimos se les tiene como émulos de los “grandes hacedores”, como el mitológico primer emperador chino Fo-Hi, inventor (él solo) de la astronomía y el calendario, de la lira de madera, la familia, la caza, la pesca y de los hexagramas. Pasadas las experiencias de una variopinta gama de emperadores no precisamente míticos, el igualmente mítico Lao-tsé concluirá: cuantas más leyes se promulgan, mayor será el número de ladrones y bandidos.

Marcando una línea divisora entre ambos mundos (entre los de arriba y los de abajo), Platón predicó que la “ciencia política” no se aprende entre los coros de centauros y de sátiros. Optaba por los políticos antes por los que (a su entender) no son capaces de sacudirse de su animalidad. Estamos ante un sentir que trascenderá. Entre fines del siglo IV y comienzos del V de nuestra era, San Agustín preguntará ¿qué soy, Dios mío?, ¿lo que es mi naturaleza? En términos de Plotino, es la vergüenza de saberse en un cuerpo. Por descarte, queda en evidencia que lo marginal a lo político (donde se escuchan los coros de centauros y de sátiros) existe, vive. Empero, si vive (siente, respira, se mueve y expresa) por qué es marginal. ¿No era que la política pertenecía a todos por igual?, según el parecer de pensadores anteriores a Platón como Demócrito, Protágoras (que incluía a las mujeres) y Tucídides.

 

El viraje

Como lo rememoró Cornelius Castoriadis, hubo un momento en que todo cambió. En la visión platónica (que los aristotélicos no deformarán, comenzando por Aristóteles) no será dable concebir que el manejo de la cosa pública se encuentre desperdigada entre quienes únicamente alaban las cosas que les son propias y personales. Los mercaderes no estarán para hacerse de la política, se les juzgará que por su oficio están incapacitados para hacer la guerra.

Surge la imagen del político ajeno (impasible) a sus propias preocupaciones y a lo mundano. Mezcla de guerrero y de sacerdote, de sabio a la vez que hombre de acción, se le sopesará como un ser muy distante del resto de los mortales. Por ende, será el único capacitado para dirigir los intereses públicos y legislar; es decir, de transformar la vida de la gente. Se saca de la manga a una criatura que se diferencia de quienes sólo piensan en su propio bien, que se le asume competente de mandar a multitudes en la medida que posee la ciencia política. En palabras de Deirdre McCloskey, esta es la hazaña de un esnobismo con aspiraciones aristocráticas.

Los linderos quedaban constituidos. Fuera del poder regio sólo hay caos. Sólo la política del que tiene el monopolio de la fuerza será oficialmente lo político. En términos agrarios, estamos ante la alegoría de quien guía su rebaño. Desde esa evocación Platón negará que la polis fue sudorosa hechura de muchos, dando paso a la idea un rey-legislador que hasta ese momento el grueso de los atenienses tenían como una propuesta aberrante. Y esto último en la medida en que por entonces en Grecia sólo la singularísima Esparta sabía de reyes. Hasta en Sicilia (cuna de tiranos), su sola evocación causaba repulsión.

Castoriadis resalta que en los siglos V y IV a.C. la sola mención de la palabra “rey” (basiléus) activaba inmediatamente el ingrato recuerdo de Jerjes, el “gran rey” de los persas, un déspota, un tirano. Ya en La Ilíada Diomedes le había espetado a Agamenón: Sí, tú eres basiléus, tienes el cetro, pero en realidad no vales nada.

A todas luces, el argumento platónico rompía con el consenso imperante de que la polis era una creación conjunta de los ciudadanos. Diferenciándolo de los tiranos, el hijo de Aristón convierte al rey en producto del consenso ciudadano. Lo erige en máximo representante de la polis, el portador de la lanza contra los enemigos externos tanto contra los internos. ¿Serán estos últimos también los que hacen economías fuera de la economía? ¿Unas economías que se contraponen a la economía porque simplemente se resisten a dejar de medir su trabajo como una mercancía? De esa suerte, se colige que lo no oficial estará vedado para crear instituciones. En El político Platón fue tajante: entre estas dos especies hay una profunda enemistad y una inmensa discordia. La rivalidad es evidente, lanzando una advertencia: ¿No sabes que todos estos son capaces de combatir con los pastores de hombres?

 

La res publica marginal

Puestas así las cosas, ¿se podrá hablar de un concierto social generado por “simples particulares”? ¿O es que por ser precisamente “simples particulares” están negados para erigir soportes de esa envergadura?

En sí la sola interrogante informa que el librecambio porta en su ser una abierta renuncia a la política, lo que colisiona con el origen urbano de la noción de res publica. No en vano la teoría del gobierno limitado se gestó en un orden nacido desde, para y por directo beneficio de los ciudadanos. Un hábitat surgido del universo de concesiones recíprocas que privilegia la deliberación antes que la imposición, donde no se admite soberano distinto al conjunto de los miembros de la comunidad. Como en la original polis griega, en la civitas romana y en las ciudades-repúblicas de la Europa medieval, no era dable ningún ente superior al bien común.

Este es el sustrato republicano que terminó convirtiéndose en esa otra política, cuando en su momento fue la política por excelencia. Exactamente lo que hasta —desde nuestra moderna perspectiva— un siglo atrás sobrevivía a través del discurso constitucionalista, el que ha sido deliberadamente desfigurado hasta el grado que en el presente invocar la res publica es hablar de una gama de instituciones que únicamente afloran ante el repliegue o no aparición del legislador oficial. Por ello no es extraño que haya sido una “observadora no profesional” la que termine concluyendo (contra el parecer de los observadores profesionales de la primera mitad del siglo XX) que las ciudades son un inmenso laboratorio de ensayo y error, fracaso y éxito, para su construcción y diseño.

El mundo marginal activa sus propios pensadores: Jane Jacob (la “observadora no profesional”) se oponía a la planificación de los expertos, optando por auscultar en el propio discurrir de la gente. El viejo método de solo mirar. Desde ese proceder los médicos de la Silesia de 1348 notaron que los portadores del grupo sanguíneo tipo B resistían mejor la peste bubónica (recién en 1894 el suizo residente en Hong Kong Alexandre Yersin aislará el bacilo causante de esa peste). Claro está, Adam Smith también se jactó de que sus conclusiones sobre las causas de la riqueza de las naciones partían de sus observaciones. Y más próximo en el tiempo, Ronald Coase centró sus pesquisas husmeando en las grandes empresas inglesas y norteamericanas y Elinor Ostrom encontró múltiples salidas para el buen manejo de los recursos de uso común.

Volviendo a la señora Jacob, dedicarse durante décadas a mirar con atención lo que acontece en las calles y en los barrios de las zonas donde residió le obsequió la tesis de que «para conservar en una vecindad el suficiente número de personas que quieran quedarse, una ciudad ha de ofrecer, y por tanto tener, la fluidez y movilidad de usos y funciones…». El meollo de su argumento «es que las ciudades necesitan una muy densa y muy intrincada diversidad de usos que se apoyen mutua y constantemente, tanto económica como socialmente.».

Si en el rígido orden feudal los siervos minaban la dureza de tener un solo señor pactando con varios señores, ¿por qué en el mundo moderno las cosas tenían que ser diferentes? Vecina de Nueva York y de otras importantes ciudades norteamericanas a lo largo de su vida, la atención de Jacob se centró en procurar comprender el intrincado orden existente bajo un aparente desorden. Una actitud semejante a la del pirata Exquemelin al describir la civilidad de sus colegas. En términos de Jacob: «Las preferencias de los utópicos y de otros adictos a administrar los ocios de los demás con un tipo de negocio determinado no es algo irrelevante para la ciudad, sino algo peor: es pernicioso. Cuanto mayor y más abundante sea el conjunto de intereses legales que sean capaces de satisfacer las calles de una ciudad y sus establecimientos, mejor para esas calles y para la seguridad y agrado de civilización de la ciudad.»

 

El orden que subyace

En sus Lectures on Jurisprudence Adam Smith entendió ese abundante conjunto de intereses legales como parte insoslayable de toda sociedad avanzada. En esa línea, es imposible no dejar de pensar en la relevancia que F. A. Hayek le da al marco institucional para que el desperdigado conocimiento se difunda desde el “sistema de precios” ni en Tocqueville explorando en el mismo escenario de Jacob un siglo atrás.

A Bruno Leoni le sería imposible no rescatar la figura del pretor romano en el análogo anhelo de descubrir cómo las personas crean derecho, que es la preclara demostración de cómo van resolviendo su coexistencia. No en vano el gran legado romano fue su derecho, no su legislación. De ello se percataron los griegos Polibio y Dionisio de Halicarnaso, resaltando la complexión de una institucionalidad que pudo ser aprovechada por generaciones.

A pesar de lo apuntado, ese abundante conjunto de intereses legales que emana de la mera convivencia social siempre tuvo serios problemas para competir con el imaginario del legislador. Obviamente la aparición del estado moderno (el descendiente directo del “hombre regio”) reforzó esa convicción, cincelándola en el sentido común de las personas. Si rescatamos el detalle de que la Charta Magna de 1215 fue una exigencia de los grandes comerciantes ingleses contra las arbitrariedades de su monarca (como aconteció en otros espacios bajomedievales), fácilmente comprenderemos (contra advertía Platón) que los negociantes y la “gente común” también son capaces de hacer la guerra si sus intereses son puestos en riesgo. Al fin y al cabo, ¿no fue esa carta la demanda para que el rey se aparte de lo que acontecía en el mercado? ¿La expresión contrapolítica de lo que en su día fue un reclamo perfectamente político? Por entonces el rey no legislaba, no hacía derechos, se sometía a ellos.

Fuera del rigor gótico, en 1849 el absolutista rey de Prusia Federico Guillermo IV calificó ese tipo de limitaciones caligráficas como una “cadena de perro”. Se resistía a despojarse del carácter divino de su investidura. La historia más simpática dirá que das Volk (el pueblo) lo conminó a firmar aquella Konstitution y a aceptar un Parlamento libremente elegido, ocultando la historia antipática: el delirio por extender líneas ferroviarias se llevó de encuentro las ya por entonces anacrónicas bases de la autocracia de los Hohenzollern. Unir por tren Berlín y Königsberg impulsó la firma del monarca sobre esa despreciada hoja de papel. Aceptó la oprobiosa “cadena de perro” de parte de una sociedad burguesa (bürgerliche Gesellschaft) que Hegel calificó de monstruosa e incivil.

La revolución industrial imponía su rigor, ligando las bullentes economías a los derechos para beneficio de millones de personas. A pesar del carácter autoritario de la constitución prusiana, el sólo hecho de jurar respetarla rebajaba la regia lumbre del rey. Suceso que confirma la sentencia de James Steuart de 1767: Una economía moderna es el freno más eficaz inventado jamás contra el despotismo. Una relación con la constitucionalidad (o forma de gobierno) que John Locke había resaltado a fines del siglo XVII, la que a mediados del XVIII Montesquieu aceptó a pesar de no sacudirse de sus pruritos aristocráticos (prefería el comercio de las naciones más que de los individuos, por cuestiones de elegancia y honor) y que Adam Smith explicó a sus alumnos en 1766 de forma concreta: la propiedad y el gobierno civil dependen estrechamente el uno del otro. Plantear el comercio como una plataforma institucional no era ninguna aberración. A pesar de su anonimato, Alain Peyrefitte recoge un Essay on the East India Trade (de fines del siglo XVIII) donde el autor no muestra síntomas de enajenación mental para saludar a los buscadores de aventuras y apuntar que la empresa comercial jamás florece bajo la dirección o prohibición ministeriales.

¿Realmente que tan novedoso fue este optimismo de no pocos ilustrados con respecto a lo que la “libertad natural” del hombre podía ofrecer?

Bueno, en el siglo XVI Maquiavelo reportó en su Historia de Florencia la incursión del Banco de San Jorge en los asuntos públicos. En sus palabras: un raro ejemplo nunca sospechado por los filósofos. Primero por deuda y luego por decisión popular (por su buena y equitativa administración), dicho banco se encargó de buena parte de la administración y defensa de Génova y de los territorios y ciudades a ella sometidas. Tal es como los tiranos que secuestraron el municipio para sí fueron desplazados por el banco, permitiendo la inesperada coexistencia de la libertad y la tiranía, el respeto a las leyes y la corrupción, la justicia y el libertinaje. Para su admiración, «(…) esa organización es la única que consigue mantener abundantemente en aquella ciudad las antiguas y veneradas costumbres. Y, si algún día sucediera, como sucederá seguramente, que San Jorge se adueñe totalmente del gobierno de aquella ciudad, la república genovesa será más gloriosa que la misma república veneciana.»

En un neerlandés del siglo XVII como Jan de Witt la acusada novedad se mezclaba sin rubor ni traumas con su ferviente republicanismo. Que los ciudadanos prosperen en los negocios y explayen sus economías constituía la razón de ser del buen gobierno. En su sentir: Si en Holanda hubiera soberanos, no se interesarían en la pesca, el comercio, las manufacturas ni la navegación. Bajo ese razonar, el dominico mexicano Fray Agustín Dávila y Padilla buscó defender a los indígenas de la isla La Española a fines del siglo XVI. Proponía que se beneficien del comercio, tal como lo llevaban a cabo los herejes protestantes vía el contrabando. En suma, planteaba convertir en formal lo informal y que dejen de ser invisibles. Pero no fue escuchado. Como consecuencia de ello, dicho grupo humano desapareció.

 

¿Y la novedad?

Como vemos, la hoy invisibilizada res publica y el hoy menospreciado constitucionalismo —posteriormente descalificado desde el rótulo de decimonónico— iban atados a la promesa librecambista. Ello hasta que el consenso dirigista en favor del “hombre regio” le quite protagonismo a la ciudadanía y a los negocios. Para Edmund Burke ese desvío fue resultado de la incomprensión de los propios sectores sociales beneficiados. Como los viejos profetas, anunció que la abundancia de la esplendorosa mediocridad y el mérito insignificante invitará a su liquidación. Al respecto, quizá la urbanística del siglo XX nos ayude a ser más explícitos.

En sus memorias, Albert Speer (el arquitecto preferido de Hitler) rescatará en una nota a pie de página un texto del decano del Massachusetts Institute of Technology (John Burchardt) en el que advierte la predilección por el estilo neoclásico en materia de edificaciones entre los regímenes fascistas, comunistas y democráticos en la década de 1930. En Washington ello se representa en el edificio de la Reserva Federal, en la rotonda del Jefferson Memorial, en la National Gallery, en el Tribunal Supremo, en el Archivo Nacional y en el Departamento de Estado. Por lo dicho, ¿cada uno de estos monumentos tiene algo que ver con los viejos valores republicanos, el raro ejemplo nunca sospechado por los filósofos que vio Maquiavelo, el humanismo proclive al comercio del padre Dávila y Padilla, el gobierno sin soberanos de Jan de Witt, el librecambismo del referido anónimo inglés o parte de la nueva ciencia de la política descubierta por Tocqueville?

Con respecto a este último autor, en el primer volumen de su Democracia en América (1835) era donde anotaba su novedad. Agudo y privilegiado testigo de unos Estados Unidos de América en hercúleo crecimiento, comprobaba in situ el rol que las instituciones juegan en una sociedad en acelerado proceso de capitalización. Un proceso donde el estado tenía muy poco que ver.

Por ahí iba la novedad. Precisemos, la rústica pero pujante unión de las otrora “trece colonias” inglesas en Norteamérica era por entonces una confederación de estados autónomos que lucharon como un solo puño en la gesta de la independencia. Ni bien ganaron su libertad contra Inglaterra, optaron por mantener una alianza que originalmente no buscaba más que hacer perdurar la lograda emancipación. Así es, el gobierno instalado en Washington no pretendía más que constituir un freno político-militar contra cualquier amenaza exterior. Su espejo fueron las anfictionías de la Grecia clásica. Todo lo demás corría a cargo de los propios estados de la unión. En puridad, una liga de “estados mínimos” que constituían a su vez una pequeña administración central encargada de asuntos político-jurisdiccionales, diplomáticos y militares. Una administración lo suficientemente limitada (casi inexistente, desde la perspectiva actual) como para dar cabida a una dinámica de socialización que tendrá al comercio como su centro neurálgico. Recordemos: la gesta de la independencia norteamericana no se dio para fundar un orden, sino para salvaguardar el ya existente. Desde ese tenor los derechos que se invoquen no serán producto deliberado del poder político; todo lo contrario, precedieron a su revolución.

Cotejando aquél momento con el presente, ¿esa “pequeña administración central” con sede en Washington fue una ingenuidad? A decir de Hannah Arendt, Platón y el grueso de los filósofos griegos la hubieran aplaudido. No por su pequeñez, sino porque prometía crecer. Claro está, estos griegos veían con sospechas el comercio que les permitía elevar su nivel de vida. Así pues, mentes poderosas como Aristóteles preferían vivir en ciudades lejos del mar y encerradas entre montañas.

 

Las negadas “realidades”

Aproximándose al legado griego, Borges decía que para Coleridge los hombres nacían aristotélicos o platónicos. Tremenda trampa. Si en los segundos “lo ideal” se impone a “lo real”, en los primeros “lo real” no sólo se impone a “lo ideal”, sino también a todas las “realidades”. Al fin y al cabo, en Aristóteles “lo real” respondía a las exigencias de su quimérico maestro: Platón.

De seguro Alejandro Magno se percató de ese detalle cuando conoció directamente su breve mundo conquistado por las armas. ¿De qué realidad se puede hablar si todo es tan diverso, tan lleno de realidades?, muy bien pudo haberse dicho. Una interrogante pertinente, pues en cada una de sus aproximaciones a otras “realidades” asomaba un abierto desmentido a quienes (como su maestro) concebían un único patrón de “realidad”.

A Aristóteles “lo bárbaro” se le ofrecía en una pletórica variedad, muy distinta a lo que la restringida polis brindaba. En esa medida, ¿es válido (y humano) invocar que el que no mora en la ciudad es un dios o un bruto? Por lo mismo, quien escapa de los parámetros de lo estatal ¿cae en análogo descarrío?

En virtud de lo indicado, no debe de sorprender que el aristotelismo supérstite aparte de la polis a quien se atreve a expresar que las más valiosas y relevantes creaciones humanas no se gestaron deliberadamente. Quien prescinda de un ente planificador tendrá que dar todas las explicaciones posibles. Igualmente se lo aparatará convirtiéndolo en fármacos, ese chivo expiatorio que los griegos inventaron para purificar con su muerte a la ciudad. Es decir, se privilegia la sanidad de “lo real” (lo oficial) antes que dar cabida a la presencia de otras realidades. Y todo ello porque algún “bruto” (o idiotes, más que un dios) osó poner en tela de juicio la preeminencia del estado (la teleológica polis aristotélica) como factor de creación de instituciones.

Lamentablemente esa manera de concebir lo social tendrá su precio. Colegir que el ser humano es por naturaleza un agente disociador, incapaz de agenciarse por propia mano soluciones inteligentes y prácticas para el diario convivir con sus semejantes es un parecer que Aristóteles ayudó a cincelar en la mente de generaciones. Como Platón, no concebía orden social alguno sin un rex, déspota o tirano a cuestas. Por ende, con Aristóteles no hay res publica.

Entre Dionisios y Apolo, el griego por excelencia reivindicaba al último de estos dioses porque su sola mención evocaba conservadoramente “lo dado”. En cambio Dionisios era el eco de un pasado caótico a inasible, lleno de realidades antes que de una sola realidad. Ya en la edad media lo dionisiaco invitó a recrear los caprichos de la diosa Fortuna, la que hacía girar su rueda escapando tanto de lo establecido (“lo real”) como de lo providencial (“lo ideal”). Si juzgamos que el Renacimiento (como el mercado) no puede ser calibrado sin la injerencia de esta “alocada” deidad, entonces ¿cómo entender la “modernidad” de los que abogan por mantener el punto de partida que dio vida tanto al estamentalismo y a la represión antiindividualista de la teocracia medieval como al absolutismo xenofóbico de los modernos estados nacionales?

Quizá la respuesta esté en la descalificación que se suele hacer a los que razonan desde el imperativo de las “realidades”, lo que sabe al discurso de bárbaros, de descastados, de marginales. Bajo las premisas antes planteadas, ¿será posible hablar de una política diferente a la política? Por ende, ¿estamos condenados a sólo pensar que lo que comúnmente se entiende por política es un universo de personas y de situaciones altamente diferenciadas del resto de las personas y de las situaciones? En suma, ¿es ella un mundo aparte del mundo?

 

Conclusión

Lejos de ofrecer el regreso a la vieja república, lo que se pretendió en estas líneas es develar un modo de ver lo común (la res publica). Ese es el gran aporte de aquél discurso. Antes que idealizar un punto de llegada o meta a alcanzar, lo mejor de su oferta siempre estuvo en no traicionar su punto de partida: el que se resume en que el conocimiento nunca tiene un solo dueño ni intérprete, que siempre está disperso entre el gentío y la multitud.

La jeffersoniana búsqueda de la felicidad por cuenta y riesgo de cada individuo se explica por sí sola desde ese norte a seguir. En ese sentido, no estamos hablando de una Weltanschauung (concepción del mundo) que a priori lo configura todo. Claramente es una cuestión de principios, pero adscritos a libertades que se mueven bajo un saber parcial, estrecho, limitado. Precisamente lo que los enemigos de la res publica se encargaron de enrostrar, pues consideraron que todo orden social sin un fin preconcebido (sin un telos) es irracional. Por ese motivo para Aristóteles la ciudad era anterior a la sociedad, dando cabida a soluciones absolutistas antes que republicanas.

Comparado con todo lo que los pensadores políticos de la Grecia clásica han argumentado en favor de la concentración del poder, el rechazo a ese despotismo que las generaciones anteriores tuvieron es casi desconocido. Como lo demuestra Maurizio Viroli, igual situación aconteció en la Europa bajomedieval antes de la recepción de las obras de Aristóteles y del redescubrimiento del cuerpo de legislación del bizantino Justiniano (siglo XIII). En  ambos casos, no estamos ante ficciones ni rebuscadas anécdotas. En esa medida, la narrativa que desde entonces se impone es la que reza que no hay sociedad sin un “pastor de hombres” a cuestas. Por ende, si ese “dador de luz” no ocupa el lugar de guía y conductor poco o nada se habrá de esperar de la suerte de quienes viven sin más amarras que su vulgar capricho. Tal es como la res publica que otrora se tornaba posible por arte y virtud de los ciudadanos es reemplazada por autoridades que asumirán que están para ser miradas antes que para mirar. No serán dependientes de sus gobernados, sino que sus gobernados dependerán de ellas. Lo que antes era lo principal ahora se tornaba marginal. Así, de lo visible pasaron a lo invisible.

Como se infiere, el viraje no se limita a lo meramente político. El cambio de convicción respecto a la naturaleza del gobierno también será cultural. Como afirmaba Ludwig Wittgenstein, las palabras son hechos. Si medimos que en la antigua Babilonia había individuos que cultivaban el arte de insultar hasta el grado de dejar lisiada o matar a una persona, no será nada complicado calibrar el por qué para un griego cultivado poseer el logos era causa de enorme orgullo. Innegablemente, la tarea será recuperar para los forjadores de la res publica el espacio que se le hizo perder. O mejor dicho, del que se les apartó.

 

Referencias bibliográficas:

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